sábado, 30 de abril de 2011

(42) 11.2012 LOS MÁS IMPORTANTES MONASTERIOS DEL TÍBET (9)


RUTA DE LOS MONASTERIOS:   DREPUNG.


(fotos: Pedro Tejedor)


A pesar de cuanto he ido desgranando hasta ahora sobre la historia de Tíbet y de su ciudad santa de Lhasa; a pesar de la imagen que hayamos ido formándonos sobre el medieval e impositivo dominio budista, una cosa es la organización jerárquica y su omnímodo poder y otra muy distinta la esencia y los aromas de su credo. Abomino de todas las creencias religiosas en cuanto a su institucionalización, propaganda, ansias de dominio y pretensiones fanatizadas de verdad absoluta e infalibilidad. Sin embargo creo, respeto y siento profundamente esa índole que muchos seres humanos sienten y que les lleva o, incluso, les obliga a considerar impreso en ellos un pálpito de transcendencia y de eternidad; un deseo o tendencia inexorable de encuentro y unión con La Verdad Suprema, allá donde se halle.



Así pues, también el budismo, libre de la tenaza de verdad revelada e imperiosa, despojado de toda la alharaca simplista y embobante, que en los últimos tiempos se le ha dispensado en Occidente, y limpio de todo el ñoño barniz de idílicos nirvanas y estados beatíficos y bienaventurados  excluyentes, posee un cúmulo de bondades y, sobre todo, un tesoro infinito de sabiduría profunda y medular. El ensimismamiento y la contemplación, en todas sus formas y con todos sus matices, es un pozo sempiterno en el que beber las aguas claras, puras y vivificantes de uno mismo y, por ende, del núcleo más genuino y rico de la humanidad. Por ello, la indagación sincera, valerosa y perseverante en el “yo” nos depura, pacifica y aúna con lo absoluto.  ¿A qué más puede aspirarse?



El concepto de “compasión” como inherente al desarrollo armónico de la adhesión bondadosa con uno mismo, con los otros y con el Todo, es algo substancial en el budismo. Así “la compasión” se entiende como la cualidad mental y emocional que persigue incansablemente que aquellos que nos rodean, al mismo tiempo que nosotros, se libren del sufrimiento y las causas que lo producen. Por todo esto, podemos decir que la espiritualidad oriental, asentada sobre esta base, se despliega en una dimensión extraordinaria que va mucho más allá de sus estrictos ámbitos.

Entroncando con esto, el eminente físico norteamericano Victor Mansfield trata la relación existente entre el budismo y la física cuántica (parte de la física que estudia el comportamiento de la materia cuando esta se presenta en dimensiones mínimas). Principios tales como el vacío y la indivisibilidad o interconexión de todas las realidades aparecen en ambas líneas de conocimiento. Es ya desde hace tiempo habitual la síntesis entre cuántica y espiritualidad oriental; todo ello debido a que la religión budista solicita “la compasión”, y a que la moderna ciencia también ha descubierto similares valores. Es éste el punto en el que se considera que la más reciente ciencia debiera servir al ser humano de una manera nueva y diferente.

Pero, volvamos a nuestro viaje; a la visita al Monasterio de Drepung.

        (Imagen tomada de Internet)

Drepung significa exactamente “pila” o “montón de arroz”. Fue construido en 1416 por Jamyang Choge Tashi Palden, un discípulo de Je Tsongkhapa, quien fundó la escuela Gelug, conocida como de los bonetes o gorros amarillos. Ha llegado a albergar hasta a 10.000 monjes. Se encuentra situado a unos 5 km de Lhasa, a los pies del monte Gephel.


Tuvimos la fortuna de llegar a él en una mañana tibia de septiembre, lo que nos lo presentó como un lugar silencioso y sumamente apacible.


Ir mezclándose uno, poco a poco, entre los peregrinos, que nunca faltan, dejando que nuestra mano, llevada por la inercia, haga girar los dorados molinos de oración que jalonan los primeros tramos, y que los fieles no descuidan nunca, aporta una serenidad añadida que se va religando con el leve esfuerzo del ascenso. Todo anuncia que la calma debe ocuparnos, que las inquietudes cotidianas deben quedarse fuera; que aquel lugar ha sido levantado para que en él el espíritu anide, impere el recogimiento y se solace el ánima.



La ladera del monte está sembrada de enormes o pequeñas piedras en las que abundan los dibujos coloristas de budas y divinidades para nosotros imposibles de identificar. Cada trozo de terreno es santo; todo se presta a que los creyentes dejen prendidas sus súplicas u oraciones por doquier. Cualquier elemento se ha convertido en un ara de mediación y fervor, un nexo santo con la divinidad. Los sahumerios expanden ininterrumpidamente sus humos aromáticos de sándalo y hierbas chamuscadas. Su cálida nebrina irrealiza aún más todo el conjunto.

       (foto tomada de internet)

A lo lejos, en la media ladera del monte, se divisa el enorme esqueleto metálico que sirve, en el mes de agosto, para desplegar en gran thangka de 42 metros de alto en el que aparece la figura de Buda bordada en sedas de infinita belleza e inestimable valor. Parece la osamenta de un animal prehistórico al que el paso del tiempo ha ido devorando e integrando en la tierra. Un esqueleto rectilíneo y oxidado que espera pacientemente al sol una nueva jornada de devoción gloriosa que logre revivirlo.



Muy pronto las callejas del pueblo nos reciben. Porque los monasterios budistas son como pequeños o medianos pueblos. Hay que aclarar que, en los monasterios, los monjes tibetanos no viven en comunidad, sino individualmente en sus pequeñas casas. Esto hace que los recintos monacales tengan patios, callejuelas, encrucijadas, recoletas piletas públicas nada ostentosas, servicios colectivos, y, a la vez, enormes recintos que se utilizan para los actos comunitarios, que tienen lugar varias veces al día. Tampoco viven mujeres en los cenobios destinados a hombres. Aquel monje que decide casarse ha de tener otra vivienda para su esposa y sus hijos fuera del beaterio. A su vez, existen monasterios de féminas.




Yo creo que la mejor manera de visitar Drepung es desprenderse del grupo y, en silencio, sin afán o pretensión concreta, deambular por las recónditas calles buscando las sencillas sorpresas que aporta lo más elemental. El misterio que esconde una ventana velada, en la que el raido faldón de tela blanca y negra que la remata, se bambolea al son de un viento casi agónico.  La línea quebrada del lomo de una tapia que hace imaginar que tras ella se guarda un patio silente y empedrado. La historia fabulada que imaginamos escrita en el tronco de un árbol añoso que, sin lugar a dudas, ha sido testigo de mil historias y afanes cotidianos, el respeto al letargo de un gato que dormita al sol de un día que parece que ha de ser eterno.


Pero también el acopio distendido y en modo alguno avaro de franjas de colores desvaídos, de manchas de vejez y costrones de humedad en las paredes, de vigas carcomidas que aparecen aquí y allá como negros huesos ya descoyuntados, de rincones de umbría permanente y arbustos agobiados por los pañuelos blancos que los devotos han anudado a ellos con terquedad ferviente día a día.

Haciéndolo así, he tenido la sensación de merodear por un pueblo cualquiera de Castilla a las horas tempranas en un domingo cualquiera del estío. Un pueblo de Castilla que el tiempo hubiera engullido y extraviado entre las telarañas decadentes de un pasado inconcreto y llevado a un lugar remoto.






Se trata simplemente de entrar en los portalones, de sentarse entre las maderas arcaicas de los atrios o en sus escalones, de contemplar su vejez de surcos y de heridas hechas amorosamente por el afán incansable de los vientos, los hielos y los soles, de meter la nariz y lo que quepa -según defiende Pedro- allá donde se tercie. Se trata también de transponer la pesada cortina que ciega y preserva la entrada a una sala de oración vacía, en la que el colorido rabioso de sus sedas de feroz barroquismo parece esperar desde siempre un ceremonial que se está demorando eternamente. La aventura consiste, pues, en contemplar las columnas forradas como estandartes interminables y cilíndricos que caen desde lo alto como dignas cascadas, o averiguar la ubicación de las trampillas o claraboyas de luz amortiguada que nunca se sabe bien de dónde viene. Pero también se trata de sentir la inmensa y añosa frialdad de las bodegas, los silos y los almacenes dedicados a las utilerías, que encierran misterios tenebrosos que parecen latir y animar en las tinieblas.

 



Ahora es un ámbito rudimentario, destartalado y un tanto tenebroso el que nos sale al paso y nos invita, incitante, a que entremos. Descubrimos la cocina. Tras la sorpresa, intento percibir el relato escrito en el folio rugoso y negro de las paredes de esta inmensa  sala de fogones en la que han humeado, y aún humean, las enormes marmitas que hierven el agua salada con manteca de yak, que se distribuye para toda la colectividad, y que es base fundamental de la alimentación del monje. Algunos de ellos esperan, cual serenos mendicantes, su turno portando sus descomunales termos. Cuando reciben su avituallamiento, se pierden felices y en silencio en todas las direcciones. Aquí el disfrute se cifra en un universo sencillo pero realmente evocador y sugerente.



 La mejor manera de aprehender todo cuanto aquí se nos muestra no es otra que dejarse ocupar por el recuelo que flota en el ambiente. El vaho o el aliento de este lugar, en el que más de cinco siglos han ido dejando su tono y pulimento; su historia y su murmullo. Y todo ello entre los resquicios de una ciudad que alguien levantara para iniciar desde ella el viaje sustancial hacia “los centros”.
j. y.









(Vídeo tomado de internet). Fiesta de agosto cuando se despliega el gran thangka en Drepung.


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