¿Acaso ha dejado de importarnos el ancestral asunto de la eternidad?
(Noméling. "Al filo de la eternidad")
Ya sabemos que vivimos un tiempo tremendamente convulso y espantoso. Tanto es así que, a poco que nos detuviéramos y tanteáramos con empeño a nuestro alrededor podríamos quedarnos realmente pasmados contemplando alguna de las infinitas ferocidades que nos asisten un día sí y otro también. Tal vez por eso ni nos detenemos y ni siquiera miramos a nuestro amenazante entorno. La aceleración, por paradójico que pudiera parecernos, es un auténtico seguro contra el vértigo social que nos circunda. Correr parece que se impone como algo necesario; qué digo necesario: como imperativo para la subsistencia. La velocidad es nuestro redentor amable.
Pero también lo es la ceguera; su copiloto en este atolondrado rally. Ante el artesonado profuso de la atrocidad, entornar la mirada, otear de soslayo, mariposear con la vista sobre el surtido de miserias a la venta, abrir los ojos como platos y cerrarlos un instante después, es un práctico y apaciguador recurso. Es una fórmula eficaz contra el diluvial espanto dominante, ya que si lo dejamos jarrear a sus anchas, podría calarnos hasta los mismos huesos, y eso nos resultaría palmariamente incómodo. Hemos aprendido a sobrevivir bañándonos entre las aguas tibias que nos facilitan inventos tales como las ONGs. Así la clemencia desde el sofá apacible de nuestro salón nos reconforta y deja bien tonificados durante algunos meses. La tragedia ajena vista a través del monóculo rosado de la caridad es, a todas luces, otra cosa; dónde va a parar.
En toda esta puesta en escena nos echan una mano los todopoderosos Medios de Comunicación con su enloquecido y voraz consumo y deglución de siniestras noticias. Es un pacto tácito que hemos hecho entre ambos. Veréis, la cosa va así: ellos nos pegan el gran susto (cual intendentes de nuestra adrenalina) con el horror de turno. Nos presentan la barbaridad de la manera más cruda e impactante. Acto seguido, nosotros les atendemos casi fervientemente haciendo muecas de pasmo y amplios aspavientos. Y, para completar el diabólico anillo, ellos nos recompensan sustituyendo de inmediato la noticia esquilmada o a punto de caducidad por otra ya más fresca y, si les es posible, presentada de forma más neurálgica y más espeluznante. ¡Y que esto no decaiga! Se trata del carrusel sempiterno del morbo.
Son juegos de los tiempos presentes; sales de baño y nacaradas espumas; bálsamos y aguas de colonia, para el año 2011 después de Jesucristo, en tierras de Occidente. Entretenimientos perversos con los que la humanidad de nuestros días soporta el paso aterrador del tiempo flácido y ramplón en que nos disolvemos. Así, consumimos masacres, guerras, terremotos, aberraciones, abusos, fraudes, tiranías, crueldades, atentados, juicios; violencias todas ellas vestidas con trajes variopintos. Y lo hacemos sin exclamar más que un ¡hala! que dura un instante, aunque eso sí, acompañado con ese gesto que tenemos acuñado para decorar, como se debe, los horrores y duelos. Un traje para cada ocasión; como mandan los cánones del vestir elegante.
Mas si miramos hacia nuestro pasado; si revisamos con un poco de objetividad la historia, veremos que el ser humano siempre ha sido así. No han existido tiempos mejores ni peores. El dolor de unos y la indiferencia de otros (aun con los matices que aporta el astuto cinismo) se han dado las espaldas, y en una trabazón extraña y retorcida, siempre sin mirarse a la cara y como a tientas, han danzado en el baile macabro y procaz de la falacia pérfida.
Pero volvamos de nuevo a nuestro tajo.
Quizás lo que sí podamos asegurar es que, cuanto más velocidad exterior hay en nuestras vidas, también se ha generado más ruido y atropello en nuestro entorno. Un ruido fragoso y chirriante que, a su vez, y cual fenómeno extraño, nos produce más y más silencio de puertas para dentro. Pero no, no confundirse. No se trata del silencio apacible que regula y conforta las alcobas o aposentos del alma, sino de ese silencio plúmbeo que trae pegado a sí el abandono, la desidia, la vaciedad y el miedo; una poliafonía sepulcral que nos aterra.
Vivir conscientemente es un fenómeno extraño. Un fenómeno intruso aunque nos sea tan común a todos los que sufrimos el mal de la razón; a todos los humanos. Entender y encauzar esta existencia nuestra que camina inexorable hacia la muerte nos suele impedir atender multitud de otras perspectivas dichosas. Sobre todo la que consiste en disfrutar y amar lo que tenemos. Y es que, desde que este ser -bicho minúsculo y ridículo en medio del cosmos infinito- al que llamamos hombre tuvo conciencia de que ya estaba “siendo”, de inmediato supo que también había de morirse. Y ahí empezó el lío y la penuria. Esa especie de inmolación perenne que, como amante fiel, nos corteja siempre que somos consecuentes.
A diferencia del resto de los animales (ya se ha dicho en otras ocasiones), que no presienten ni trazan su destino, sino que únicamente se procuran la vida y aceptan inconscientes su futuro, el hombre sí elucubra sin tregua sobre su incierto y adusto devenir. Sufre por ello, pues no es capaz de aceptar con naturalidad el hecho inapelable de su fin. Por eso, de inmediato, “el homo elucubrante” hubo de inventarse y formular la receta de su inmortalidad, pues que le resultaba inasumible ese desprecio colosal que suponía el hecho de su ocaso in perpetuum.
A partir de ahí, todos sabemos cuántos esfuerzos ha hecho la obstinada humanidad para garantizarse la vida de ultratumba. Entre esos esmeros denostados está el invento de las religiones. Y acto seguido su captura y explicitación en el arte. Ante ese enorme vacío que la razón no puede rellenar, el creyente inventa metáforas y las acicala con cuantos aderezos le aporta su cultura, su tiempo, sus ancestros, y la ilustración ansiosa de su mente aterrada. A su vez, el agnóstico, a quien no le convence embarcarse en esa trama que él llama maraña, se queda perplejamente mudo. Desde los postulados del uno a los del otro, el arco iris se puebla de abundantes matices; tantos como infinita es la necesidad que lo ha trazado. Así, simbolismos y estupefacción, son dos modos igual de válidos y consecuentes (o de inválidos y fútiles) para tratar de detener el flujo imparable hacia la nada que nos lleva a todos. Dos vías, tal vez, igual de inconsistentes. Porque -lo afirme quien lo afirme- esa incógnita de lo sobrenatural no la ha resuelto nadie. Quizás porque no pueda nunca resolverse o porque ya esté resuelta, y sea su resultado nítido el que nos negamos a aceptar por brutal y abstruso. Unos y otros podemos apacentar tantos vientos como quieran nuestros particulares pálpitos, y ampararnos en ellos. Ese es nuestro derecho y nuestra carestía. Pero, salvo eso… sólo existen los puntos suspensivos; la interrogación más vacía ¿?; el gesto que denominaríamos poner cara de póquer.
Seguimos alentando.
Durante mucho tiempo ha habido (y hay) quienes han capitaneado la promesa del irrefutable “más allá”, la administración del edén, nirvana o paraíso prometidos. Así han hilvanado y puesto a su servicio figuras luminosas, textos divinizados, verdades reveladas; prodigios, quimeras y milagros contundentes; virtudes y pecados, normas, mandamientos y ritos; ceremonias, dogmas, iconos y liturgias. Toda una ostentosa batería; un utillaje infausto; un ajuar o un menaje propicios al convite. Banquete en el que el discípulo necesitado cuente con los elementos precisos que edulcoren o nutran su angustiosa gazuza.
Mas si indagamos, aun de forma somera, nos daremos cuenta de que todas las religiones, al menos las teístas, tienen multitud de aspectos similares. Podríamos asegurar que unas han copiado de las otras esencias y elementos de su santa tramoya. Y claro que es así, pues, en su quid, todas son una sola. Porque todas intentan responder a la misma y única demanda, y lo hacen con parejos recursos de salvas y confetis. Únicamente el momento histórico, los rasgos y costumbres o los contextos de aquellos a quienes fueron dirigidas en sus respectivos inicios las diferencia un poco. Incluso las monoteístas suman un nutrido batallón de figuras semisagradas que pueblan y acompañan la cortesana realeza del dios astro y regente (politeísmo oculto).
Y digo dios regente, porque es de ese dios del que se afirma que ha elaborado y construido el mundo, del que se asegura que gobierna la venidera gloria, quien pastorea a su rebaño en la tierra con el cayado de sus normas y leyes, y en cuyas manos está exclusivamente el destino del hombre (destino frecuentemente repleto de inconcebibles y gratuitas maldades y desgracias). Ante tanto acoso e imperialismo férreo -aunque sean divinos-, el hombre del siglo XX se rebela. Se revuelve dentro de su pellejo porque no está dispuesto a tolerar la opresión sea cual sea su origen, su clase o su alcance. Y al grito audaz y vanidoso: ¡antes muerto que esclavo! (aunque sea de un dios), se pone manos a la obra a construirse su propio paraíso con sus pautas y reglas. Y claro está, para ello se apresta a levantarlo en el único solar con el que cuenta: el de aquí y el de ahora. Sabiendo, además, que sus días no están garantizados. Altivez excesiva dicen muchos.
Y así, de inmediato claman algunos, perturbados ante tanta desafección, arrogancia y desbarro. Se atrincheran otros en las zanjas de los fanatismos sin dejar de hacerse cruces, lunas o mesarse los peyes (tirabuzones) por la profanación. Corren despavoridos muchos en busca de los santos auxilios que retornen el tino y la sensatez ante tanto dislate premonitor del caos del espíritu. Pero el sol se pone cada tarde y vuelve a renacer con el siguiente alba, ajeno a tanto cerote de conciencia. ¿Será que el vero dios -muy lejano de esto- no se ralla por ello ni le da importancia?
El hombre del siglo XXI, aburrido e incapaz de aclarar el enigma del después de la muerte, ha optado por ignorarla; esto es, no quiere pernoctar a diario con ella ni llevarla consigo al bar, al cine, la playa o la oficina. La encarará cuando llegue su día como dicte el momento. Mientras tanto se la echará a su espalda y la despreciará, ignorando, a su vez, el reino prometido. El, hasta ayer obsesionante e irreprimible deseo de inmortalidad queda así obsoleto , arrinconado y solo. ¡Quién podría pensarlo!
Y, en un alarde de explosión tecnológica, deja a un lado la fascinación que le causaba la enorme basílica, con sus altas columnas y bóvedas nervadas, sus vitrales radiantes de irisaciones múltiples, sus pasmosas imágenes, sus oros, sus cuadros y sus joyas. Apaga o atenúa la luz de las liturgias y su incienso. Ironiza sobre los ornamentos, los ritos y los rezos paposos y engolados. Le suenan a trasnoche los rumores del órgano, las voces blancas y el runrún de las salmodias o de las letanías. Le vienen bien estos barrocos ceremoniales; estos escenarios magníficos para decorar y signar sus eventos sociales. Pero, tras ello, los deja y destina a almacenes de arte, a auditorio de música o a reducto de beatas y viejas, meapilas y cándidos.
Es como si hubiéramos dejado al dios de siempre en la recámara, en el trastero, en el cuarto de máquinas, por si algún día, cual trasto viejo en desuso, lo necesitáramos. Y todo se resume en lo de “yo sí soy creyente, pero no practicante”. Vamos, que hoy se cree en dios como en las meigas: “¿As meigas? Haberlas hainas. O caso é dar con elas”.
Y para sustituirlo, el moderno urbanita, levanta sus grandiosos eventos en estadios inmensos. Se parapeta en miles y miles de decibelios, en toneladas de atrezo, en parafernalias y corolarios sorprendentes de luz, pirotecnia y efectos audiovisuales. Y claro está, inviste a sus dioses. Los hay del futbol, del cine, de la canción, del arte. La suplantación está diseñada a trazos inmensamente gordos, pero está diseñada. ¿De qué nos sorprendemos? Religiones milenarias y fundamentadas han cedido el paso y el lugar a otras y duermen, sepultadas, en el total olvido.
Y ante tal realidad, nuestra pregunta es: ¿Cuál será, entonces, el dios de nuestros hijos?
j. y.
Cuando la sencillez perdura







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