Dice Elsa Punset que no hemos sido programados para ser felices sino simplemente para subsistir. Subsistir, permanecer, resistir, es (dicho a lo bruto y sin ambages) pillar cacho, engullir, digerir, asimilar y excretar. Con eso y respirar, la vida continua. Funciones básicas e imprescindibles para ser quienes somos: un mero animal como todos los otros que pueblan nuestra Tierra. Lo de “racional”, al parecer, nos vino luego. Y con ello nos calló encima un “sambenito” que nos trae -y nunca mejor dicho- de cabeza. Y al rebufo de la cordura, de la razón y de la inteligencia comenzó nuestro abrupto viacrucis.
Podríamos decir que vivir es para el hombre (y esto en cualquier momento de su historia), el arte de ceñirse a unas reglas externas a sí mismo, pero que él mismo ha inventado. Una gavilla de estrictas normas éticas y sociales que lo atenazan, pero que él alimenta y fortalece haciéndose a la vez su cómplice y vasallo; un contubernio extraño. Siervo servil hasta el punto de llegar a hundirse y desconocerse dentro de esas normas decretadas por él. Masoquismo o locura.
No es ilógico, pues, afirmar que la razón surge de la enfermedad. De la enfermedad consistente en la incapacidad del hombre para sobrevivir del mismo modo simple como lo hace el resto de sus compañeros animales. Frente al instinto, que en el mundo animal nunca duda ni se equivoca, la inteligencia necesita ensayar una y mil veces la forma en que el ser humano pueda dominar la realidad en la que chapotea, hoza y sobrevive.
Quizás por eso traigamos recosido a nuestras entretelas, de una parte, el axioma de que lo importante es seguir alentando sea al precio que sea, y de otra -cual práctico y versátil gabán de doble cara- esa otra soflama, del más fútil y falaz hedonismo, que preconiza que de lo que se trata es de alcanzar las mieles y aledaños de aquel ente abstracto que designamos estado de “la felicidad”.
Y así, perennemente, nos encontramos a merced de ese “Katrina” que nos amenaza con su vandálica llegada como ciclón maldito y fariseo gestado en nebulosas Bahamas. Hemos de subsistir sí, pero siendo conscientes de ello; de que estamos permanentemente en riesgo; de que nuestra existencia es frágil y precaria ¡Vaya putada!
Ahí estamos, vestidos con ese traje completo de penados. Ataviados con el mono a rayas, el casquete numerado y esa bola negra con grillete al tobillo. Y no se trata de un disfraz ingeniosamente preparado para los Carnavales (aunque ya estén muy próximos).
Alguien nos dice: "Todo lo vital es irracional y todo lo racional es antivital, porque la razón es esencialmente escéptica."(Unamuno).
Y así, imbuidos por unos y otros apotegmas, nos enrolamos en una verdadera locura existencial; en un dédalo oscuro. Pareciera que quisiéramos casar a ese primario instinto animal con el afán desmesurado de la plenitud confortante.
De inmediato el alentar, el poseer y el disfrutar se ayuntan en un trío espantoso, y la obsesión por ello se hace feroz y eternamente insuficiente. Es lo que traen consigo todas las adiciones, que siempre la dosis o la frecuencia de su consumo avanza en una subyugante necesidad creciente. Entonces el oropel parece que se nos transforma en joya refulgente y el ruido y la farfulla en melodía y trino dieciochesco de máxima excelencia. En realidad la muda es al revés, la ajorca se muta en alhaja maldita perteneciente, tal vez, al ajuar funerario de un faraón con rencores biliosos. Lo sonoro, a su vez, se vira en música vulgar de flauta de Hamelin o canto de sirenas de Ulises despistado. Brillos y sones que nos conducen con seguridad a embarrancar en inhóspita playa o a trágico naufragio en plena alta mar.
Prisa descontrolada, voraz inmediatez, consumo desbocado, competitividad feroz, avaricia infinita, placer por usar y tirar, por llenar el armario y olvidarlo; éxito sin esfuerzo, fervor por la apariencia, vileza consagrada, banalidad excelsa. Cualquier camino es válido para alcanzar esa imagen grosera, pero entronizada, a la que llamamos éxito. Éxito que se resume en poseer plata, guita o parné y ser “un notas”. Lo de menos es qué y para qué o cuánto. El caso es que sea mucho y pueda traducirse en exhibición y lujo. Dinero: rey y dios dogmático de nuestra vida cuando no existe guía. Fama: espejismo malvado que suple, en muchos casos, la pobre valoración de uno mismo. Y así ¡hala!: a construir nuestra renovadora y chic escala de valores.
Y para la fabricación y almacenaje de estas nuevas valías no importa en absoluto si hay que exhibir bajezas, desenvolver traiciones, manosear mentiras, estuchar voluntades, perfumar fraudes o vender a las madres. Éxito y riqueza, y que caiga quien caiga. Con no mirar al suelo, el asunto arreglado. Y luego correr para seguir corriendo. ¿Cuánto? : Más. ¿Pero cuánto? : Más, más, más… La prisa en este caso es como la avaricia, se alimenta a sí misma, y nunca ve la meta. A eso llevado a su “quinta esencia” es a lo que ahora llaman “el sector financiero” Pero no nos distraigamos ni extraviemos línea, que en este momento andamos embarrados en otros menesteres.
Pues bien. Esto sería sólo un bárbaro esperpento si únicamente nos alcanzara como espectadores. Pero no es así. Cada uno, a nuestro nivel, desde nuestras vías más o menos estrechas, repetimos como imitadores idiotas estos mismos parámetros que, en el fondo del fondo, tanto nos alucinan. Por eso todos sabemos con precisión de qué estamos hablando.
Y lo sabemos porque con alguna frecuencia la línea de flotación de nuestro pedante transatlántico se hunde en la miseria. Me refiero, claro está, a todas esas veces en las que, de modo metafórico o no tan metafórico, hacemos aguas. Me refiero a cuando decimos, a otros o al cuello de nuestra camisa, que estamos de puta pena, hundidos y arrastrados cual pingajo, zarrio o despojo, con el norte perdido o con la brújula hecha unos auténticos zorros; cuando entramos en apatía en depresión o en crisis.
Dicen -aunque no queramos oírlo- que el progreso interior surge de la enfermedad y del conflicto. ¡Cojones con la afirmación¡ Vamos: que para crecer en lo que nos importa -en lo esencial- hay que pasarlo mal de forma ineludible. Y además, parece, que para que tal doctorado se nos adjudique, cual birrete de cátedro, no es suficiente con un catarrillo existencial, un esguince en el alma o un traspié del afecto, sino que hay que “hacer crisis”. Esto es: hay que bajar a los infiernos de nuestra misma esencia y yacer en las mazmorras de la desolación con el agua hasta el cuello, a oscuras y sin nadie. ¡Joder! ¡Joder!
Pero por mucho que me incomode, creo que es así. Un día descubrí que, en no pocas de mis novelas, casi siempre alguno de los personajes pasa por una situación de profunda catarsis. Es algo que nunca programé de forma intencionada. Sin embargo, en la libreta etérea de mis empirismos debo tener bien anotado, que para progresar hay que enclaustrarse en la mutante capsula, más o menos como hacen los gusanos para después renacer en crisálidas. Y que esto, la mayoría de las veces, nos viene impuesto por los misteriosos ciclones de nuestra existencia. Vientos que, al final y a la postre, nunca sabemos qué Céfiro o Eolo nos los adjudican. Huracanes internos que te llegan cuando menos lo esperas y te zarandean dejándote el alma con las patas para arriba. Y que luego se van, después de los estragos, otorgándote una serenidad de campo de batalla esquilmado y humeante. Y tú a recomponerte, que eso es el “dar el estirón”, que nos decían cuando aún éramos unos adolescentes. Aunque ahora no sean centímetros de estatura los que hemos ganado.
Quizás seamos incapaces de detener la turbulencia que nos arrastra en nuestro día a día. Tal vez no nos esté permitido aislarnos, pues que el ritmo en el que estamos inmersos no admite pausas, recesos, y mucho menos fugas de desertores. Es posible que no tengamos los arrestos necesarios para reclamar nuestra oxigeno, el espacio vital que nos corresponde, el exiguo respeto que debería dignificar y alimentar nuestra individualidad.
No es fácil disponer de los bríos necesarios para ser uno mismo o revelarse ante quien nos lo impide. En tal caso, vegetemos en el dolce far niente de la pereza ciega. Apacentemos vulgaridad, sumisión y silencio, y cuidemos de manera adecuada las formas que marca nuestra clase. Viajemos en el vértigo que nos impongan quienes nos acompañan y a quienes, a su vez, empujan a codazos sinergias no precisadas. Conformémonos con seguir estojando imperceptiblemente o resignémonos con no sumar ya ni una micra a nuestra talla interna. Y si un día, “por h o por b”, que es como decir por albur o por suerte (hay suertes bien cabronas), nos da el reventón, aceptémoslo. Acojámoslo con la sumisa alegría de saber que tras el dolor -si salimos de él- se guarece un gran premio. Seguro que lo haremos muy bien, pues si esto nos pasa, es que estamos fielmente acostumbrados a ser sumisos, obedientes y dóciles, aunque no sepamos ante quién, por qué, para qué, desde cuándo o hasta dónde seguiremos tragando. (Triste paisaje cuando hay que recurrir a la ironía para mitigar lo terrible).
J.Y
Por fin, el pueblo consiguió que Mubarak se fuera. ¿Dónde está?
Gran lección para el mundo.
Ahora queda lo más difícil, la dura ruta que conducirá a que los egipcios se otorguen la democracia.
En esta nueva etapa los posibles enemigos de la libertad no estarán tan bien identificados.
Deseamos que el proceso se haga con respeto y serenidad.
El mundo libre los espera.
En esta nueva etapa los posibles enemigos de la libertad no estarán tan bien identificados.
Deseamos que el proceso se haga con respeto y serenidad.
El mundo libre los espera.
Preciosa imagen: Esta ha sido y será la clave.
"El book" Propuesta para esta semana



Son tantos los enigmas acerca del hombre que da miedo pensar si lo que creemos saber nos acerca o nos dista más de la verdad.
ResponderEliminarDeberemos ser prácticos en la vida y disfrutar luchando por la "verdad" y la belleza. No creo que haya mejor cosa que experimentar eso, a parte de como siempre nos recuerda Punset, compartir la felicidad con los demás...
Me remito a mi primer párrafo para expresar mis ciertas dudas sobre las recientes revueltas, en cuanto a promotores e intereses.