EN VIAJE HACIA LA PEQUEÑA CIUDAD DE GYANTSE.
Fotos: Pedro Tejedor.
Cuando uno lleva ya varios días en el Tíbet y ha visitado diversos monasterios, el espíritu comienza a serenarse. La inquieta comezón inquisitiva tan propia del viajero, que compara, aspavienta o analiza, parece recalar en una más justa medida. Y así, aunque sigo avizor pues sé que las sorpresas y la enseñanza pueden estar agazapadas en cualquier sitio, ya me permito a mí mismo disfrutar de un modo diferente de toda la magnificencia que se exhibe ante mí. Poco me importa ya una foto más, poco un nuevo rostro exótico, casi nada una nueva estampa de vida cotidiana. Ahora la percepción parece discurrir por muy distintas rutas. No se trata tanto de ver e indagar sino, sencillamente, de comenzar a sentir y a deleitarse en silencio; de pasar de aprender a aprehender. Creo que estoy convencido -al fin- de que el auténtico tesoro no consiste en amontonar alhajas sino en saber disfrutar de las que se tienen, sabiendo también que éstas -como todo- resultarán efímeras y sólo perdurará su fulgor en nuestro recuerdo selectivo. Con esa disposición pego mi nariz al cristal de nuestro minibús y dejo que ante mí comience a pasar esa película infinita; ese “plano secuencia” en que va a convertirse, para mí, el trayecto de Lhasa a Gyantse.
Tras dejar los últimos enclaves urbanos, parece que nos adentráramos en un mundo irreal donde la soledad propia de la despoblación es la dueña y señora que lo acapara todo. Los inmensos espacios descarnados, a los que respaldan las enormes montañas pulidas por las seculares nieves y los vientos, muestran una atractiva uniformidad de tonos grises, ocres, rojizos y pardeados.
El espectáculo de la grandiosidad es, como siempre, apabullante. He descubierto que lo más colosal suele estar envuelto en el ropaje de la más rotunda sencillez. Aquí es cielo y tierra, sólo eso.
En cada costurón geológico yacen las morrenas como inocentes residuos de una batalla que hubiera tenido su fragor en días muy remotos y olvidados. Silva el viento, y la luz es nítidamente fría como de un perenne amanecer diáfano. Cualquier arbusto ha sido convertido en un lugar sagrado que el viento y el sol azotan o acarician, según respire el día.
Así, nuestro vehículo va, como hormiga aplicada, escalando metro a metro por la estrecha carretera que serpentea y asciende de manera evidente. Pequeños ríos de montaña reptan con timidez por la alta planicie.
De vez en cuando, en medio de este inmenso escenario vacío de epopeyas se distingue alguna tienda nómada. Son pequeñas, negras, casi planas y están literalmente pegadas a la tierra, como queriendo enterrarse o integrarse en ella; pasar desapercibidas. A su alrededor distinguimos algunos yaks y algunos utensilios cual trastos olvidados a su suerte. El humo que se escapa de la carpa es lo único que nos hace presentir que hay gente guarecida dentro. Nos han dicho que un tercio de la población de Tíbet es nómada. Trato de imaginarme la vida discurriendo en esa simplicidad grandiosa y superviviendo en medio de este clima áspero y austero con una absoluta economía de medios.
Una mujer, con la única compañía de su termo de té, está apostada junto a un montón de piedras apiladas. Vende unos pocos objetos votivos. Los montones de piedras, como en tantos sitios, aquí también son algo sacrosanto. Tengo la sensación de que a su alrededor el tiempo únicamente gira y se deleita, pero que no avanza; que no quiere marcharse. Sonríe y su gesto es una mezcla de ternura, paz y resignación. Nada demanda, únicamente nos muestra su serenidad. Pienso.
Tras un buen rato, llegamos al paso de Khampa-La. Nuestro coche se detiene. El espectáculo desde aquí es esplendoroso. Estamos a 4.794 m. Ante nosotros se extiende el lago Yamdrok Tso; “El lago de turquesa”. Su color azul verdoso es exactamente igual al de esa gema de la que toma nombre. Un lecho de turquesas, eso es. También aquí los caballos de oración se amontonan. Los khatas blancos, símbolo del corazón puro de aquel que nos lo ofrece, refulgen de un modo especial, casi níveo.
A la orilla las mujeres acarrean sus enormes fardos, tras bajar de la barcaza que surca el estero de una a otra orilla. En un silencio casi religioso enfilan un camino apenas roturado, y pronto las vemos perderse entre las peladas laderas. Me pregunto a dónde se dirigen. Un poco más allá, los yaks ramonean en la franja de verdura de las quietas orillas. El lugar tiene una rotunda desnudez que lo viste de belleza infinita.
Proseguimos el viaje. Pasamos por pequeños pueblos; casi construcciones únicas. En todas las casas, sobre las tapias que las rodean o, incluso, adheridos a las paredes, los excrementos de yak, amasados como tortas, se secan para luego servir de combustible en los días más rudos. Algunas viviendas están literalmente tapizadas por su exterior de estos emplastos.
Es la hora de la comida. Los campesinos se reúnen en cualquier sitio para su almuerzo al aire libre. Nosotros nos detenemos a hacer el nuestro en un lugar cuyo nombre mejor no recordarlo. Es el más aceptable que, al parecer, existe en muchos kilómetros. No hay agua corriente y, tras intentar lavarnos en un rincón destinado a ello, desistimos. Pollo frito y arroz blanco es nuestra salvación. Tampoco hay mucho más. Una muchacha que habitualmente vive en Praga, a cuyo lado viajé en el vuelo desde Kathmandú a Lhasa, me saluda, feliz de nuestro reencuentro, mientras se toma satisfecha una ensalada con múltiples y exóticas verduras. Casi la envidio.
La tarde va cambiando su luz. El cielo se enceniza y un resplandor velado de tormenta, como un caparazón plomizo, va ocupándolo todo. Nos estamos acercando al paso Karo-La. Ahora estamos a 5.045 m. La nieve hace su aparición. De inmediato estamos junto a un glacial. De nuevo el espectáculo es sorprendente. Los del lugar habitan en tiendas blancas con adornos azules.
La tarde va cambiando su luz. El cielo se enceniza y un resplandor velado de tormenta, como un caparazón plomizo, va ocupándolo todo. Nos estamos acercando al paso Karo-La. Ahora estamos a 5.045 m. La nieve hace su aparición. De inmediato estamos junto a un glacial. De nuevo el espectáculo es sorprendente. Los del lugar habitan en tiendas blancas con adornos azules.
Nos sorprende una mesa de billar a la intemperie. Más adelante confirmaremos que existen en muchos lugares. Son grandes y robustas (tal vez para resistir los extremos rigores). Nos resulta difícil entender por qué están y cuál es el grado de afición de los hombres tibetanos a este juego en tales circunstancias. Comprobamos una vez más que las costumbres de algunos lugares son realmente insólitas.
Nos encontramos con un autobús que se ha salido de la carretera. Aquí el firme es deficiente y cualquier lluvia provoca que se hunda. Unos cuanto tibetanos, mujeres y niños incluidos, tratan desde hace día y medio de sacarlo de su socavón. Nos dicen que no tienen ni comida ni agua potable. Nuestra guía les entrega parte de las provisiones que llevamos para el viaje; galletas y agua embotellada. Todos -claro está- nos mostramos de acuerdo. Tras una serie de maniobras que yo creo imposibles, atando un cable a nuestro vehículo, después de hora y media de intentos, al fin logramos que se enderece. Aplausos, sonrisas y agradecimientos. El mejor, para nosotros, es la cara de ese niño que nos pide, aliviado ya, que le fotografiemos.
Seguimos nuestra marcha. Al fin llegamos a Gyantse. El alojamiento es el que es.
Seguimos nuestra marcha. Al fin llegamos a Gyantse. El alojamiento es el que es.
A la mañana siguiente visitamos el monasterio Pakhor. Fue construido en el siglo XV. En él se alza una gran estupa de nueve pisos. Se llama Khumbum.
En el monasterio los monjes están realizando sus rezos comunitarios matinales. Las fotografías hablan por sí solas. Creo que es tiempo ya de callar y simplemente sentir.
Una muralla rojiza circunda todo el complejo, protegiéndolo y preservándolo del exterior.
Las casas de los monjes son austeras.
En el monasterio los monjes están realizando sus rezos comunitarios matinales. Las fotografías hablan por sí solas. Creo que es tiempo ya de callar y simplemente sentir.
La biblioteca es sencillamente fascinante.
Una muralla rojiza circunda todo el complejo, protegiéndolo y preservándolo del exterior.
(foto tomada de Internet)
Las casas de los monjes son austeras.
Voy ascendiendo, piso a piso en el Khumbum. La vista del valle de Nyangchu, clave en la ruta entre la India, Sikkim y Bhután, se va expandiendo hacia la grandiosidad. Ahora veo todo el pueblo y descubro en lo alto de una colina la elegante fortaleza Dzong de Gyantse.
Dicen que esta estupa tiene 100.000 figuras. Pedro quiere fotografiarlas todas. Misión imposible. Algunas son de arte menor, pero el conjunto es impresionante. Podría hacerse un millón de fotografías y sentirse uno aún insatisfecho. Esta construcción tiene 77 capillas y 10.000 pinturas murales conservadas perfectamente. Es uno de los lugares más significativos de la escuela Sakya o de “los gorros amarillos”.
Dicen que esta estupa tiene 100.000 figuras. Pedro quiere fotografiarlas todas. Misión imposible. Algunas son de arte menor, pero el conjunto es impresionante. Podría hacerse un millón de fotografías y sentirse uno aún insatisfecho. Esta construcción tiene 77 capillas y 10.000 pinturas murales conservadas perfectamente. Es uno de los lugares más significativos de la escuela Sakya o de “los gorros amarillos”.
En las escalinatas del templo de oración principal, mi amiga, la chica de Praga está sentada. De nuevo la saludo, pero ella ya no está para alegrías. Tiene una cara macilenta y claros síntomas de indisposición. Me acuerdo de la ensalada del día anterior. Un momento después su guía se la lleva, tal vez a su hotel para que se reponga. Tal vez, aquella ensalada no era para ser envidiada.
Llegado hasta aquí dejo que sean las imágenes presentadas quienes sigan contándoos mi viaje. Es hora de ir bajando la voz y dejar que sean las imágenes quienes hablen. Seguro que ellas unirán mejor aquel mundo al vuestro.
J.Y.
(El próximo artículo será el último de esta aventura por tierras de Nepal y Tíbet).

No hay comentarios:
Publicar un comentario