Mira uno a su alrededor y no puede creerlo. Es toda
una ficción ante la que la perplejidad nos trata de proteger para que la
atrocidad no nos enseñe sus fauces más feroces y caninas. Pero no, no es una
ficción ni un sueño del que uno pueda despertar, frotarse los ojos y bostezar aliviado tras la atroz pesadilla.
Quién puede encajar que las más altas, acunadas y
adoradas instancias del país y sus consortes, vástagos y adláteres hayan
despellejado al bien común de la forma más vil y más cruenta, sin pudor y
sirviéndose continuadamente del fraude y la falacia.
Quién puede entender que la avaricia y la
desfachatez de quienes celebran con serpentinas, piñatas y confetis millonarios
los cristianos eventos de sus niños, decreten que los enfermos crónicos y más
graves del país paguen un diez por ciento de sus tratamientos.
Quién puede tolerar que a los colegios acudan, día a
día, miles de niños desnutridos, o que sus padres tengan que rebuscar en las
basuras para su subsistencia.
Quién puede asumir que para toda una generación de
jóvenes estudiar es un ejercicio endógeno que comienza y acaba en sí mismo,
además de ser un discriminador social que aparta a desamparados de ricos para
perpetuar su distancia.
Quién puede soportar que la mentira se haya
institucionalizado e infecte el ambiente, llegando a ser respirada por todos
sin que nos asfixie y aniquile con su corrosidad infame.
Quién puede asimilar que a la vejez se la pague todo
el esfuerzo de una vida con la inyección del miedo, la incertidumbre y hasta la
miseria.
Quién puede resistir que los dirigentes y los
representantes más directos del pueblo hayan escarbado desaforadamente y se
hayan tragado de forma avariciosa lo que era de todos, y ahora nos digan: “no
sé” o “no me acuerdo”, y se enzarcen en un debate permanente de greguerías y
requilorios legales que pretenden que se quede en nada.
Y cómo sobrellevar que, para reconducir todo esto,
la solución es esquilmar y absorber con saña y sin tasa al más débil y, a la
vez, halagar y babear ante los banqueros, los poderosos o los mafiosos de los
macro casinos.
Y cómo admitir más horas de trabajo, menos salario
y, sobre todo, más miedo y menos esperanzas.
Pues bien, cuando esto pasa es que la indecencia ha
descendido hasta el empedrado, que el excremento social nos acorrala, que la
perversidad nos viste y nos decora, que la purulencia nos maquilla la cara y
nos lustra el cabello.
Un pueblo que llega
hasta aquí no puede quedarse quieto, a riesgo de que se escupa a sí
mismo.
Miro al país y sólo veo desolación y tedio,
aceptación paciente, sumisión humillante. Es un, a modo de, sopor beodo ante el
televisor en el que unos cuantos juegan, profesional o comisionadamente, con el
dolor real y con la lepra ajena. Nuestro único consuelo es el de aplaudir a
quienes creemos que nos representan y esperar a que, con este entretener
dialéctico, nos regalen un milagro que lo reponga todo como por ensalmo o magia.
Pero esto no sirve sino para amamantar ingenuos. Los milagros no existen; los
ricos nunca se han desprendido por su voluntad de nada.
Este es un país agónico. Es un solar desbastado por
un cruel seísmo. Somos un estadio sin gente, un campo de batalla humeante, una
lonja vacía en medio de la noche, un bazar saqueado.
Y esto… ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo este silencio
más propio de muertos y de osarios? Sólo una marea total logra transfigurar la
costa. Lo demás -ya dice Wert- es un jolgorio; una mera “fiesta de cumpleaños”.
j.y.
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