Como vacas embobadas mirando al tren que pasa
Siempre que alguien con mollera y sensatez nos habla, o bien uno se pone al hilo del regalo, calladito y atento como en misa y dispuesto a no extraviar ni ripio -cual ávido escolar en pupitre de clase-, o por el contrario pierde comba y se auto-declara íntimamente bobo. Sabido es, además, que no están los tiempos para traspapelar lecciones importantes ni que se nos vayan ideas sustanciosas alcantarilla abajo.
Corto y pego aquí, para deleite y aprendizaje mutuo un trozo del discurso de Mario Vargas Llosa, del día 7 de diciembre del pasado año, leído ante quienes le entregaron el Premio Nobel de Literatura, en Estocolmo. Por eso, ahora, chitón y punto en boca, y a aprender y aprehender, que en este mundo rústico no hay, por desgracia, muchas ocasiones de hacerlo trayéndonoslo además hasta la propia casa:
“… la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz. 
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales. 
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.”
Retomo la palabra casi de puntillas, como si acabara de lograr dormir al niño que berreaba tanto y saliera de la habitación sumida ya en la calma y la penumbra amable del reposo, dispuesto a disfrutar de un espacio personal que reclamo sereno e inviolable. ¿Verdad que sobrecoge la lucidez, la ponderación y el tono firme de estas verdades como puños clamadas con el sosiego de quien no está metido en este barrizal patrio que tanto nos atolla impidiéndonos los pasos de los pies y la mente? 
Que yo soy un anticlerical casi acérrimo, es algo que no merece espacio para demostrarlo. Creo que ese es un tufo que a mí se me nota desde lejos, y que, cual los más personales aromas, se me ha ido quedando en la piel. Olor que llevo encima pese a la ducha diaria tolerante, el gel apaciguador de múltiples aromas e ingredientes diversos, el desodorante de roll-on o de barra del olvido, y hasta de los perfumes ahuyentadores de marcas prestigiosas. Pues nada, que ni por esas: uno va siendo el que es, y a mí el pasar de los días me ha ido encasquillando en la aversión a cuanto me recuerda a sotanas, casullas o birretes arcaicos, pero sobre todo a púlpitos y a confesonarios desde los que algunos pretenden propalar culpas a tutiplén acicaladas con “verdades innegables” que administran cual franquicia exclusiva. 
Que a la vez me he ido haciendo, paso a paso, con mesura y constancia de hormiguita afanosa, un antinacionalista, es también una realidad que quiero evidenciar desde ahora mismo, para que todo quede sujeto donde debe y, así, no engañar o confundir a alguien.
Sí, yo también creo que religiones y nacionalismos (en todas sus versiones) son auténticas pústulas sangrantes de nuestro débil presente. Se mire a donde se mire y tengan el tinte o sesgo que quieran unos u otros darle, en cualquier latitud de este pérfido mundo, la sarna del sectarismo y los prejuicios étnicos horada y hace su labor de corrosiva e incontenible roña. 
Poco más puedo yo aportar a lo que Vargas Llosa dice, sino más bien, y tenazmente, servir de estribo para que su palabra se aúpe, tome montura y se difunda. Pero que se divulgue desde la cabalgada valerosa de la reflexión, el galope seguro de lo generoso y el salto atrevido de lo que vincula y compromete. Se trata de que nos apliquemos el ascua al pellejo. (No, a la sardina no, sino al pellejo). La sardina es algo adquirido; el pellejo algo irrenunciable. Y sabido es que esta ascua quema y llaga, aunque también curte y cauteriza.
Y para estimular la reflexión sobre las abacerías del nacionalismo no tenemos más que levantar un poquito la vista. No, no es preciso mirar a horizontes lejanos sino a tierras muy próximas. Es el nacionalismo, como ideología, al igual que todo fascismo, un animal que se retroalimenta, que engorda y se oronda en sus propias mantecas, pero que a la vez fagocita cuanto se le pone al paso, pues ha de enrocarse y atrancar su garito cual baluarte invicto. Así se hace parte de su esencia la territorialidad más cateta, local y chovinista. Un provincianismo que no es más que el aprecio irracional y desmesurado de lo propio y, simultáneamente, desprecio de todo lo demás, a lo que considera espurio y extranjero. Y, claro está, para defender tanta torpeza en pleno siglo XXI, hay que recurrir a amañados señuelos, cebos envenenados, torticeras razones, requilorios diversos; hay que inventar vacuas contiendas, traidores surreales, controversias ficticias; y, si es preciso (cosa bastante al uso), echar mano del abierto chantaje, del mercantil regateo mezquino y cicatero; la ruindad, la avaricia y el cierre de fronteras mentales, utilizando para ello razones o armas tan imbéciles como lenguas, banderas o himnos excluyentes. Vivir para ver, y ver para creer, o descreer. Pues que a ese festejo de figón apestoso; a esa barahúnda de cortejo grosero no son pocos los que se apuntan. Y muchos se afilian o se suben a este carromato de dirección incierta, que gira y gira sobre su mismo eje. Prosélitos honestos en la creencia franca de que son sus esencias, su raíz y el amoroso y digno respeto a sus ancestros lo que están defendiendo en tan soez verbena o zafia romería. Cuando la esencia es algo íntimo y personal; la tierra, en la que se ha nacido o se vive, un hecho eventual; y sólo el universo el ámbito al que pertenecemos, sin distinciones ni exclusiones, todos.
También las religiones saben muy bien de estos aliñes y azafranes. Son ellas, al final y a la postre, cual grandes potes o marmitones donde se cuecen y recuecen sus potajes dogmáticos. Guisos que luego quieren que todos nos traguemos sin darnos ni respiro, administrándonoslos a cucharazo limpio, guste o no guste, y siente o no siente bien a nuestros selectivos estómagos. Es ésta una panacea macerada en los gabinetes de sus sacristías y sus subterráneas alquimias; en los tugurios jerárquicos en los que cada una de ellas procesa sus brebajes sectarios; esa ortodoxia que es recta doctrina según la exclusiva opinión de quien la imparte. 
Estos iluminados irrebatibles, encasquillados y fanáticos, tratan de invadir cualquier espacio, interpretando que -absolutamente todo- les pertenece a ellos; pues que su “todopoderoso” es excluyente, infalible y único. Pero en realidad nada tiene que ver el personaje o el dios en quien se apoyan o inspiran; nada el punto de partida o los principios en que se fundamentan. En cuanto sientan sede; esto es, en cuanto creen necesario -y lo creen enseguida- que deben construir su “manumisor edificio”, se ponen manos a la obra de la avaricia, la proclama ortodoxa y el “cierre integrista de filas”; y ¡hala, a la caza de infieles! Pues todo el que no esté en su angosto chiquero es hereje, desleal, cismático o infame. La diferencia es que quien cree en el pluralismo, la libertad y el respeto es capaz de mirar hacia otra parte de modo indiferente. Mientras, a ellos, les hierve la sangre si es que no son capaces de marcar a todo el orbe con su sello o ponerlo de rodillas en sus reclinatorios.
Pero ¡atención! También están esos otros nacionalistas de la “Una, grande y libre”, los del “todo atado”, los de “Se rompe España”. Igual me da: intolerancia e idolatría.  
Al final, en cualquier caso, todo se reduce a lo mismo: el miedo irracional de quienes empuñan semejantes parámetros. Miedo que tratan de atorar, como boquete abierto en el frágil navío en el que viajan, a base de tapones de sórdida codicia, de intransigencia infame, de poder axiomático, de enconado descrédito del otro. Pero esto no es, en el fondo, más que desprecio de sí; auto-desprecio inconfeso y furtivo. Quien se aprecia a sí mismo deja vivir a los demás, habla sin detener el paso y, sobre todo, escucha y se siente reconfortado con lo que otros le confían o le enseñan; no tiene miedo a la luz de la pluralidad, a la riqueza que supone la multiplicidad de ideas. En fin: disfruta de ese banquete extraordinario al que cada cual acude llevando las viandas salidas de sus hornos, para que guste de ellas aquel a quien le plazca. Pero nada de esa chapuza infame de ir a redimir o arreglar la vida de quienes no desean que, otros, les engalanen ni les salven la vida, y, menos, les lleven a sus “cielos”.
Y todo esto, que es en sí dura y profundamente arduo, se hace aún más sangrante y penoso cuando, junto a la rapiña, el sectarismo y el delirio de estos benefactores que nos capitanean, uno dispone para comparar de esos tiempos recientes que nos han regalado con tantos bienes y tantas primaveras de progreso, entendimiento y dicha. Por eso, ante tanto incapaz, miope o redentor resucitado, uno no puede por menos de preguntarse: ¿Es que éstos lerdos no son capaces de echar una mirada a quienes nos trajeron desde su equidad, su renuncia aquiescente y su grandeza de alma tanta bondad y tantas promisiones de libertad y tolerancia?  ¿Es que éstos no saben lo que es el “sentido de Estado” y el bien universal?
Pues no. Ni lo saben ni quieren aprenderlo. Unos y otros: nacionalistas neófitos o arcaicos, centralistas, patrios o constitucionalistas; de derechona pétrea, de izquierda esquilmada, de centro descentrado; cristianos apostólicos, musulmanes fanáticos, o de otros credos irredentos, doctrinas, idearios o raleas diversas; empresarios voraces, sindicalistas rancios, financieros impúdicos, todos a proclamar su verdad intocable, aunque eso signifique destrozar la sayuela que podría abrigarnos a todos. Macabra rememoración del juicio salomónico. “Si no es para mí, es mejor que no le sirva a nadie”, aunque eso suponga convertir a la maltrecha patria en ruindad y escombrera. Bien se ve que a todos estos haraganes no les falta el pan ni andan en las hileras vergonzantes del paro.
Y ante tanta desolación, uno se pregunta: ¿hasta cuándo seguirán nuestros próceres encaramados en sus dorados púlpitos desde los que nos arengan, engañan y “abovinan” a todos? ¿Hasta cuándo permaneceremos nosotros en nuestros dóciles y escolares pupitres escuchando sus monsergas vacías y sufriendo sus tretas egoístas? Vacas hipnotizadas mirando al tren que pasa, parecemos quienes poblamos este reino en el que ellos nos acostumbraron a darnos pasto y agua a cambio de cederles la gestión de nuestras propias vidas. Trueque maldito propio de estafadores ruines.
j.y.      
Uno de mis más asiduos e interesados lectores me facilita esta reseña que paso a integrar en esta publicación. A él le doy las gracias por su interesante colaboración.
http://hl33.dinaserver.com/"El profesor de Economía Juan Torres ha colgado en su página web "Ganas de escribir" el siguiente comentario de A. Oliveres. Es muy corto y no tiene desperdicio. Hay poca gente hoy día que hable tan claro, y dando nombres propios de algunos responsables de lo que ocurre en el mundo.
Podéis acceder mediante la siguiente dirección:"
                                                          Su estética lo dice todo. 
                                              Túnez. Sólo el pueblo decide. Adiós a los déspotas.
!!!Intolerable¡¡¡
Nos averguenza.
Deseamos a Pedro Alberto Cruz,
 Consejero de Cultura y Turismo de Murcia
la más pronta y total recuperación





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