La secta de los monjes de color azafrán.
(El Potala visto desde el Jokhang)
(fotos: Pedro Tejedor)
Cuando amanece el día, en nuestro grupo, todo es exultante tras una noche de descanso. Cada cual hemos procurado reencontrar nuestro orden perdido: recomponer maletas, revisar cámaras fotográficas y cargar baterías, enviar correos electrónicos, reorganizar folletos, aunar catálogos, reunir resguardos de visitas que tal vez nunca volvamos a mirar pero que hay que coleccionar por riguroso orden, reubicar con precisión aquellas cosas que creímos extraviadas y que sólo se habían distraído a causa de los vaivenes del viaje. En fin: aggiornamentos o affaires propios del más genuino turisteo. (Utilizo “affaire” sin su connotación más pícara o escabrosa; claro está)
Con semblante renovado y espíritu gozoso bajamos al comedor, con la seguridad de tomar un suculento desayuno que remate la faena de nuestra total reposición y ponga a punto nuestra máquina para el nuevo rally que supondrá el día. Ya apenas si recordamos cómo fue nuestra cena en un restaurante, que se suponía digno o aseado, en el centro de Lhasa. A la mesa corrida al más genuino estilo posadero, a los asientos recubiertos con trozos cortados de alfombrilla, hay que añadir a unos cuantos gatitos subiéndose por entre las vajillas o saltando de improviso a nuestras extranjeras rodillas. Todo ello con el consiguiente susto o repelús para algunos. Aquí los mininos mandan o conviven con “patente de corso”. (Nosotros debíamos ser esos piratas a los que asaltar y dar un zalamero susto). Al menos eso deducimos por la impunidad y el asentado poderío con el que los felinos se paseaban por mesas, repisas, butacas, alacenas; e incluso entre las imágenes de los budas colocadas en las hornacinas, bebiendo en sus metálicos cuencos rituales, perfectamente alineados. Eso se supone que debe ser el auténtico señorío tibetano: andar por entre la divinidad sin que esta se inmute ni se ofenda. Por supuesto, inútil cualquier tipo de queja o de súplica. Como máximo, y con cara de supina extrañeza, el camarero les decía un “sape” que ni les convencía a ellos ni a nosotros. Un instante después, vuelta a empezar, con el desasosiego que añade la impotencia.
A esto hay que unir, que en un momento de la cena, las lámparas comenzaron a bailar, las mesas se estremecieron y el caldo de ajo (exquisito y oportuno para el mal de altura) se zarandeó en los platos cual si tuviera vida. Ante nuestra inquietud por entender que se trataba de un seísmo, sólo encontramos la sonrisa pícara y burlona de las chicas de la cocina que arremolinadas y pillas, como en día de fiesta, decían sonoras y locuaces: “no pasar nada” “tanquilo” “tanquilo” “nada pasar”. Hoy nos hemos enterado que el terremoto, de 6,9 grados, ha tenido su epicentro en Sikkim, India, al pie del Himalaya. El número muertos allí ha sido de 60. En Nepal han sido 9, y 7 han fallecido en Tíbet. Podríamos decir, pues, que ha sido, la nuestra, una cena con “varietés” y ritmo.
El salón del desayuno es espléndido; el avituallamiento del buffet atrayente y completo. Otra cosa diferente es (estamos en un hotel de cuatro estrellas) la limpieza. Sé que puede resultar increíble o yo ser un tiquismiquis. Describiré sucintamente para no ensañarme. Los manteles individuales parece que han soportado el paso reciente de todo un ejército famélico. Ingenuamente, me dispongo a dar al mío la vuelta (ojos que no ven…); no concluyo el volteo; el dorso se presenta aún más deshonesto que el impuro anverso. Tras el mostrador inmenso, en que se exhiben y ofrecen los suculentos manjares, se pasea un grueso mozalbete con actitud de gañán disfrazado de maître de salón. Podría decirse que se trata de un alevín o aprendiz de general, pero no. Los colores de su ajuar lo acercan más a un novicio de almirante. La delantera de su chaquetilla (en otros días blanca) presenta todo un mapamundi de manchas en diferentes tonos y calibres; toda una muestra geográfica de un indescifrable y nutricio universo. Por si ello fuera poco, en su paseo, va pellizcando aquí y allá, lo que hace suponer que él tampoco ha desayunado aún o, al menos, que su oronda envergadura necesita una más espléndida sobredosis de víveres. A una orden suya, otro muchacho, raudo (eso sí), repone el pan que ya escaseaba. Es de molde, y lo trae cual acordeón en equilibrio, sujetándolo con ambas manos y apoyado en su pecho, que está igual de indecoroso que el de su compañero (También él luce abundantes condecoraciones de rancho). En su retirada hacia las puertas de vaivén que suponemos guardan la intimidad inconfesable de múltiples fogones, pasea su mano por entre las frutas, los cereales y las confituras; y pica una aceituna, como para llevarse un recuerdo de su triunfal paseo o el pago a sus diligentes servicios. Desayunamos cuanto antes sin levantar la vista y nos disponemos a salir a la calle. “Pelillos a la mar”, que el día es largo.
El Potala es, en medio de la noche, cuando todo se oscurece a su alrededor, como un inmenso transatlántico que surcara por un mar irreal e impenetrable. Esa es la imagen que yo tengo de haberlo visto la noche anterior desde el Jokhang.Pero a la luz desnuda de las primeras horas, su aspecto es aún más colosal e imponente. Es como un gran juguete de complicada arquitectura que hubiéramos desenvuelto, con los ojos del desasosiego, pegados, en el día de Reyes. Un gran regalo ante el que me hubiera quedado incrédulo y absorto, en una mezcla de fascinación y estupor espontáneos.
Estamos a sus pies. No es un monasterio, es toda una montaña convertida en trono o tabernáculo; la Montaña Hongshan, la Colina Roja de Lhasa; la antesala del Cielo. Su nombre en sánscrito significa “Morada de Bodhitsawa Aralokisteva” (Aquel que está inserto en el budismo). Dicen que ocupa una superficie total de 41 hectáreas. La construcción se alza sobre 130.000 m2, y tiene 117 m. de altura y 400 de Este a Oeste. Dicen que consta de unas 1.000 habitaciones y cuenta con más de 200 capillas. A simple vista, se divide en dos partes: el Palacio Rojo (Potrang Marpo), símbolo del poder y la máxima autoridad, y dedicado al estudio de los monjes, y el Palacio Blanco (Potrang Karpo) de uso exclusivo del Dalái Lama. Con ánimo infantil y pulso agitado para no perder detalle y comprobar todo por mí mismo, cuento hasta trece niveles de construcción y, afanosamente, distingo hasta siete pagodas con sus cubiertas radiantes y doradas. Las ventanas son infinitas, los escalones de acceso también. Mi insaciable y pueril avaricia me desborda. Tal vez por eso me rindo de inmediato y, tras sucumbir a ese racionalismo torpe, me dejo llevar, mientras asciendo los 150 peldaños, insertos entre rampas, que parten desde el pie de la asombrosa mole. Los altos muros, encalados una y otra vez, presentan una rugosidad encostrada y nívea. La luz del sol se lapa a ellos de modo deslumbrante. Ante este inmenso lienzo no puedo más que sentirme frágil y minúsculo. Mientras, un halo misterioso me va alcanzando como un humo narcótico integrador y sabio. Creo que sólo desde esa docilidad es posible adentrarse en este laberinto, que se hunde en el pasadizo del tiempo a la vez que busca conectar con el cielo intangible; ese nirvana donde aseguran que ya se han difuminado bajeza, sufrimiento y deseo. Entrar en el Potala es entrar en un mundo ingrávido que dispara de inmediato imaginación, sensibilidad, pasión y fantasía. Misticismo y belleza se aúnan, y parecen intentar convivir. Es entrar en el reino del “dorje” (símbolo tomado del dios Indra, señor de la lluvia y el trueno); emblema de la fuerza del espíritu que guía hacia la verdad y asola la ignorancia.
Pero bajemos ahora a lo más prosaico.
Las primeras obras son del siglo VII. Fue construido como palacio por el rey tibetano Sontsan Gampo para su esposa la princesa Wen Cheng, de la dinastía Tang. La mayor ampliación y adaptación la propició Ngawang Lobsang Gyatso, quinto Dalái Lama, en el siglo XVII. Allí han residido los dalái lamas hasta 1950, año en que el número XIV (el actual) huyó a la India. Pero esto son únicamente datos.
Añadamos historia:
Ge-dun-grup-pa, en 1474, fue el fundador de la secta de los monjes amarillos. Él estableció el peculiar sistema sucesorio; la elección (a través de la interpretación de recónditos signos) de un niño de corta edad, en el que se efectuará la próxima reencarnación del fallecido. Un sistema netamente teocrático; vamos, que Dios y quien gobierna son el mismo. El epíteto “Dalái Lama” procede de la lengua mongola y significa “gran océano”. Y fue Sonam Gyatso, III Dalái Lama, el primero que, en 1543, así se auto-tituló. En 1642, Ngawang Lobsang Gyatso, el V en la saga, fue el más expeditivo: destronó al rey del Tíbet y lo puso a sus órdenes, engrandeció el Potala, asumió el poder temporal, y se convirtió en dueño y señor de todo lo que era, brotaba o respiraba. Su muerte fue ocultada durante 15 años por Desi Sangay Gyatso, su primer ministro y quien se supone que era también su hijo. El VI Dalái Lama, Tsangyang Gyatso, resultó ser un tarambana, se aficionó a las damas y al jolgorio en las tabernas de Lhasa y se enredó en hacer versos y canciones de aire tántrico. Fue depuesto y nunca se supo cómo ni cuándo las palmó. De los catorce Dalai Lamas, seis han muerto de forma muy misteriosa. La gangrena del poder, que acachina o rebana a quien molesta o impide pretensiones.
Dicen que, el de los lamas, fue un régimen feudal más duro y despótico que el del Medievo europeo. La jerarquía budista y los grandes señores dominaban “a pachas”, a una masa ingente de campesinos privados de todos los derechos. El Panchen Lama, ejercía de padre espiritual del Dalái Lama, a quien se le asignaba el poder temporal. En semejante “charco”, el 93% de la tierra y el 70% del ganado pertenecían a sólo 626 personas. Este grupo selecto lo integraban 333 mandamases de monasterios. Los otros 287 puestos los nutrían la nobleza y el mando del ejército. Los 6 que faltan eran los ministros. Así se repartían la hogaza. La clase superior era un apenas selecto 2% de la población. Otro sucinto 3% eran gentes a su servicio directo: mayorales, regentes de sus bienes y cabecillas de sus tropas privadas. De este reparto ecuánime venía a resultar que un 80% eran siervos, el 5% esclavos y morralla, y el 10% restante fámulos o legos sin recursos que laboraban para los “capitostes” de los recintos santos, quienes, pese a la estricta regla lamaísta de no violencia, les zurraban la badana con demasiada frecuencia y les trataban como a auténticos perros.
Por tanto: los siervos subyugados al servicio de los monasterios, la entrega obligatoria de las cosechas a éstos, la venta de niños en el mercado, la mutilación o amputación por los delitos, la consideración de la mujer (kimen) como ser indigno e inferior, el alumbramiento de gemelos tenido como consecuencia inequívoca del mantenimiento de relaciones ilícitas, la selección forzosa de jóvenes para los monasterios y su confinamiento de por vida en ellos, la sanación sólo a base de rezos y limosnas, la prohibición del uso del arado, de la rueda, de la práctica de la pesca, la caza o la extracción del carbón -y esto mantenido en el tiempo-, hace añicos la imagen idílica y piadosa del budismo histórico en el Tíbet. Tal jarro de agua fría, rompe la estampa beatífica que de los monjes de azafrán tenemos desde lejos y nos deja desnudos y temblando. Una vez más, el poder más indigno se hace garrapata de la fe de las gentes.
Pese a todo, el Potala es un emporio de sueños, misticismo y riquezas. Apenas se traspasa la puerta principal que se abre en un muro de cuatro metros de ancho, se entra en un auténtico dédalo de pasadizos, escaleras, alcobas, capillas, rellanos, galerías, balconadas, patios y rincones colmados de incógnitas. Todo un universo de colorido y de umbrosidad; de luz trémula de lámparas de sebo y olor a manteca de yak. De humo incrustado en paredes, sedas, pinturas y tapices hermosos. Capillas con luz polvorienta y filtrada o claridad plúmbea y cenital. Un auténtico cosmos con millares de estatuas doradas, sedentes y mayestáticas. El bronce, la plata, el oro y las piedras preciosas abundan por doquier (seis mil kilos de oro tiene la estupa del V Dalái Lama, y existen ocho estupas). Pero también una biblioteca y un taller de libros cargado de esplendor enigmático y sombras sugerentes; todo un delirio para la fantasía. Un verdadero taller medieval de grafismos y letras. Colores abigarrados presos en un barroquismo desbordante. Tankas, sutras y mándalas. Y sobre los múltiples altares, caído por los suelos -pero intocables-, insertos entre las rendijas de cualquier columna o recoveco, ara, alhacena, celosía o pebetero, miles y miles de billetes de banco con los que los peregrinos anhelan adquirir ese otro billete que les transporte a una próxima reencarnación dichosa y beatífica. (Siempre es igual).


Y para que la espiritual y absurda embriaguez se quiebre en cuanto sea posible y no prospere ningún atisbo místico, la “administración imperante”, ha situado, en cada rincón, vigilantes a modo de sabuesos y ha convertido a cada monje, de los que por allí tienen cabida a modo de decoración, en leal funcionario con atuendo de monje. “Prohibido rigurosamente fotos y vídeo”.
Y ya se sabe cómo es esto. Conviviendo con toda esta maravilla, el descuido, la vulgaridad, el ganduleo, la suciedad, el deterioro impune. Un trozo de cuerda grasienta y renegrida para acotar a un santo o a un tesoro. Un pedazo de plástico raido para preservar una seda de India o de Buttan. Una butaca mugre y desfondada para servir de reposadero a un ujier bostezante. Un termo enorme y abollado, con su tapón de corcho carcomido y sobado, para arrimar templanza y consuelo a la larga jornada en “el tajo”. Un suelo pegajoso, pues el fervor popular lo va regando con la grasa que porta en jarras de plástico para sus ofrendas. Definitivamente, aquí también la “Liberación Pacífica del Tíbet” ha repoblado el hábitat con su más ávida carcoma. Esa larva hambrienta que va devorando y convirtiendo en polvo historia, cultura, tradición, sueños y, sobre todo, creencias.
Uno no cree -es cierto-, pero eso no autoriza a no respetar escrupulosamente a quienes lo hacen tan medular y sinceramente.
Vídeo tomado de http://www.youtube.com/watch?v=rXaswxrW4fU
Cuando amanece el día, en nuestro grupo, todo es exultante tras una noche de descanso. Cada cual hemos procurado reencontrar nuestro orden perdido: recomponer maletas, revisar cámaras fotográficas y cargar baterías, enviar correos electrónicos, reorganizar folletos, aunar catálogos, reunir resguardos de visitas que tal vez nunca volvamos a mirar pero que hay que coleccionar por riguroso orden, reubicar con precisión aquellas cosas que creímos extraviadas y que sólo se habían distraído a causa de los vaivenes del viaje. En fin: aggiornamentos o affaires propios del más genuino turisteo. (Utilizo “affaire” sin su connotación más pícara o escabrosa; claro está)
Con semblante renovado y espíritu gozoso bajamos al comedor, con la seguridad de tomar un suculento desayuno que remate la faena de nuestra total reposición y ponga a punto nuestra máquina para el nuevo rally que supondrá el día. Ya apenas si recordamos cómo fue nuestra cena en un restaurante, que se suponía digno o aseado, en el centro de Lhasa. A la mesa corrida al más genuino estilo posadero, a los asientos recubiertos con trozos cortados de alfombrilla, hay que añadir a unos cuantos gatitos subiéndose por entre las vajillas o saltando de improviso a nuestras extranjeras rodillas. Todo ello con el consiguiente susto o repelús para algunos. Aquí los mininos mandan o conviven con “patente de corso”. (Nosotros debíamos ser esos piratas a los que asaltar y dar un zalamero susto). Al menos eso deducimos por la impunidad y el asentado poderío con el que los felinos se paseaban por mesas, repisas, butacas, alacenas; e incluso entre las imágenes de los budas colocadas en las hornacinas, bebiendo en sus metálicos cuencos rituales, perfectamente alineados. Eso se supone que debe ser el auténtico señorío tibetano: andar por entre la divinidad sin que esta se inmute ni se ofenda. Por supuesto, inútil cualquier tipo de queja o de súplica. Como máximo, y con cara de supina extrañeza, el camarero les decía un “sape” que ni les convencía a ellos ni a nosotros. Un instante después, vuelta a empezar, con el desasosiego que añade la impotencia.
A esto hay que unir, que en un momento de la cena, las lámparas comenzaron a bailar, las mesas se estremecieron y el caldo de ajo (exquisito y oportuno para el mal de altura) se zarandeó en los platos cual si tuviera vida. Ante nuestra inquietud por entender que se trataba de un seísmo, sólo encontramos la sonrisa pícara y burlona de las chicas de la cocina que arremolinadas y pillas, como en día de fiesta, decían sonoras y locuaces: “no pasar nada” “tanquilo” “tanquilo” “nada pasar”. Hoy nos hemos enterado que el terremoto, de 6,9 grados, ha tenido su epicentro en Sikkim, India, al pie del Himalaya. El número muertos allí ha sido de 60. En Nepal han sido 9, y 7 han fallecido en Tíbet. Podríamos decir, pues, que ha sido, la nuestra, una cena con “varietés” y ritmo.
El salón del desayuno es espléndido; el avituallamiento del buffet atrayente y completo. Otra cosa diferente es (estamos en un hotel de cuatro estrellas) la limpieza. Sé que puede resultar increíble o yo ser un tiquismiquis. Describiré sucintamente para no ensañarme. Los manteles individuales parece que han soportado el paso reciente de todo un ejército famélico. Ingenuamente, me dispongo a dar al mío la vuelta (ojos que no ven…); no concluyo el volteo; el dorso se presenta aún más deshonesto que el impuro anverso. Tras el mostrador inmenso, en que se exhiben y ofrecen los suculentos manjares, se pasea un grueso mozalbete con actitud de gañán disfrazado de maître de salón. Podría decirse que se trata de un alevín o aprendiz de general, pero no. Los colores de su ajuar lo acercan más a un novicio de almirante. La delantera de su chaquetilla (en otros días blanca) presenta todo un mapamundi de manchas en diferentes tonos y calibres; toda una muestra geográfica de un indescifrable y nutricio universo. Por si ello fuera poco, en su paseo, va pellizcando aquí y allá, lo que hace suponer que él tampoco ha desayunado aún o, al menos, que su oronda envergadura necesita una más espléndida sobredosis de víveres. A una orden suya, otro muchacho, raudo (eso sí), repone el pan que ya escaseaba. Es de molde, y lo trae cual acordeón en equilibrio, sujetándolo con ambas manos y apoyado en su pecho, que está igual de indecoroso que el de su compañero (También él luce abundantes condecoraciones de rancho). En su retirada hacia las puertas de vaivén que suponemos guardan la intimidad inconfesable de múltiples fogones, pasea su mano por entre las frutas, los cereales y las confituras; y pica una aceituna, como para llevarse un recuerdo de su triunfal paseo o el pago a sus diligentes servicios. Desayunamos cuanto antes sin levantar la vista y nos disponemos a salir a la calle. “Pelillos a la mar”, que el día es largo.
El Potala es, en medio de la noche, cuando todo se oscurece a su alrededor, como un inmenso transatlántico que surcara por un mar irreal e impenetrable. Esa es la imagen que yo tengo de haberlo visto la noche anterior desde el Jokhang.Pero a la luz desnuda de las primeras horas, su aspecto es aún más colosal e imponente. Es como un gran juguete de complicada arquitectura que hubiéramos desenvuelto, con los ojos del desasosiego, pegados, en el día de Reyes. Un gran regalo ante el que me hubiera quedado incrédulo y absorto, en una mezcla de fascinación y estupor espontáneos.Estamos a sus pies. No es un monasterio, es toda una montaña convertida en trono o tabernáculo; la Montaña Hongshan, la Colina Roja de Lhasa; la antesala del Cielo. Su nombre en sánscrito significa “Morada de Bodhitsawa Aralokisteva” (Aquel que está inserto en el budismo). Dicen que ocupa una superficie total de 41 hectáreas. La construcción se alza sobre 130.000 m2, y tiene 117 m. de altura y 400 de Este a Oeste. Dicen que consta de unas 1.000 habitaciones y cuenta con más de 200 capillas. A simple vista, se divide en dos partes: el Palacio Rojo (Potrang Marpo), símbolo del poder y la máxima autoridad, y dedicado al estudio de los monjes, y el Palacio Blanco (Potrang Karpo) de uso exclusivo del Dalái Lama. Con ánimo infantil y pulso agitado para no perder detalle y comprobar todo por mí mismo, cuento hasta trece niveles de construcción y, afanosamente, distingo hasta siete pagodas con sus cubiertas radiantes y doradas. Las ventanas son infinitas, los escalones de acceso también. Mi insaciable y pueril avaricia me desborda. Tal vez por eso me rindo de inmediato y, tras sucumbir a ese racionalismo torpe, me dejo llevar, mientras asciendo los 150 peldaños, insertos entre rampas, que parten desde el pie de la asombrosa mole. Los altos muros, encalados una y otra vez, presentan una rugosidad encostrada y nívea. La luz del sol se lapa a ellos de modo deslumbrante. Ante este inmenso lienzo no puedo más que sentirme frágil y minúsculo. Mientras, un halo misterioso me va alcanzando como un humo narcótico integrador y sabio. Creo que sólo desde esa docilidad es posible adentrarse en este laberinto, que se hunde en el pasadizo del tiempo a la vez que busca conectar con el cielo intangible; ese nirvana donde aseguran que ya se han difuminado bajeza, sufrimiento y deseo. Entrar en el Potala es entrar en un mundo ingrávido que dispara de inmediato imaginación, sensibilidad, pasión y fantasía. Misticismo y belleza se aúnan, y parecen intentar convivir. Es entrar en el reino del “dorje” (símbolo tomado del dios Indra, señor de la lluvia y el trueno); emblema de la fuerza del espíritu que guía hacia la verdad y asola la ignorancia.
(Dorje)
Pero bajemos ahora a lo más prosaico.
(Grupo de peregrinos)
Las primeras obras son del siglo VII. Fue construido como palacio por el rey tibetano Sontsan Gampo para su esposa la princesa Wen Cheng, de la dinastía Tang. La mayor ampliación y adaptación la propició Ngawang Lobsang Gyatso, quinto Dalái Lama, en el siglo XVII. Allí han residido los dalái lamas hasta 1950, año en que el número XIV (el actual) huyó a la India. Pero esto son únicamente datos.
(Peregrina con su molinillo de oración y su dinero para las ofrendas)
Añadamos historia:
Ge-dun-grup-pa, en 1474, fue el fundador de la secta de los monjes amarillos. Él estableció el peculiar sistema sucesorio; la elección (a través de la interpretación de recónditos signos) de un niño de corta edad, en el que se efectuará la próxima reencarnación del fallecido. Un sistema netamente teocrático; vamos, que Dios y quien gobierna son el mismo. El epíteto “Dalái Lama” procede de la lengua mongola y significa “gran océano”. Y fue Sonam Gyatso, III Dalái Lama, el primero que, en 1543, así se auto-tituló. En 1642, Ngawang Lobsang Gyatso, el V en la saga, fue el más expeditivo: destronó al rey del Tíbet y lo puso a sus órdenes, engrandeció el Potala, asumió el poder temporal, y se convirtió en dueño y señor de todo lo que era, brotaba o respiraba. Su muerte fue ocultada durante 15 años por Desi Sangay Gyatso, su primer ministro y quien se supone que era también su hijo. El VI Dalái Lama, Tsangyang Gyatso, resultó ser un tarambana, se aficionó a las damas y al jolgorio en las tabernas de Lhasa y se enredó en hacer versos y canciones de aire tántrico. Fue depuesto y nunca se supo cómo ni cuándo las palmó. De los catorce Dalai Lamas, seis han muerto de forma muy misteriosa. La gangrena del poder, que acachina o rebana a quien molesta o impide pretensiones.
Dicen que, el de los lamas, fue un régimen feudal más duro y despótico que el del Medievo europeo. La jerarquía budista y los grandes señores dominaban “a pachas”, a una masa ingente de campesinos privados de todos los derechos. El Panchen Lama, ejercía de padre espiritual del Dalái Lama, a quien se le asignaba el poder temporal. En semejante “charco”, el 93% de la tierra y el 70% del ganado pertenecían a sólo 626 personas. Este grupo selecto lo integraban 333 mandamases de monasterios. Los otros 287 puestos los nutrían la nobleza y el mando del ejército. Los 6 que faltan eran los ministros. Así se repartían la hogaza. La clase superior era un apenas selecto 2% de la población. Otro sucinto 3% eran gentes a su servicio directo: mayorales, regentes de sus bienes y cabecillas de sus tropas privadas. De este reparto ecuánime venía a resultar que un 80% eran siervos, el 5% esclavos y morralla, y el 10% restante fámulos o legos sin recursos que laboraban para los “capitostes” de los recintos santos, quienes, pese a la estricta regla lamaísta de no violencia, les zurraban la badana con demasiada frecuencia y les trataban como a auténticos perros.
Por tanto: los siervos subyugados al servicio de los monasterios, la entrega obligatoria de las cosechas a éstos, la venta de niños en el mercado, la mutilación o amputación por los delitos, la consideración de la mujer (kimen) como ser indigno e inferior, el alumbramiento de gemelos tenido como consecuencia inequívoca del mantenimiento de relaciones ilícitas, la selección forzosa de jóvenes para los monasterios y su confinamiento de por vida en ellos, la sanación sólo a base de rezos y limosnas, la prohibición del uso del arado, de la rueda, de la práctica de la pesca, la caza o la extracción del carbón -y esto mantenido en el tiempo-, hace añicos la imagen idílica y piadosa del budismo histórico en el Tíbet. Tal jarro de agua fría, rompe la estampa beatífica que de los monjes de azafrán tenemos desde lejos y nos deja desnudos y temblando. Una vez más, el poder más indigno se hace garrapata de la fe de las gentes.
Pese a todo, el Potala es un emporio de sueños, misticismo y riquezas. Apenas se traspasa la puerta principal que se abre en un muro de cuatro metros de ancho, se entra en un auténtico dédalo de pasadizos, escaleras, alcobas, capillas, rellanos, galerías, balconadas, patios y rincones colmados de incógnitas. Todo un universo de colorido y de umbrosidad; de luz trémula de lámparas de sebo y olor a manteca de yak. De humo incrustado en paredes, sedas, pinturas y tapices hermosos. Capillas con luz polvorienta y filtrada o claridad plúmbea y cenital. Un auténtico cosmos con millares de estatuas doradas, sedentes y mayestáticas. El bronce, la plata, el oro y las piedras preciosas abundan por doquier (seis mil kilos de oro tiene la estupa del V Dalái Lama, y existen ocho estupas). Pero también una biblioteca y un taller de libros cargado de esplendor enigmático y sombras sugerentes; todo un delirio para la fantasía. Un verdadero taller medieval de grafismos y letras. Colores abigarrados presos en un barroquismo desbordante. Tankas, sutras y mándalas. Y sobre los múltiples altares, caído por los suelos -pero intocables-, insertos entre las rendijas de cualquier columna o recoveco, ara, alhacena, celosía o pebetero, miles y miles de billetes de banco con los que los peregrinos anhelan adquirir ese otro billete que les transporte a una próxima reencarnación dichosa y beatífica. (Siempre es igual).
(Dinero de los fieles metido entre el sándalo de las paredes)
(Tambor para dar las horas)
Y para que la espiritual y absurda embriaguez se quiebre en cuanto sea posible y no prospere ningún atisbo místico, la “administración imperante”, ha situado, en cada rincón, vigilantes a modo de sabuesos y ha convertido a cada monje, de los que por allí tienen cabida a modo de decoración, en leal funcionario con atuendo de monje. “Prohibido rigurosamente fotos y vídeo”.
Y ya se sabe cómo es esto. Conviviendo con toda esta maravilla, el descuido, la vulgaridad, el ganduleo, la suciedad, el deterioro impune. Un trozo de cuerda grasienta y renegrida para acotar a un santo o a un tesoro. Un pedazo de plástico raido para preservar una seda de India o de Buttan. Una butaca mugre y desfondada para servir de reposadero a un ujier bostezante. Un termo enorme y abollado, con su tapón de corcho carcomido y sobado, para arrimar templanza y consuelo a la larga jornada en “el tajo”. Un suelo pegajoso, pues el fervor popular lo va regando con la grasa que porta en jarras de plástico para sus ofrendas. Definitivamente, aquí también la “Liberación Pacífica del Tíbet” ha repoblado el hábitat con su más ávida carcoma. Esa larva hambrienta que va devorando y convirtiendo en polvo historia, cultura, tradición, sueños y, sobre todo, creencias.
Uno no cree -es cierto-, pero eso no autoriza a no respetar escrupulosamente a quienes lo hacen tan medular y sinceramente.
j. y.
Vídeo tomado de http://www.youtube.com/watch?v=rXaswxrW4fU
EL POTALA

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