Cientos de veces me he preguntado por el grado, no de adhesión o confianza, sino de estricta simpatía que me despertaban los distintos credos religiosos. Siempre, invariablemente, desde hace ya muchos años, me he respondido lo mismo: ninguno. Otra cosa muy diferente es el respeto y la admiración que, a lo largo de mi vida, me han suscitado no pocas personas que habían vinculado su existencia y sus obras a tal o cual creencia o divinidad. Eso es otra cosa. Al mismo tiempo, en un sinfín de casos y momentos me he sentido espantado por todas aquellas maldades y barbaries que he comprobado que se hacían en nombre de uno u otro dogma o doctrina; de tal o cual “altísimo”. La historia está plagada de crueldad, virtualmente guiada por todopoderosos de múltiples calañas. Todos somos testigos, documentales o físicos, de cuánto mal han hecho la exacerbación devota, la intransigencia fervorosa y la exaltación redentora. (Debo reconocer que este, en mí, es un argumento obsesivo). Pues bien, tras solicitar ciertas disculpas por este vicio mío, sigamos adelante. Tal vez, por lo dicho en este largo párrafo, me he sentido felizmente maravillado en Nepal. Lo explicaré:
Budismo e Hinduismo conviven y se mezclan; así de simple.
Budismo e Hinduismo conviven y se mezclan; así de simple.
Bodnath es la zona del budismo tibetano en Kathmandú. Un conjunto de calles y callejuelas un tanto suburbiales y, tal vez, caóticas y menesterosas para nuestra serena y digna elegancia de asépticos turistas de occidente. Un imperio donde los embrollos del cableado eléctrico lo explican todo como pocas otras definiciones podrían resumirlo. De nuevo aquí, como en toda la ciudad, la vida late en una gran agitación, pero sin el apremio que dicta el segundero. Esto podría considerarse un contrasentido, pero no lo es. Porque aquí parece que no gotea el tiempo en la insensible clepsidra, ni siquiera con ese calabobos invisible que nos empapa a todos día a día, hasta llegar a acartonarnos en un desgaste inconsciente y traidor que nos marchita y envejece. Aquí únicamente la vida parece fluir sin perder su compás. Nadie se detiene y, al mismo tiempo, todo está detenido. Me recuerda al bullicioso fotograma de una proyección de cine antiguo que, de pronto, se zafa, gime y se estanca, dejándonos a todos en “stand by” y boquiabiertos. (Eso pasaba más antes, cuando las maquinas de proyección quemaban el celuloide a cada triquitraque).
Pues bien, aquí todo gira en torno a la inmensa estupa. Un gigantesco cono que ocupa una plaza. O mejor dicho, una plaza que se ha fundado y tiene sentido en torno a la estupa. Y es que aquí todo viaja alrededor del blanco monumento rematado por los ojos de buda que miran a los cuatro puntos cardinales. Casas, calles, sahumerios, animales; vida. Sentimientos, plegarías, espíritu, cánticos; tiempo. Nubes, pájaros, gatos, lamparillas, molinos de oración; gentes. Monjes, penitentes, devotos, fieles; creyentes. Todos en cualquier parte; todos en todas partes. Es entonces cuando uno se da cuenta de que la calle es el auténtico templo; que la calle es la casa del “Gran Dios”. Porque para los budistas los recintos interiores resultan ser algo secundario, mientas que circundarlos, recorrer sus perímetros, abrazarlos con su celo, sus oraciones, su atención o cansancio, es lo primordial. Girar y girar. La gran rueda de la vida que nunca se detiene, que nos lleva a todos; que a todos nos unifica tarde o temprano; que nos engulle a todos, y a la que todos damos nuestro humano y miserable impulso, cuya suma es el suyo; el gran impulso de la humanidad; el aliento vital. El cosmos de la reencarnación y la energía.
Entramos en un templo de los que miran a la enorme plaza convertida en corola de oración o santo deambulatorio. Tiene tres plantas. Un recinto pequeño decorado con un rojo encendido y mil colores nos recibe. Festones y abigarradas cenefas rematan lo que pudieran ser cornisas o rectos capiteles. Un gigantesco molino de oración dorado, cuyo eje va desde el suelo hasta el techo, ocupa gran parte de la estancia. Tiene una baranda que lo cincha, y a ese pasamanos hay que asirse para hacerlo girar. Los fieles también circulan en su entorno cual arrastrados por un particular carrusel o tiovivo que los traga por uno de sus lados para, un instante después, hacerlos surgir por el otro. Hay quien da vueltas y vueltas insistentemente. Orar debe ser eso: insistir e insistir para que el sordo Cielo oiga las dolientes plegarias.
La segunda planta se resuelve en un balcón que nos sirve en una bandeja de esplendor infinito la gran estupa y la noria humana que la envuelve y protege. El cielo gris plomizo tiñe la luz de un turbio plateado. Pudiera quedarme aquí acodado eternamente, contemplando la rueda humana que pasa bajo mi mirada, que a su vez vigilan los ojos penetrantes del Buda. El tornasol de los caballos de viento aletea multicolor en medio de la tibieza de la adusta tarde.
En el tercer piso se abre una terraza. Sólo el cielo infinito nos queda más arriba. Aquí el calor de las lámparas nos saluda como una frazada con olor denso a añejas mantecas. Un murmullo amortiguado de salmodias, cual el arrullo insistente de un palomar recóndito, me conduce hasta un pequeño cuarto. Allí tres monjes, sentados sobre una tarima tapizada con un rojo paño ya raido, redundan absortos en sus mantras, mientras recogen limosnas sin mirar y anudan, a quienes los aceptan, cordones amarillos en muñecas o cuellos. Recibimos el nuestro. De pronto me supongo que creo. Es un mero espejismo. De inmediato -aun con cordón y todo- retorno a mi agnosticismo encallado. “Om Mani Padme Hum”.
Ahora volemos -metafóricamente hablando- a Pashupatinath.
La distancia es de unos seis kilómetros. El sagrado río Bagmati trae hoy sus aguas pizarrosas y revueltas; nada que denote esa incuestionable santidad que los hindúes de Nepal le atribuyen como arteria importante del Ganges. Su viaje desde las colinas de Bagdwar (bag:tigre, dwar:puerta) ha debido ser convulso y azaroso. Aseguran ellos que las aguas que descienden del Himalaya comunican directamente a los hombres con las divinidades. Quizás por eso, al aproximarnos a las inmediaciones del recinto sagrado dedicado a Shiva, señor de la creación y de la destrucción, y a su esposa Parvati, dama de las montañas, notemos que nos estamos adentrando atraídos por un ámbito realmente fascinante y mistérico. La rivera está escalonada en algunos tramos. Por eso tengo la sensación de entrar en un grandioso anfiteatro en el que se estuviera representando la gran epopeya del abrazo íntimo y terrible entre la vida y la muerte. A nuestros ojos todo es espectacular y sorprendente, aunque sencillo y cotidiano al mismo tiempo. Siento que se trata de ese palpitante y contenido esplendor que suele acompañar a lo temible cuando ha sido aceptado. Porque aquí parece como si el dolor hubiera huido. Y sólo desde nuestro entramado emocional, trágico y funesto ante la muerte, estas galas ceremoniales resultan inquietantes.
Estamos en la orilla que mira al atardecer. Del otro lado está el gran templo dedicado a Shiva, que no podemos visitar los infieles (siempre es igual), y a cuyo interior -por ser demasiado santo- tampoco pueden acceder los hindúes, y que dicen los libros que tiene el techo de oro y las paredes de plata (Vaya usted a saber). El santuario se asoma al río desde una terraza colgante, en la que un grupo de mujeres veneran hoy a Pashupati (Shiva) mediante rezos y cánticos que añaden un rumor especial al denso mediodía. La luz es gris y matizada, un sol tenue se asoma entre nubes gruesas a las que, a ratos, amorata y dora en sus contornos. El humo de las piras y el olor a quemado lo inundan todo. Y es que aquí se creman los cadáveres
Fijándonos con atención descubrimos a la orilla del río, metidas parte en el agua, varias losas de piedra con aspecto de tálamos. Sobre una de ellas distinguimos el cuerpo de un difunto. Rígido y cubierto por completo de múltiples collares de flores y seda anaranjada. Un gran grupo de familiares y amigos van descendiendo, uno a uno, hasta la misma orilla, y con sus manos toman agua del turbio río y la van vertiendo en su boca. La comitiva realiza esta ceremonia con cotidiana y tensa sobriedad. El silencio, apenas roto por exclamaciones lastimeras les escolta. Tras ese ritual, toman en unas angarillas al finado y, en reverente procesión, vuelven a ascender el talud y a situarse en la parte más alta de las escalinatas. A muy poca distancia dos piras humean casi extintas. Una tercera espera henchida de madera nueva a la comitiva. Sobre los troncos es depositado el exánime cuerpo. Tras ello, el hijo menor, un niño aún, da varias vueltas alrededor del lecho sobre el que yace el cuerpo inmóvil de su madre. (Algunos familiares lo fotografían). Nos dicen que es el de una mujer, pues de ser el de un hombre, hubiera sido el vástago mayor quien habría oficiado las exequias.
Un instante después, el hombre vestido de blanco que se encarga de estos menesteres prende el túmulo. Las llamas, voraces, no descuidan su quehacer ni un momento. Una nueva y gruesa bocanada de humo blanco se expande desde las lenguas ávidas del fuego, y cubre de una patina cenicienta la fachada de este mediodía, convirtiendo en más vítrea e irreal la ceremonia.
Un instante después, el hombre vestido de blanco que se encarga de estos menesteres prende el túmulo. Las llamas, voraces, no descuidan su quehacer ni un momento. Una nueva y gruesa bocanada de humo blanco se expande desde las lenguas ávidas del fuego, y cubre de una patina cenicienta la fachada de este mediodía, convirtiendo en más vítrea e irreal la ceremonia.
Mientras, nosotros, permanecemos silenciosos y atónitos. Pedro lo observa todo a través de su objetivo de fotógrafo, y dice que está sobrecogido, que prefiere marcharse. Debe ser que la lente de su cámara descarna aún más esta realidad que nos consterna a todos. Así, unos y otros, vamos encajando el trance de la forma en que cada cual es capaz. Para nosotros, burdos espectadores de otras latitudes, resulta inmensamente duro el contemplarlo.
Consciente de ello, yo busco refugiarme en la anchura desmedida del celaje que ahora el sol bruñe de cinc reverberante. Así percibo que, al igual que siempre, el tiempo eterno y omnisciente sigue cursando a su impasible paso. Sigue, sin atender a estas pequeñeces que los hombres aún no hemos sido capaces de entender. Nacer, vivir, morir; tan sólo eso. Y que el río se lleve las cenizas.
J.Y.
Maria Isabel Lopez Iintente dejarte comentario en tu blog-pero no me lo permite- de todas manera como otras veces, me quedo sin palabras cuando te leo, pero profundamente conmovida, eso sí.- Gracias por compartir tus ricas observaciones y emociones Un abrazo
ResponderEliminarDejado por Maisa, desde Argentina, (en Facebook)