sábado, 30 de abril de 2011

(13) LAS CABRAS, PERICLES Y LOS LAPSUS LINGUAE.




Muy poco tiempo antes de ser todos notorios y entusiastas demócratas, dos millones de enfebrecidos españoles aclamaban al dictador en La plaza de Oriente.



Dice la sabiduría popular que “la cabra siempre tira al monte”. Es este un mamífero de curiosa apariencia. Desde su inspiradora cara que nos recuerda la animalización de algún personaje abichado de Molière o al Don Tacañón del legendario concurso televisivo  “Un, dos, tres”, hasta su esbelta figura dispuesta siempre al salto o a la trepa, este animal encierra en sí un sinfín de insinuaciones insólitas y chuscas. La barba de los chivos, las tetas henchidas, negras y puntiagudas cual lanzas discordantes, los ojos de miel rayados verticalmente, siniestros y diabólicos, la cola lacónica e inquieta cual un pequeño roedor que jugara incansable sobre el polisón de sus seguras ancas de meretriz coqueta; todo es gracioso y sugerente. El diablo también dicen que gusta disfrazarse de macho cabrío, y hasta se asegura que las brujas tienen apariencia de siniestras cabras sublimadas. Incluso la Legión tiene como tótem su cabra. Y existe además el chivo expiatorio: el que repara, compensa y purifica; “ahí es na”.
De otro lado las cabras tienen en sí ese su afán consustancial del risco y la acrobacia. La peña más afilada y peligrosa, el farallón más pelado, la cresta o el despeñadero más complejos; esos son sus lugares elegidos. Es este un animal de atalaya y pretensiones cúspides, de riesgo e indocilidad, de huída hacia arriba e independencia vertical y tozuda. Por eso resultaba un sarcasmo cruel y deleznable aquella estampa macabra del pobre cuadrupedus subido en la escalera en la encrucijada de dos calles de barrio, mientras el del saxofón reclamaba, con sus músicas rudas y descompuestas, la caridad de algunas calderillas por mor de la contorsión del gimnasta animal. Menos mal que el sentido común a veces hasta evoluciona con el pasar del tiempo.
Pues bien, tal vez por eso, o vaya usted a saber por qué, en no pocas ocasiones yo haya utilizado en mis fueros internos el comportamiento de ese esclarecido bruto, para explicarme a mí mismo en qué consiste y cómo se comporta ese vendaval interior que tanto me zarandea y desasienta a diario y sin previa advertencia. A ver:
Uno es el que es, eso no es posible ni dudarlo. El peso de la genética es como un cuño que nos tiene marcados; un tatuaje que nos define y decora, lo queramos o no. Hubo un tiempo en el que yo -ingenuo o simplemente joven- me creía que todo estaba en mi mano, que sólo la reflexión, la voluntad y el esfuerzo eran suficientes para poder lograr cambios profundos de carácter, actitud o estructura. Pues no. O al menos a esa es a la conclusión a la que yo he llegado hace ya algunos años. Uno es el que es. Vamos, que uno tiene en su propio aprisco el rebaño de cabras que le han asignado los dioses del misterio y de la génesis. Y ese es el que ha de pastorear y tener en orden y control, y de nada sirve que no le guste, le incomode o le resulte indócil, altiva o insolente la piara.
A esas cabras interiores nuestro rabadán puede tratar de ponerles freno y vigilancia, seducirlas con mimos y caricias, ofrecerles alimentos jugosos para que no anden en desmanes ni huidas, y estén a buen recaudo. Puede uno hasta tratar de hipnotizarlas con la ayuda de una bucólica flauta de pastoriles trinos. Al final, sea cual sea el modo, habrá de ponerles riguroso guardián y cuerda corta, pues que sabido es que son proclives al desorden y a dar la “espantá” a poco que les quites el ojo o el grueso del rebaño se escore o desalinee.
Pero, sobre todo, uno ha de conocer, cual buen pastor, a su rebaño, saber de qué pezuña nos cojea y, a su tenor, cuidar su paso y su salto, su berreo y su  trisco. Hasta ahí es a lo más que podemos llegar: a estar al cabo de la calle de nuestros rotos y descosidos, y tratar de mantener a raya a nuestros desmanes, bufidos, pifias y desafueros. De ese modo podremos soportarnos a nosotros mismos y hacernos soportables a los que nos rodean. Lo demás tal vez sea cuestión de bioquímica, recodos ignotos del cerebro y enigmas que se escapan al lerdo conocimiento de cuanto somos y cuanto nos envuelve.
Es verdad, pues, que en no muchas cosas de nuestro meollo estructural podemos influir, pero sí en algunas. De estas sí somos responsables y, por tanto, de estas debemos rendir cuentas aunque sea en la plaza confidencial de nuestra privativa conciencia.
Llegados hasta aquí, os propongo dar un salto puramente caprino; una especie de pirueta de la que -ya veréis- más adelante pondremos pie en tierra. Un poco de paciencia y mucha confianza.  (Gracias anticipadas por ello).
Cuando yo andaba retozando por los tiempos de la Clásica Grecia y me enredaba en hurgar en Pericles y los pasos inciertos e iniciales de la democracia, me sorprendió un descubrimiento, por otro lado, de obviedad aplastante. Yo había creído que en aquel momento de digna referencia, el concepto y el espíritu demócrata estaban plenamente entronizados y claros. Que eran aceptados por todos y todos los respetaban porque era el hallazgo más caro y luminoso de su tiempo, y un regalo encomiable para el género humano que poblaría el futuro. Pues no. En aquel tiempo de sutiles aromas filosóficos, la democracia, aun asentada, proclamada y loada por la mayoría, era objeto de astucias, tretas y subterfugios varios. Su implantación era algo sumamente elegante -eso sí-, virtuosa,  además avalaba un grado de justicia claramente ensalzable: La decisión de la mayoría debía ser más justa que la de cualquier gobierno oligarca o la de todo cacique imperioso. Sin embargo no todos estaban dispuestos a creérselo. Esto es; que la mangoneaban con impúdicas mañas y tuertos intereses.
Desde entonces el mundo ha dado numerosos traspiés. Ha ido y ha venido, ensayado un sinfín de formas de gobierno. Tras todas esas mudanzas, arribos y naufragios muchos son los países que han recalado en las ensenadas, con apariencia idílica, de los gobiernos libres y demócratas. No es que ingenuamente creamos que en la decisión de “la mayoría” reside la verdad infinita. Lo que en tiempos de comicios llamamos “mayoría”, en otros ámbitos y consorcios sociales lo denominamos prosaicamente “masa”. Y mientras un término goza de todos nuestros rendibúes el otro (que se refiere exactamente a los mismos) tiene una connotación un tanto vulgar y negativa. Sabido es hasta qué punto son fácilmente mutables las opiniones de las gentes desde los todopoderosos medios de comunicación, para que como papanatas creamos en panaceas o ensueños. Pero es lo que hay (como ahora dicen).
Pues bien, pongamos pie en tierra. El método democrático no es un método infalible. Pero la regla democrática, cuando se ha aceptado, es de cumplimiento obligado. Quizás por esto se dé en la realidad la cohabitación de quienes creen en ella y de quienes la detestan, estando todos dentro del mismo bombo; participando en la misma timba, boliche o carrusel de feria. Sí, no es para espantarse. En nuestro espectro político y social, en nuestro reino bien amado de la España de hoy, hay muchos que no creen ni aceptan en su fuero interno esta regla soberana de juego. Están apostados cual tramperos furtivos pues no tienen más remedio que tragar esa medicina lenitiva y amarga, pero, si bien pudieran, no dudéis en que darían de inmediato una patada en el molesto charco o un puñetazo fiero en la maldita mesa. Tras ello, volverían felices a las siniestras andadas de un tiempo que para ellos fue infinitamente mejor y más fructífero, pero que para otros mejor no recordarlo.
Tal vez por eso, porque no creen en ello, es por lo que en no pocas ocasiones, las cabras se les vuelvan nuevamente a escapar hacia el monte. Tal vez por ello, a veces, si uno mira con un poco de detenimiento, en sus acuerdos, expresiones y comportamientos hay un viso de incoherencia que hace sospechar el desajuste. Tal vez por ello, a veces, se les caliente la boca y sean víctimas de un lapsus linguae que deje boquiabierto al auditorio. Auditorio que es incapaz de creer que fauces u hocicos tan selectos hayan sido capaces de proferir burradas tan tremendas. Veis: otra vez se escaparon las cabras. Después piden disculpas, pues ¡faltaría más! Eso es lo mínimo aceptable. Y bien está que se les admitan por la buena concordia, por aquello de que “rectificar es de sabios” o de “listillos”, y por lo de que “el que esté libre de culpa tire la piedra inaugural”. Pero, no vayamos a engañarnos: uno es el que es, ahora y siempre, sea ciudadano de a pie, letrado, ilustrísima o alcalde dignamente investido.
 Y es que la estructura personal es algo más profundo que hay que trabajar en solitario y nunca obedece a modas ni a útiles coyunturas. Ser demócrata es algo realmente, si no difícil, al menos arriesgado. Es saber que tu voz y tu palabra vale exactamente igual que la del otro, aceptar que tu voto es exactamente igual del de aquel al que tú, desde tu apreciación, crees inferior o mucho más inculto y menos informado; que la “masa” impondrá sus gustos, preferencias y variables criterios, y que gobernará aquél a quien quiera el pueblo al unísono. ¿Duro, verdad? Pues, claro: duro. Pero es lo que hay amigo mío. (De nuevo recurro a esta expresión de cuño palpitante).  
Pero al igual que hay muchos que no creen ni aceptan a la democracia, pero que jamás lo dirán en un espacio abierto (salvo que se les salte la traicionera válvula), también hay muchos más    -muchísimos- que no creen en la igualdad de géneros, ni en el respeto al otro, ni en la libertad con mayúsculas, ni en la dignidad de todos, ni en que el mundo es el solar común y las fronteras de un país o el nacimiento ocasional no nos otorgan derecho de posesión alguno.
No, no nos engañemos. Es bueno que haya tantas maneras de pensar como seres humanos. Es enriquecedor que sea así y así lo registremos por respeto al derecho de todos. Pero resulta imprescindible que cada cual ostente lo que es en sus aspectos públicos, que todos lo sepamos y que, así, calibremos con certeza quiénes somos y cuánto nos queda aún para convertirnos en humanamente adultos y en socialmente dignos y respetables. Pues que, todo, salvo lo que es violento u ofensivo, cabe en una discusión serena, cívica y demócrata.  Esto es: con las cabras personales en orden.  

 j. y.  

1 comentario:

  1. Mientras superviso los deberes de alguien que, a su edad, no debería tenerlos: [setenta y cuatro más trece, ochenta y siete.]

    Mientras, a la vez, rehago cierto escrito, uno de tantos que últimamente me acosan sin parar, con plazos ineludibles, legalmente tasados y prevaricadoras amenazas.

    Mientras consigo a duras penas enviar un correo importante, porque el módem más cercano está a quince metros de distancia.

    Mientras hago todo eso, no puedo evitar abrir una cuarta ventana para echar un vistazo, injustamente precipitado, a un mundo menos pétreo y más reflexivo. Es la ventana que da entrada a este blog. Y es que la cabra tira al monte.

    Un abrazo.

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