sábado, 30 de abril de 2011

(19) TRAS LOS DUDOSOS HUESOS DEL SANTO


Santiago “Matamoros”; ese que patrocina y cierra España.






Consciente soy de que, estos escritos, que van nutriendo “notas del día a día”, tienen una difusión puramente local, un alcance amigable y doméstico. Son como el hilo que me une a mis conocidos y amigos situados a esa media distancia que, al fin y al cabo, es el perímetro en el que se resuelven nuestras vidas. Es como el encuadre en plano corto dentro del que bregamos pretendiendo atisbar la línea de horizonte, para gritar el “tierra a la vista” que todos ansiamos.

Sé, por tanto, que todo se quedará dentro de casa. Tal vez por esto me atreva a encarar búsquedas que, a veces, vienen a instigarnos un poco. Siempre en la confianza de que el zarandeo será bien entendido. Un simple juego de recreo en el que en ningún caso “la sangre llegará al río”, ni la brecha en el coco será para que nos tengan que dar ni un solo punto de sutura. ¡Ah! pero eso sí: recordar que no hay nada más serio para un niño que sus juegos. No valen trampas; quien gana es quien gana, y la verdad y la lealtad deben estar muy por encima de triunfos o derrotas. Y dicho esto: ¡hala: a jugar!

Ha terminado ya el “año santo compostelano”, el “año jubilar”. Es esa “gran perdonanza” por la que les son redimidos todos los pecados y las culpas inherentes, a quienes, tras hacerse la ruta a pinrel, llegan a ver las torres de Santiago y dan un achuchón cariñoso al impertérrito Santo. Es esta una gracia que estableciera primeramente el papa Calisto II y luego, estableciera ad perpetuam, Alejandro III, cuando vio que la cosa se tomaba en serio; vamos: podía ser rentable. Estamos hablando de “el jacobeo”; pues que Santiago, el hijo mayor de Zebedeo, se llamaba en arameo: Yaakov Bar-Zebdi, de donde le viene eso de Jacob.  A este apóstol y a su hermano Juan, pescadores en el lago de Genesaret, el mismo Cristo, les atizó el sobrenombre “boanergués”, que, por lo visto, significa: “hijos del trueno”. Así es que, o el tal Zebedeo era todo un estruendo, o ellos  mismos suponían algo así como un estrépito muy considerable.

Me detengo aquí para aclarar, sin dar paso adelante, que lo que pudiera haber de irónico en mis letras es sólo un desahogo literario y una forma amena de encarar las temáticas serias. Nada en mí arranca tanto respeto como las creencias de las gentes, incluso -o sobre todo- aquellas en las que yo no creo. Pero una cosa es creer (lo que uno puede hacer cuando y en lo que le de la real gana), y otra muy distinta  es tratar de perseguir la luz de la verdad allá donde se halle. Nadie mejor que Jesús la persiguió. Tanto, que ya sabemos lo que le supuso. No concibo bien por qué, muchos de aquellos que le siguen con ardores se empeñan tercamente en cegarla. A ver si es que, en realidad, no lo siguen a Él, sino a sí mismos y a sus amañadores.

De otro lado, este Santiago el Mayor debió ser apóstol principal, ya que los cronistas Marcos y Lucas le dan papel, aunque sin texto, en tres escenas realmente señeras de la vida de Cristo: el milagro de la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga; la transfiguración en el monte Tabor, cuando entre blancuras y fulgores el Mesías se puso a departir con Moisés y Elías; y en la durísima escena de la oración en el Huerto, ocasión en la que el mismo Señor pidió directamente a Santiago, a Pedro y a Juan, nada más y nada menos, que oraran por Él. ¡Ahí es na!

Pues bien, acaecidos los sucesos que todos conocemos y, cuando los apóstoles iniciaron su diáspora, dicen (sin que los documentos sean irrefutables o, más bien siendo bastante refutables) que el apóstol se embarcó rumbo a Hispania. Unos dicen que llegó a Tarragona, trasteó por el valle del Ebro, y por la vía romana que aliviaba a los viajeros de los rigores de la Cordillera Cantábrica, se presentó en Galicia. Otros dicen que fue más marinero su periplo. Que se aventuró a pasar las Columnas de Hércules, zascandileó por las despobladas costas lusitanas, y que fue por allí por donde arribó al Cabo Finisterre; el finis mundi, el que marcaba el final  de lo que luego resultó ser  el principio de lo desconocido.

Siguen diciendo que en estas tierras tuvo, a su vez, siete discípulos; “Los siete varones evangélicos” a los que dio báculo y mitra en Roma el mismísimo Pedro, nombrándoles obispos con todos los arreos y atributos legítimos. La iglesia, al parecer ya empezaba a jerarquizarse de manera muy seria. Esto acaecía en la primera mitad del siglo I.

Los Varones Apostólicos debían ser algo así como esos a los que hoy denominamos con tal apelativo en las tropas políticas (sin lo de apostólicos); capitostes de enorme relevancia que circundaban al santo dirigente. Y a todos ellos, reunidos en consorcio en Caesaraugusta, la actual Zaragoza, aseguran que se les apareció la mismísima Virgen sobre un pilar de jaspe, un tiempo antes de que esta fuera “asunta” al cielo,  hecho que convirtió en dogma el papa Pio XII. Por lo visto, hasta aquí fue traída María “en carne mortal” por su Hijo, atendiendo a la petición que ésta le había formulado, en la que le rogaba que, como ya presumía próximo el día de su tránsito, quería pasar ese último trance rodeada de todos los apóstoles. No se sabe por qué a Jesús le fue más sencillo traer a su agotada madre hasta aquí, que llevar al vigoroso santo hasta Jerusalén, donde la anciana estaba. (Esto debió ser, si es que lo fue, por el año 40).

Y sigue sorprendiendo aún más este relato, ya que Santiago vuelve a aparecer por Jerusalén, sin noticias de viaje de retorno. Pues, según los “Hechos de los Apóstoles”, en el  año 44 fue muerto por  tajo de espada por orden directa de Herodes Agripa I, rey de Judea.

Evidenciamos una vez más como la historia es harto caprichosa, tornadiza, y hasta tarambana. Así también en lo referente a este caso como a otros muchos. Pero sigamos, que es lo nuestro.

Por el 813, el rey de Asturias Alfonso II el Casto andaba con graves problemas y necesidades. Un grupo de nobles le había obligado a retirarse unos años antes al monasterio de Ablaña  para que rezara y olvidara el gobierno. Recuperado el trono “pensó que pensar debía en asentar la cabeza”. Necesitaba un gran apoyo popular que le fortaleciera, y eso no era fácil de conseguir únicamente con prédicas mundanas, sino con algún que otro suceso sorprendente.

La solución vino a traérsela un tal Teodomiro, obispo de Iria Flavia. A él, un desarrapado ermitaño de nombre Paio le había ido a contar que, sobre un monte esquilmado, andaban bailoteando unas llamas como locas luciérnagas a las que hubiera acometido el Baile de San Vito.

Obispo y eremita, arremangándose los sayos, habían ido a escarbar en el paraje y allí habían encontrado la osamenta de lo que parecía un hombre degollado con la cabeza cogida bajo el brazo. Aquel sin duda alguna era el cuerpo decapitado de Santiago. Nada más que decir.

Con el pasar del tiempo se ha sabido que aquel cerro era el asentamiento de un cementerio celta. Luego allí han descansado cristianos gallegos, suevos, visigodos y hasta musulmanes. No puede, por tanto,  negársele atractivo necrológico al sitio: un lugar de capricho.

De eso hasta afirmar que hasta aquel lugar, Santiago había venido ya difunto junto a una cohorte angélica que más que navegando lo había traído en andas y volandas, aunque metido dentro de una barca de piedra que había embarrancado en Iria Flavia, sólo quedó un paso.

No sabemos si eran o no eran los restos de Santiago los que encontraron los clérigos rebuscando, pero lo que sí sabemos es que al rey Alfonso II el Casto “le vino a ver el santo” en la acepción más jugosa del término. Y al rebufo del hecho milagrero reunificó sus territorios, aglutinó a sus gentes, cristianizó la antigua “Vía de Finisterre”, y al grito delirante de “a por ellos” (aunque sin el oé), y bajo la protección del Santo, al que se apeló “Matamoros”, enderezó su reino, y sentó un firme precedente. Precedente que aprovechó definitivamente Ordoño I, rey de Asturias, cuando aseguró que en la Batalla de Clavijo el Santo se vino como una exhalación a él y lo arrastró al triunfo, arreando mortales mandoblazos a diestra y a siniestra desde su gran caballo blanco. Y es que al parecer, la espada que había cercenado al santo, le había dejado un regusto vengativo muy considerable. A él lo habían matado los judíos, él se ensañaba con los moros herejes. Donde las dan las toman.

Aseguran que el rey Alfonso ordenó levantar una iglesia de adobe sobre aquella necrópolis (compositum) ¿De ahí el nombre? “San Jacob del compositum”. ¿O el nombre viene de “campo de estrellas”? Pues sobre las tumbas, a veces, se ven a media altura una especie de llamitas que se producen por la inflamación de la materia animal y vegetal en descomposición. Es eso a lo que se llama “fuego fatuo”, y que es el terror de algunos cementerios o zonas pantanosas.

Jamás se ha realizado prueba científica alguna sobre los santos restos. El reputado historiador católico Claudio Sánchez Albornoz califica de conjetural e inverosímil el traslado de los despojos de Santiago a la Península. Unamuno también apoya esta tesis. Cada cual que opine.

Que “El camino de Santiago” es toda una extraordinaria ruta de espiritualidad no hay que demostrarlo de manera alguna. Sólo hay que observarlo. Desde tiempos precristianos los galos y los pueblos celtas ya hacían sus viajes rituales hasta “Finisterre” donde celebraban bodas y ceremonias. Es este, pues, un punto cargado de místicos aromas. Que Compostela es desde la Edad Media el tercer núcleo de peregrinación cristiana, junto a Jerusalén y Roma, es evidente.

Dicho esto, sólo nos queda asegurar que la ruta se ha convertido con el pasar del tiempo en un flujo de esencias del espíritu. Desde las creencias religiosas o desde los profanos pálpitos humanos, desde la fe más ciega hasta el escepticismo, un trayecto así no puede ser sino un regalo para la intimidad y el reencuentro. La desconexión del mundo que nos ata y dirige, el sometimiento del cuerpo a los rigores propios de la intemperie, el cansancio diario; la obligada contemplación y la medida de uno mismo con la naturaleza, la vida austera que impone la ruta a cualquier errabundo. La forzada soledad y la escogida o fortuita compañía, el encuentro efímero con otras culturas, otras formas de ser, otras fisonomías, hacen del itinerario una vivencia única que, además, cada cual puede, desde la libertad, acoplar a sí mismo. No en vano este tipo de experiencias se convierten a menudo, allá donde se forjan, en verdaderos periplos interiores de renovación, y a veces de profundos y radicales cambios.

Hay lugares cargados de espiritualidad. Son aquellos sitios donde, de una manera impalpable, se siente la fuerza misteriosa y ancestral del ser humano. Son aquellas criptas, cuevas, necrópolis, altares o recintos en los que el hombre desde su mismo albor rezó a sus dioses, lloró sus penas, temió y amo a la tierra, se debatió ante lo indescifrable, imploró o dio gracias por sus sufrimientos o gozos.

En cuanto a lo demás, que cada cual se arome con su “botafumeiro”.  Yo aquí os lo dejo.
j.y.

1 comentario:

  1. Como con todos tus artículos, merece la pena pasar un tiempo también con éste. Defines perfectamente las sensaciones que se tienen haciendo el camino.... cada uno desde su propia perspectiva, desde sus creencias, convicciones y sensibilidades lo vive de una manera, estoy seguro que todas ellas merecen la pena y son gratificantes para quienes lo viven

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