Dejemos que la cordura humana diluya poco a poco aquello que pertenece al hondón de los tiempos.
Dicen que el rey Minos tenía su sede en la mediterránea isla de Creta. En ella asentaba sus reales posaderas con pleno y absoluto poder, tras deshacerse de sus hermanos. Hasta allí lo había conducido su mentor, el rey Asterión, quien al parecer lo alimentó a sus pechos como amorosa nodriza protectora. Zeus y Europa lo habían parido y echado al mundo inclemente. Y él, a su vez, ayuntándose con la bella Pasífae (quien al parecer era algo casquivana y muy proclive a los coitos extraconyugales), había dado genes y existencia a Ariadna, Flauco, Fedra y otros cuantos retoños más, para no dejar huera su imperial y avariciosa estirpe.
Dicen que hasta la hermosa Creta fue conducido el arquitecto Dédalo. Hasta allí se lo llevó el afligido y cornúpeta Minos. Se trataba de que le construyera un edificio para recluir a Minotauro, un hijo de su mujer habido en circunstancias muy, pero que muy especiales. El asunto había sido así: Minos afrentó a Poseidón, sin que se especifique en qué forma lo hizo. Poseidón, dios de las profundidades marinas, se vengó en Pasífae, y no se le ocurrió otra cosa más que hacer que ésta, ya de por sí predispuesta a cualquier contubernio rijoso y libertino, se enamorara de un toro blanco que había sido indultado y devuelto a los corrales -vaya usted a saber por qué- desde el tabernáculo de sacrificio ritual muy sonado.
Desesperado Minos por el fervor que su dilecta esposa le dedicaba al susodicho cornúpeta albino, y harto de que a él le crecieran las cornamentas de manera asombrosa, no le vino al caletre más que esta disparatada idea. Disparata tras de disparate. Construyó una vaca de madera, tan real, que hasta la dotó de un orificio generoso en “semejante parte”. Dentro de aquel armazón de tablas encajonó a Pasífae quien, aprisionada en tan tirana jaula y con el furor uterino al rojo vivo, se las ingenio para que el toro la montara con brío de mozalbete lúbrico, a través de aquella cala horadada en el listón trasero. De ese bravo lance de cópula incendiaria nació Minotauro; un hombretón con hechuras de torre y una testuz monstruosa de bóvido arrogante coronada con soberbios pitones cual faros luminarios nunca vistos.

Dicen que, sucedido así. Minos le endilgó el asunto de enclaustrar su deshonra al buenazo de Dédalo. Y este, sumiso y complaciente con el rey afrentado, le construyó un edificio de forma laberíntica para que en él viviera el monstruo susodicho. Pero se ve que el corazón de Minos no era, a la postre, tan perverso como se murmuraba, y eso le llevó a apiadarse de aquella bastarda criatura. Y, para entretener al bravío cuadrúpedo, hasta allí le llevaba, cada año, a los siete jóvenes más atléticos y apuestos y a las siete doncellas más doncellas de la vecina Atenas. Y es que Atenas, por entonces, debía pagar semejante tributo anual a la fiscal y arancelaria Creta. Esta remesa de mocerío lozano era para que el astado se entretuviera empitonando humanos y no le diera por pendencias más lúgubres. Tal tributo quedaría saldado si uno de los jóvenes lograba salir del laberinto burlando al vil morlaco.
Aquí es donde entra Teseo en el asunto. Aunque para resumir la cosa diré que, este apolíneo joven se sirvió de su encanto de acróbata taurómaco para embobar a la férvida Ariadna (de ahí nos viene lo de araña). Y con miradas pícaras y sonrisas procaces la encandiló para que ésta le fuera dejando una interminable hebra de su ovillo de lana y así poder dar con la clave de vueltas y revueltas, calles, encrucijadas, pasadizos, portillos y troneras por las que se accedía a la salida de aquel malvado dédalo. Así fue como Teseo, el hijo de Egeo rey de Atenas, se las piró del antro y canceló la gabela entre Estados, y luego, de la moza benefactora y cándida, si te he visto no me acuerdo, y a otra cosa mariposa, que la vida es efímera y hay que aprovecharla.
Pues bien, venga de ahí o de otras latitudes de las nebulosas hilaturas del pasado, lo cierto es que parece que el taurino mar mediterráneo vino a tender su capote de oro y grana sobre esta piel de toro. Pues que los movimientos telúricos quisieron dotar de semejante forma orográfica a este reino nuestro. Caprichosa que es la geología. Caprichosa y cómplice, parece.
No es que yo busque apoyos  o razones que pudiéramos llamar inmanejables para sacar al ruedo este asunto siempre actual de nuestra tauromaquia. Diré, para entrar de lleno en la brega, sin ni siquiera hacer el paseíllo, que siempre me ha fascinado la estética de este peculiar espectáculo, que no sé quién dio en llamar “la fiesta nacional”. Así, las cinco de la tarde se quedaron clavadas en el reloj hermosamente trágico del poema de García Lorca. Así la fascinante ornamentalidad de oro y seda de la lidia, en toda su peripecia de cromatismo, sonoridades y susurros, se prendió en pasodobles, lienzos de Goya, de Julio Romero o de Picasso, y renglones magníficos, tanto de Hemingway como de otros virtuosos, que quedaron obnubilados por un espectáculo ceremonial que hunde sus raigones en los recovecos más arcanos del ser y su existencia. (Aquí, de forma voluntaria, quiero olvidarme de un escritor contemporáneo y patrio, de inicua actualidad hace sólo unas fechas, a quien, sencillamente, no me da la gana citar, aunque lo que haya dicho sobre la tauromaquia sea -debo reconocerlo- casi un puro y sagrado sacramento). 
También el cofre atesorador del diccionario se nutrió a fauces llenas de vocablos sinfín a cual más exquisito sobre este hacer ceremonial que llamamos el noble “arte de Cúchares”.
Venido hasta aquí, yo me detengo y me bajo del carro. Durante otros tiempos me permití asistir a festejos taurinos y me dejé empapar con enorme recreo de ese su deslumbrador requiebro de belleza, crueldad, instinto primitivo y danza virtuosa; terrible y fascinante al mismo tiempo. No sé bien explicarme por qué, las corridas de toros lanzaban hacia mí tales esencias. Pero hoy, pisando las primeras losas del siglo veintiuno, algo me dice que uno no debe andar buscando sensaciones excelsas si hay sangre y crueldad por medio. Espantoso es siempre el lienzo que ha de ser tintado por la sangre, y hora es -se me ocurre- de que comencemos a “cortarnos” un poco en el consumo desmesurado de violencia, crueldad, sadismo y muerte. Y eso, sea quien sea, al que se sacrifique.
He visto, cómo no, despescuezar a gallos en populacheras cabalgadas feriales en la que los mozos más bizarros confiaban su hombría y capacidad de seducir a las “maritornes” locales o de los aledaños. He sabido de defenestraciones de cabras, pavas o perros desde alturas atroces, mientras la horda festejante echaba las campanas al vuelo y lanzaba los cohetes proclamando convites y días patronales. Sé de peleas a muerte de gallos a quienes, por si no fuera suficiente la instigación de sus sanguinarios adiestradores y apostantes, se les añaden espolones de acero para mayor estrago. He oído hablar y visto en el cine reyertas entre perros instruidos para la carnicería y el despiece del otro. Y he asistido, cuando niño -menuda academia- a cacerías en las que la diversión era y es perseguir y dar muerte, a tiros y con perros, a animales que no hacen otra cosa que huir despavoridos para salvar sus vidas. Inexplicable éxito y lúgubre laurel; vaya una excelsa manera de amar el campo y a la naturaleza. (Aquí es en el único punto en el que nunca entendí al gran maestro don Miguel Delibes a quien venero sin otros paliativos).
No voy a olvidarme del pancracio olímpico (lucha hasta la muerte), ni del boxeo, ni de la lucha libre; eso que hoy es como una mascarada de ornato esperpéntico. Tampoco voy a pasar por alto a la guerra en toda su atroz variedad de modos, modas o facetas, ni a los martirios por muy premiados con “beatíficas palmas” que estos hayan sido, cuando se han convertido en vehículo directo hacia la santidad o los diversos paraísos ofrecidos. Para mí siempre la guerra es, se dé donde se dé y enfrente a quien enfrente, civil y aberrante, y la tortura y la autoinmolación, se reciba en nombre de quién sea recibida, y la aplique quien la aplique, una monstruosa atrocidad salvaje.
En el fondo -en la superficie también-, resulta que lo que aborrezco es la violencia en todos sus extremos, confines y diversidades. Detesto cuanto se consigue a través de la coacción, del dolor o el derramamiento de sangre. Y si resulta que además tales matanzas nos producen un ápice de regusto o complacencia interna, pues ¿qué voy a decir?: me promueven una sospecha íntima y me hacen indagar en lo que aún me queda (que no es poco) de irracional primate.
Es curiosa, sin embargo, la declaración pública que hacemos de la pérfida violencia. Nadie la defiende, y la gran mayoría la maldice cual si fuera la marca o el espetón del diablo. Se promulgan leyes y se inventan artilugios tecnológicos para atajarla. Se parcela en sectores y se la clasifica en modalidades. Se habla de “tolerancia 0” para algunos tipos de este virus contagioso e infecto. –Como si todo tipo de violencia no fuera igual de aviesa-. Se abren Ministerios, Departamentos y Secretarías. Se especializan Juzgados, policías, terapeutas y Centros. Y sin embargo se sirve a manos llenas a domicilio, en la pantalla amiga y en no poca literatura impresa. Desde los dibujos animados, tan aparentemente amables, con los que acompañamos los cereales y “el colacao” del desayuno, pasando por las películas más exitosas de la irreal galaxia adolescente, hasta llegar al sadismo gratuito de cine consagrado. Todo es violencia patria, continental y planetaria. Todo, violencia. ¿Cómo, pues, queremos luego que no arraigue, no conviva y no se nos pegue a la piel cual malvada soriasis? Difícil esquilmar lo que antes hemos sembrado con afán y avidez de atentos hortelanos. Paradoja, sinsentido o simple cinismo y desvergüenza de una sociedad que ha descuidado el norte.
No. Llegados donde estamos, debemos poner cerco a la violencia. Siempre ha sido compañera de la humanidad, resorte instintivo de la animal supervivencia. ¿Pero habíamos quedado en que nosotros somos, sí, animales pero racionales? Pues hora es de que nos preguntemos por qué sigue seduciéndonos aquello que encierra un germen de violencia; festejos taurinos incluidos.
Habrá quien aporte el simplista argumento de que también sacrificamos animales para nuestro sustento. Pues, planteémonos eso también, aunque al plazo que la cuestión requiera. Pero no lo dudéis. Cercano está ya el día en que alimentarse será cosa muy diferente. Y estoy plenamente seguro de que nos proporcionará una nutrición mucho más equilibrada, más sana y hasta más placentera. Cuestión de sensibilidad, ingenio y madurez humana, y no de burdo simplismo matarife.
j. y.
    
(Sólo texto, sin imágenes)


La moral humana depende en parte de épocas y de circunstancias. Afortunadamente, cada día que pasa, nuestra ética colectiva tolera menos la exhibición pública de la tortura.
ResponderEliminarHace días acudí a una conferencia en la que un honrado banquero (los hay) interpelaba a la audiencia pidíendole que, cuando se acercase a una sucursal para ingresar sus mil euros, se hicieran preguntas como ésta: ¿Qué se hará con mi dinero? ¿A quién se beneficia, a quién se financia con él?, en lugar de la consabida ¿Cuánto me das a mí?
Algo parecido se me ocurre al hilo de la fiesta nacional. Es una fiesta exhibida, pública, y, por tanto, valiente. No esconde la tortura, sino que la muestra, y la justifica en el goce estético que proporciona al espectador: ése es es su rédito adicional.
Hay en este mundo otras situaciones donde la tortura está encubierta, donde el maltrato no se exhibe, pero nos procura también un provecho, si no estético, sí al menos ornamental o gastronómico. Igual que ocurre cuando el banquero, que con una mano recoja nuestros mil euros, con la otra, sin decírnoslo y sin que se lo preguntemos, financie armas u opresiones diversas.
Mal en todo caso. Mal para quien, procurando un beneficio superfluo para el ser humano, agrega sin necesidad sufrimiento o dolor a otras vidas.
Pero, ojo. Ese mal oculto, que debemos denunciar del mismo modo que debemos preguntar al banquero no sólo cuánto nos pagará, sino a qué dedicará nuestro dinero, ese mal, digo, no justifica los males públicos, los males que, como la fiesta de los toros, se muestran aún abiertamente a cambio de unas cuantas monedas o billetes.
El arte, el valor, la estética, no pueden justificar nunca, ni hacerse prevalecer jamás, sobre el sufrimiento, la humillación o el escarnio públicos.
Y escarnio, y no otra cosa, es someter a una bestia a engaño deliberado, protocolizado, por parte de unos cuantos que desean verlo morir para, de paso, engrandecer la leyenda del valor de algún macho perteneciente a la especie dominante.
La fiesta de los toros (los toros), debe morir de muerte natural.
Conforme la sociedad avance irá despareciendo, viéndose envuelta en las brumas de lo antiguo, lo grotesco y atávico. Prohibirla cuando aún es moneda común, sólo sirve para crear bandos y odios. Es un error que la engrandece y prolonga su agonía.
Pero jalearla, pretender hacer de ella un bien cultural protegido por las leyes, es poner en evidencia lo poco culto que es quien tal pretensión sostiene.
A nuestros jóvenes ya no les gustan los toros. Sintámonos felices por ello. Y dejemos a esa fiesta, entonces, ir muriendo poco a poco, en paz. Mientras tanto, luchemos por conquistar, todos juntos, un poquito más de moralidad (mejor "ética") colectiva.
Luchemos porque a nuestros jóvenes tampoco les guste el dinero fácil, luchemos porque se pregunten siempre qué consecuencias tienen los actos que les proporcionan alguna ventaja. Luchemos porque esa sana aversión que sentimos cada día más hacia la exhibición pública del sufrimiento, se traslade también hacia lo más profundo, y podamos, todos, contruir un mundo mejor donde no se consienta a nadie la explotación ni la miseria, la tortura ni la humillación.
Ni siquiera aunque el tolerar todas esas lacras, nos permitiera a nosotros obtener un 0.25% de rendimiento adicional. Del tipo que sea.
Tanto el artículo como el comentario de José son dignos de un gran aplauso. Tu idea de dejar morir al toreo me parece la tesis más acertada sobre esta cuestión.
ResponderEliminarPienso que sería más enriquecedor si aquellos que atacan al toreo a bombo y platillo, criticaran para variar y beneficio de todos, la violencia en los medios de comunicación en general y la programación infantil en particular. Es una pena que el odio ideológico mueva una porción alta de las críticas hacia el toreo.
Un joven se "defiende" perfectamente de ir a una corrida de toros. Sin embargo millones de niños son bombardeados por un aura de violencia que los rodea de continuo y nadie dice nada. Creo que Javier es la única persona a la que he escuchado, cuando era pequeño y leído ahora tal crítica.