sábado, 30 de abril de 2011

(33) LOS QUE EN VERDAD SE BURLAN DE “EL NAZARENO”.


El despreciable cortejo de los infames farsantes.

Gregorio Fernández


Yo no soy cristiano. Me parece importante declarar esto desde el inicio de mi escrito, pues ello necesariamente influirá en la manera de ver y tratar el asunto del que ahora quisiera ocuparme. Pero tampoco soy mahometano o seguidor de cualquier otro credo de los que colorean el mundo espiritual de los hombres que pueblan esta Tierra. Quisiera, eso sí, que mi opinión sobre las religiones fuera equilibrada. Pues, a la vez que reconozco lo que han ayudado al ser humano en multitud de ocasiones a través de aquellos prosélitos que han creído que el amor y el respeto eran, en el fondo, la esencial doctrina de su credo, no puedo por menos de tener muy en cuenta todo lo de que perversidad, manipulación y mentira han dejado sobre el mundo, cuando han atendido a otros espurios intereses o al fanatismo de muchos de sus sectarios seguidores.

Que el personaje de Jesús de Nazaret es sumamente importante en la historia de la humanidad, desde hace dos mil años, es algo que nadie puede discutir. Pero que sus palabras, hechos o los detalles concretos de su vida son lógica y dignamente cuestionables, es algo también muy evidente. Sobre todo sabiendo que sus biógrafos han sido varios, las traducciones, con recortes, añadiduras o amaños, muy diversas e intencionadas. Sin embargo hay que reconocer que, en torno a este -al parecer encomiable revolucionario-, que junto a un grupo de ilusos altruistas fue perseguido, torturado y (tal vez) muerto en una cruz, se ha ido desarrollando, en los veintiún últimos siglos, todo un entramado religioso de proporciones cósmicas, es algo de inmensa evidencia.

Dicen las estadísticas que en el mundo actual los cristianos son unos dos mil cien millones. Al tiempo, los mahometanos rondan por los mil trescientos, mientras que los hinduistas se acercan a los novecientos. Todas estas cifras son puramente estimativas, y a veces algo discutibles, ya que casi siempre se calculan desde la exaltación interesada y la embriaguez de los fervores.

Desde un principio he declarado que no me siento cristiano, pero sí producto, tanto espiritual como cultural, de una educación y un entorno impregnado de ello, al que ni aplaudo ni renuncio. Ha sido el mío y, además de ser inútil desdeñar la propia historia, sería torpe olvidarse de ella y no tratar de aprovechar -aunque depurando- todo aquello que me ha legado a través de los años que conforman mi vida. Creo que es este uno de los campos de liza más cruentos de mi existencia. Mas,  aunque las batallas sean siempre terribles, los combatientes nunca olvidan que fue, en el fragor de lo terrible, donde más se cuestionaron a sí mismos, donde más intensamente vivieron sus contradicciones, y donde todo su ser fue más rudamente probado. En definitiva; donde más firmemente se forjaron y crecieron como entes humanos. Ya hemos dicho en otras ocasiones que el ser humano -por extrañas y ocultas razones-, cuando más crece en su espíritu, lo hace siempre a través del dolor y la adversidad.

Por eso, todos los años cuando llegan estas fechas, en las que la cristiandad celebra lo que considera médula y cenit de su credo, no puedo sino pararme un momento a pensar en todo ello. Es el tiempo en que en este país nuestro, sobre todo en esta Castilla y León  en la que vivo, la fe se echa de bruces a las calles y (detenida la razón o atropellada por lo emocional) todo se convierte en una explosión de sentimiento religioso que no seré yo quien burle o rechace, sino quien respete muy profundamente aunque no la comparta. Y así, ante este fenómeno, que no sé dónde tiene su sede o residencia dentro del entramado anímico de mis conciudadanos, pues muchos de ellos probado es que no son ni hondos creyentes ni apasionados y fieles practicantes, no puedo más que quedarme perplejo e inquirido.


Sí que los cortejos procesionales y los actos religiosos de estos días están repletos de ampulosidades y de parafernalias que los convierten en esplendentes montajes teatrales de una grandeza y fastuosidad inenarrables, que admiran locales y foráneos. Sí que la leyenda que se evoca del Cristo aclamado, perseguido y crucificado está dotada de cuantos rasgos trágicos, textos bucólicos, mensajes éticos y trascendentales, y sucesos históricos (inventados o no) que pueden configurar el armazón propio de un asegurado best seller. Sí que el acervo cultural de los tiempos pasados ha dado a luz una inmensa colección de obras de arte de un realismo trágico que estremecen por su perfección, expresividad y sobrecogedora belleza. Sí que los escenarios urbanos que prestan muchas de nuestras ciudades para el tránsito de la sublime imaginería, acompañada de la cadencia esforzada de sus porteadores, la ornamentación de joyas, arreglos florales, cruces de guía, hachones palpitantes, penitentes, damas enmantilladas, clérigos de gala y estandartes bordados, junto con los acompañamientos sonoros, convierten a los cortejos en asombrosos e impresionantes promotores de shocks para las emotividades. Todo esto es verdad y hay que tenerlo en cuenta. Pero tras de todo ello, a mí no se me ocurre más que silencio, respeto y palparme las ropas. Esto es: reflexionar sobre todo este fenómeno que cada año nos llega, invade, ocupa y pasa dejándome perplejo y pensativo.

Yo, no obstante, desde mis convicciones gestadas a lo largo del tiempo, he llegado a la conclusión de que hay fenómenos sociales, manifestaciones y espectáculos que, aunque me seducen con gran potencia desde su pujanza colectiva y su estética exultante, no debo permitirme. Tal me ocurre también con los desfiles o paradas militares, cuya aplastante fastuosidad y los sones de sus patrióticas marchas musicales, han llegado en algunas ocasiones a emocionarme de modo irracional. Y esto aún siendo, como soy, un convencido y terco antibelicista. Así me sucede también con las corridas de toros; festejos fascinantes y luminosos como pocos, en los que el arte, el valor y la belleza ornamental, junto al ambiente propio de estos festejos, ha alcanzado hasta a obnubilarme. Y así me sucede con los cortejos y séquitos procesionales, en los que el delirio tumultuoso o silente de quienes los presencian y acompañan, y el inmenso despliegue de quienes los atienden y gestionan, convierten las calles en magnos escenarios en los que se representa la más inmensa y truculenta tragedia de la humanidad. Aquel drama sin límites en el que el escarnio y la tortura, la muerte sanguinaria, la traición, la soledad, y el desamparo se mezclan con la belleza más arrasadora y la cadenciosa complicidad de la música sobria, las salmodias, letanías, tedeums, réquiems o misereres; o los clamores desgarrados de un canto furtivo de doliente “saeta”. Todo un conjunto que, a duras penas, uno no puede impedir que lo turbe y emocione. Aunque no se crea que es un dios el reo acompañado de tanto infortunio desbocado.

Y junto a todo esto, que es tan respetable y sorprendente, y que arranca desde el centro mismo de los seres humanos, convive y contamina otra escandalosa realidad. Y es que al parásito amparo de lo que corresponde a la índole más impenetrable de los hombres, y que hunden sus raíces en lo atávico y ancestral de nuestra existencia, la mofa se hace sublimemente ofensiva. Pues, ante esto, que  merece la mayor consideración, se yergue la burla terrible y deleznable de quienes utilizan la fe hermética y sincera de las gentes para propalar, sostener y agrandar una farsa que ellos, impúdicamente, han manipulado para provecho de su holgada subsistencia y perpetuación de su insaciable poder. Me refiero, claro está, a los eclesiásticos infames que, manoseando textos universales y enunciados morales -patrimonio del espíritu humano- montan sus circos más aberrantes y particulares, y convierten -en este caso- al noble “Ajusticiado de Judea” en un pretexto para sus desatinos, falacias y trapacerías. Y así: lavan los pies a sus selectos clérigos, cual comparsa de un drama bufo, en jofainas de repujada plata. Pretenden emular así aquella entrañable acción, llena de simbolismo de entrega y humildad, que hizo “El Maestro” con la docena de sus desarrapados apóstoles. Pero además, pasean por los ábsides de sus templos, cual escenarios de teatro de ópera, con arreos de un lujo insultante: báculos y cruces de oro y pedrerías; sedas, armiños y rasos exquisitos; palmas rizadas (de importación), velas, inciensos y arreglos florales injuriosos por su profusión, exclusividad y costes. Y todo ello bien iluminado, aromado y armonizado cual magno espectáculo. Mientras, blasfemamente, se les llena la boca con referencias a aquel pobre Cristo, prendido, destrozado y muerto por clamar contra el abuso, la injusticia y la farsa que latía en su tiempo. ¡Tamaño escándalo; burla maldita; cinismo persistente! ¡Burda e incalificable blasfemia!



Tal vez sea hora de que quienes creen en El Nazareno -el que ellos cuentan-, se aparte de inmediato de ellos. Pues yo no sé a ciencia cierta si Jesús existió o no existió. No sé si Él es Dios, el Hijo de Dios, un Profeta, o simple y llanamente un hombre coherente y santo -lo que ya no es poco-. Lo que sí sé, por pura congruencia con lo que ellos mismos dicen sobre Él, es que, si de nuevo apareciera, los despreciaría con todas sus humanas o sobrenaturales fuerzas. Pues que dicen que dijo:

 “Mi casa es casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones”.  

j. y. 


Y para apoyar lo dicho, os invito a que os enteréis  sobre cómo se ha gestionado ese programa de la RAI en el que el papa ha contestado a siete preguntas, en el mismo día y a la misma hora que dicen que Cristo expiró.

No pongo el vídeo porque me parece el insulto más grave que se le puede hacer al Crucificado.

1 comentario:

  1. Es un placer volver a leerte, además el tema es muy adecuado y apropiado a los día vividos recientemente, quizá por eso...?.
    Por supuesto todos nosotros somos fruto de una cultura impregnada del sentimiento y la tradicción cristiana no tenemos derecho a renunciar a nuestras raices, no obstante siempre nos pintaron esta historia como camino a seguir, como ejemplo y paradigma del buen ciudadano, incluso ahora..., creo que en algunos ordenes de nuestra vida debemos seguir siendo fieles a las enseñanzas de ese catolicismo rancio, utilitarista de los mitos cristianos. Como siempre éstos, los católicos, lo hacen para consolidar o conseguir sus propios objetivos y desde luego éstos nunca o en pocas ocasiones coinciden con las prédicas o doctrinas de Jesús, por supuesto si éste volviera los despreciaría y los aborrecería sacándoles a latigazos de su discurso.
    La hipocresia y el fariseismo creo que han sido pecados desde que Jesús predicaba.Hoy son evidentes para nosotros, pero tanto ahora como antes la cuestión crematística está por medio. Salud

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