sábado, 30 de abril de 2011

(37) 11.2011 El final del monzón (4) La fiesta de la diosa viviente, y el hinduismo en Kathmandú.

La fiesta de la diosa viviente, y el hinduismo en Kathmandú.


(fotos: Pedro Tejedor.)


De nuevo el monzón hace enturbiarse y diluviar al cielo de esta vieja ciudad. Llueve como si ya nunca hubiera la posibilidad de que volviera a escampar y salir de nuevo el sol. Llueve como si la lluvia fuera consustancial con la lepra verde de los muros, las ventanas de madera renegrida, las viejas puertas desencajadas y los roídos pavimentos de rojizo ladrillo y cobriza pizarra. Llueve como si los elementales vehículos de transporte, bicicletas, parihuelas o carretillas, siempre hubieran estado barnizados por el brillo plateado que da el agua; como si sus gentes siempre hubieran vivido esquivando los charcos con sus livianas chanclas, sus pies descalzos, y guareciéndose las cabezas con brazos, plásticos frágiles o manos extendidas, tratando de sortear esas cortinas transparentes de agua que caen tercamente desde los tejados.


Tratar de visitar en este momento los templos hinduistas que plagan la ciudad es casi una torpeza de turistas ahogados por las premuras del calendario y el tiempo aprisionante. Cabe el peligro de pasar por los sitios de respavilón, hacer una exprés y maldecir entre dientes por la mala fortuna cosechada. Sin embargo, si uno se hace a la idea, le pierde el miedo al agua -tan sólo es agua- y se empeña en disfrutar a pesar de las inclemencias adversas, la ciudad, una vez más, se muestra espléndida, generosa y más seductora que nunca. A pesar de ser media mañana, la luz es como de final del día. Se diría que, incluso, la añosa urbe tiende ahora un manto de confidente intimidad para nosotros.



Kathmandú está plagada de templos hinduistas, la mayor parte de ellos construidos durante el siglo XVII. No me refiero a los grandiosos edificios, sino a los pequeños recintos encastrados entre callejuelas. A veces al final de una serie de callejones o de pasadizos estrechos un tanto tortuosos y lúgubres. Otras, como acostados en pequeñas plazas silenciosas. Se trata, en ocasiones, de exiguos reductos que nos recuerdan a un abigarrado patio de vecindad o a una corrala silenciada en las horas tranquilas de la noche o la siesta. Un rectángulo abrazado por un corredor de soportales con balaustres y vigas de madera, al que se asoman desde el primer piso, como tenebrosas damas recatadas, pero a la vez curiosas, una serie de bellas ventanas labradas y celadas con profusión extrema. Son obras de excelsa maestría que, como negras labores de prodigiosos encajes, protegen un misterio con rumor ancestral que nos atrae de un modo seductor e intrigante. Abajo, en el patio, multitud de deidades zoomorfas constituyen un universo místico imposible de ser descifrado y apenas intuido. El bronce de sus fundiciones tiene el lustre viejo de los miles y miles de veces tocado por el fervor y el ardor popular. Así, las altaneras águilas, los rotundos elefantes, las grullas patilargas, los monos, los grifos, las divinidades de múltiples brazos y posiciones de contorsionistas, los dragones, las flores y las torneadas rejas exhiben su dorado desgaste junto al gris metálico que hoy la lluvia patina de un modo inquietante. Todo brilla. La lluvia omnipresente lo unifica todo. Hasta el suelo desgastado y cubierto por la corteza de la manteca vertida en millares de ofrendas perdidas en el tiempo, y las flores ajadas, espejea y deja que se refleje en él el pálpito nervioso de las lámparas. El conjunto es extremadamente sobrecargado y confuso. Una demostración de cómo los creyentes quieren tributar a sus dioses; lo que nos hace considerar que para reverenciar a las divinidades hinduistas también nada parece suficiente (algo común a otras religiones).



Es evidente que estamos en la ciudad de las pagodas, las estupas y de los sikharas (en sánscrito, pico o montaña). El esplendor de la plaza Durbar nos habla de un pasado nepalí lleno de ostentosa grandeza. El monumento Kasthamandap dicen que está construido con la madera de un solo árbol (vaya usted a saber). El templo de Jagganath sorprende con sus figuras de representaciones eróticas en sus riostras, dando clara muestra de que el hinduismo cree firmemente en que el sexo es la vía más clara, firme y certera hacia la liberación del ser. Allí también está el palacio de la diosa viviente; la Kumari. Entrar en el recinto de esta enorme plaza es como dejarse suavemente diluir en el lascivo baño de vapor del tiempo. Ahora el ambiente es extremadamente bochornoso; milagros del monzón que tal como viene se va y se disipa. Un sol filtrado hace olvidar cualquier recuerdo húmedo y nos habla más de la perezosa génesis de una gruesa tormenta de verano. La vida fluye; se vende y se compra, se va y se viene, se ora, se venera, se observa, se mendiga y se espera. Sobre todo, se espera. Un árbol sagrado, cinchado por una construcción antigua que él se ha encargado de reventar e integrar en su aprisionadora corteza, congrega a su alrededor a muchos fieles ociosos y a un número considerable de bicicletas tiradas en reposo. Nos dicen que esta noche se celebrará la procesión de la Kumari. Ello nos intriga. Visitamos el palacio de la diosa. Se nos permite el acceso únicamente a un pequeño patio cuadrado al que se asoman hermosas ventanas talladas en madera oscura, tras las que intuimos a la diosa niña espiándonos. Un grupo de cuatro o cinco mujeres con saris de ácidos y vivaces colores y jofainas doradas apoyadas en sus desnudas cinturas, desfilan ignorándonos, inmersas en sus tareas de sirvientas domésticas. Seguramente están aderezando a la divinidad para su gran parada.


Aprovechando el tiempo que falta para la procesión. Visitamos la plaza de Patán, ciudad también Patrimonio de la Humanidad. Aquí se encuentra el Palacio Real más antiguo y famoso de los que hay en Nepal. Una vez más, apenas entramos, nos quedamos absortos, impresionados por la grandeza del lugar y su peculiar belleza arquitectónica. Pedro no sabe qué fotografiar; se queja de impotencia; va y viene nervioso; mira a través del objetivo de su cámara, enfoca y exclama. La belleza desborda. El grupo se dispersa atraído por el múltiple esplendor que, como una mancha de aceite refulgente, se despliega ante nuestros ojos de embelesados extranjeros. Cada uno busca algo para anunciar al resto como sorprendente hallazgo. Hay descubrimientos para colmar a todos. Atendemos aquí y allá, al reclamo que unos y otros nos hacemos. Yo quisiera traérmelo todo para mi casa, atacado por una especie de codicia infantil. Lógicamente he de conformarme con la desbordante impresión que ya se me ha colado y grabado muy adentro. A modo de suplencia, me esfuerzo en oler, en mirar, en medirme con los espacios, en dejarme circundar por el ambiente, en recoger y guardar todos los sonidos; el aleteo de las palomas, el murmullo asordinado de los transeúntes, el sopor intemporal de quienes están recostados sobre los monumentos. De pronto he vuelto a caer en la cuenta de que los nepalíes ocupan y disfrutan sus templos desde la libertad de su exterior, como lo hacen los pájaros; con esa dulce indolencia del vuelo y del posarse, del ir y del volver. Miro atento, y veo a hombres, mujeres y niños arracimados en ellos, dejando apaciblemente que el tiempo se evapore en una tarde serena e impalpable. Ser feliz debe ser esto: dejar que el tiempo se derrame a sus anchas. Una estatua de Krishna Mandir, con una rodilla en tierra y en posición orante, nos contempla desde un alto mástil situado en medio de la plaza. Tras él las nubes, oscuras y henchidas de inciertos pronósticos, viajan por un cielo infinito y distante.

      (El vendedor de carne)

Cuando la luz se va, nos dirigimos nuevamente a la plaza Durbar. El alto mástil, que marca el inicio de la fiesta y el final del monzón, se alza inhiesto en la plaza. Los carros con sus gruesas pértigas curvadas hacia arriba y con los tres ojos pintados en sus ruedas, que esta mañana esperaban aparcados, ya no están. Es la semana de la festividad de Indra Jatra, en la que la niña diosa recibe su baño anual de multitudes. Nos informan de que el cortejo procesional de la Kumari ya ha comenzado. El ambiente es festivo y desbordante. De nuevo la calle hierve en exaltación y en popular bullicio. Las gentes se arraciman en todos los lugares. Cualquier parte es idónea para apostarse y aguardar el paso de la pequeña diosa. El colorido de los vestidos femeninos decora un atardecer templado y exultante. De nuevo el tiempo no parece importar; la espera se intuye casi infinita. De vez en cuando se aproxima un tramo del deslavazado cortejo. No es nada majestuoso o férreamente organizado, sino algo vivido desde una desmembrada pasión que atropella e improvisa siguiendo un guión que nos parece apenas esbozado. Son, más bien, como avalanchas sucesivas que, en torno a diferentes personajes configurados con máscaras de cartón y elementales ropajes, evoca a una deidad o a un ser incógnito cargado de connotaciones mágicas o recónditas  simbologías. Tras cada uno de estos aludes humanos, en los que los muchachos jóvenes parecen hacer exhibición de su fuerza o su ruda pericia, de nuevo, una espera enorme. Todos, sin embargo, parecen tener asumido el ritmo de este sacrosanto desfile. Nosotros, inquietos, nos atrevemos a entrar en la algazara humana que puebla la calle que conduce a esta plaza, y por la que ha de desembocar en ella el espeso cortejo. Ahora ya sí hemos entrado de lleno en el tumulto que vive, suda y se agita entre el fervor y el festejo. Casi imposible avanzar unos pasos. Calles y bocacalles están colmadas. En una encrucijada, un templete acota un reducido espacio. Está ocupado por un grupo de fieles que rezan y cantan intermitentemente. Es algo a medio camino entre una sincopada charanga popular y una piadosa salmodia reverente. Frente a ellos, el altar de un dios, engalanado hasta la saciedad con todo tipo de ornatos y colores que puedan imaginarse, recibe la piadosa muestra de excesos y oraciones insistentes. Una vez más budismo e hinduismo se entrelazan. Imposible pasar más adelante. El resto del tiempo, para nosotros, será el del agobio infinito en medio de una aglomeración inexplicable. Está visto que en todos los lugares del mundo el entusiasmo, la fe o la pasión son capaces de aunar a los seres humanos en pos de una idea un ídolo o un acto de un modo, a veces, hasta irreflexivo. Por fin el carromato de la diosa aparece. Ahora el delirio es inmenso, el griterío nos ensordece tanto que ni nos damos cuenta. Hacemos un supremo esfuerzo por ver algo: imposible.



El vetusto y sencillo vehículo sobre el que va un pequeño baldaquino u hornacina dorada, está ahora velado. Imaginamos que en su reducido interior va guarecida la diosa niña. Me la supongo aterrorizada por el irrefrenable estruendo exterior. Pero a lo mejor va simplemente feliz por esta muestra que refuerza de un modo inequívoco su supuesta categoría de divinidad, que ni los recalcitrantes maoístas han sido capaces de erradicar. Sobre el transporte también se han encaramado rudos muchachos que, a modo de grosera coraza, viajan exhibiendo sus universales vaqueros, sus burdas deportivas nike y sus camisas de flores resudadas por semejante esfuerzo.  Asistimos a una de las fiestas más antiguas, compleja e importante para la comunidad newar (tanto budista como hinduista). Esta comunidad ha sido, desde el siglo IV, el referente artístico, en arquitectura y escultura, de todo el valle de Kathmandú. De su exclusiva creatividad son los sikharas; esos templos que se alzan al cielo con sus peculiares cúpulas en forma de paraguas plegados. Esas construcciones pinaculares blancas o de ladrillo rojo que resultan ser de una esbeltez y belleza inconfundibles.



Esto es lo que yo vi de la procesión de la Kumari. Si existe más, yo no fui su testigo. Pero mis sensaciones, emociones y sentimientos son algo que no acierto a contaros con las dimensiones que desearía.

j.y


La diosa Kumari


(fotos tomadas de internet)

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