Desde Akhenatón a los exvotos, pasando por la plaza Tahrir y algunas dictaduras.
Ya sabemos que la historia lo lima y erosiona todo. Difumina los tonos, suaviza los perfiles, y aplica a los sucesos un hermoso y pictórico sfumato. De esa manera, del glorioso pasado sólo nos llegan aquellas imágenes puramente épicas envueltas en una idealización crepuscular y gaseosa. Por eso, con frecuencia, nos ilusionaría haber vivido en tal o cual momento histórico, haber sido partícipes en este o aquel hecho asombroso. En esas evocaciones, la ingenuidad nos sitúa siempre en el rol de los protagonistas ilustres, nunca en el del pueblo llano, que es en el que nosotros militamos.
Dicen que Amenhotep Neferjeperura, fue un faraón de la XVIII dinastía en el vetusto Egipto, allá por el 1340 antes de Jesucristo. Dicen que probablemente fue el padre de Tutankamón, aunque esta afirmación puede ser refutable. Aseguran que Nefertiti fue su “Gran Esposa Real”.
Pues bien, este individuo cuando fue soberano adoptó el nombre de Akhenatón (Horizonte de Atón). Quería a toda costa que Atón (el disco solar) fuera el único dios de los egipcios, cargándose así, de un revés o plumazo soberano, la extensa y variopinta panoplia celestial, que el pueblo veneraba bajo un sinfín de formas y deidades. Un capricho que, al igual que otros de los muchos que suelen tener los dictadores, al pueblo le removió los mesenterios.
Fue este un faraón innovador, ilustrado, esteta y diferente, según se aprecia en los vestigios que de él nos informan. Un ser reformista y disímil. Pero el pueblo suele ir a su paso y no admite ni apeos ni galopes. Es él quien se impone sus ritmos y rotura sus surcos; o así debiera ser.
Fuera como fuese el asunto, lo cierto es que al faraón de marras no le debió ir demasiado bien con sus mudanzas. Reinó diecisiete años y murió a los treinta y seis de forma poco clara. Luego le sucedió Semenejkara, que perduró tan sólo un año y, tras él, llegó Tutankatón.
En resumen, que el pueblo (sin plaza Tahrir, pero con el mismo espíritu de libertad de hoy) se les encabritó y les debió poner las peras al cuarto, tanto al faraón snob como al breve que lo sucedió y, por supuesto, al nuevo niño-mandatario y heredero. Así, Tutankatón, entre otras liquidaciones de existencias, tuvo que cambiarse (ahora sí, “a la puta carrera”) el nombre que tenía por el de Tutankamón. O sea, de “imagen viva de Atón” hubo de innovarse a “imagen viva de Amón”. Así el gentío se salió con la suya, como debía ser. Pues aunque el pueblo se equivoque a veces, siempre está amparado por “la razón soberana”, sobre todo porque le va su pan, su vida y su libertad en ello, y esa alta factura lo certifica y revalida todo, hasta los traspiés.
He tenido la enorme fortuna de viajar dos veces a Egipto. He estado en Túnez, Siria, Turquía, Jordania y Marruecos. He conocido el mar de Mármara, el mar Muerto, el mar Rojo y el río Nilo. He estado en el Sáhara, en el Wadi Rum, y en el puerto de Aqaba, por donde anduvo Lawrence de Arabia aunando a los árabes, que guerreaban esparcidos. He visitado durante el rezo la mezquita chiíta Suyyida Ruqayya, en Damasco, además de otras muchas. Desde el primer momento me ha fascinado la cultura de los países islámicos, y nunca he sentido en ellos el más mínimo miedo o amenaza. Lo temible no es un piadoso creyente (que son la mayoría), sino un fanático iluminado; un retrógrado o integrista acérrimo, un avasallador mesías: un salvavidas ciego de esos que han sido -según ellos- agraciados con el gran don de “la verdad revelada”. Como que el Dios de la eternidad y el misterio inmenso está para quitarle velos a las entendederas mohosas de cualquier mamarracho. Y, claro está, en esa religión los hay como en cualquier otra; ni más ni menos.
Y es que para fanatismos no hay más que volver la vista atrás y recordar a los cristianos. Perseguidores bravíos de herejes, irascibles alcahuetes de cismas, vehementes motores de cruzadas, iracundos delatores y cooperantes necios de la Inquisición, atizadores de hogueras, torturas, aberraciones científicas y barbaries diversas de todos los colores. Aún hoy siguen a vueltas con la ciencia, la igualdad y hasta los Derechos Humanos. Tampoco se queda atrás el dios cruel, déspota y realmente malvado de muchos pasajes del Viejo Testamento, en los que preconiza burradas sin mesura y enormes desatinos. El dios del que nos habla Saramago en su “Caín”. Claro que todo esto no viene sino a corroborar que ese dios que se dibuja en los “libros sagrados” o amañan los clérigos de fuste no es, ni más ni menos, sino el rústico retrato que diseñan, desde sus estólidas mentes, aquellos que se atreven a definir, poner voz, actos y pensamiento al Inefable. ¡Menudo atrevimiento! ¡Habrase visto repugnante osadía!
Pero centrémonos en el milenario y fascinante Egipto.
También a mí como a Julio Cesar o a Marco Antonio me subyugó aquella tierra única. No, yo no tuve Cleopatra, ni falta que me hizo. La gran serpiente verde que se ve desde el aire, aun antes de pisar tierra, dibujando un país que repta por la arena, tiene en sí cuanta fascinación pudiera imaginarse. Tanta que, en mí, me obligó a escribir una de mis novelas: “El viaje a Damasco”. Trabajo que no lo fue en absoluto, sino que resultó un magnífico pretexto para dilatar y fijar un disfrute que ya no me ha abandonado y se acrecienta solo.
Luego leí la asombrosa trilogía de Naguib Mahfuz, premio Nobel en 1988 (“Entre dos palacios”, “Palacio del deseo” y “La Azucarera”). Y ya mi vinculación a aquel país se hizo total y sin ambages. ¿Cómo no sentir, pues, cuanto allí sucede en estos días? ¿Cómo no sufrir sus bajas humanas y los destrozos infundados en el Museo de El Cairo? ¿Cómo no anhelar para ellos un futuro en libertad y calma sin regentes déspotas y ladinos ejerciendo de guías? (Dicen que 50.000.000.000 $ es la fortuna estimada de Mubarak. Eso es lo que Mubarak le ha robado a su pueblo; del que no se va por que lo ama tanto. (Millones de egipcios sobreviven con 2 $ al día).Luego están sus adláteres y correligionarios, que tampoco han de haberse ido de balde. Y todo con el amén y el bendito aspergeo del “pater beatífico”, los E.E.U.U. Casi 3.000.000.000 $ de ayuda militar y económica al año).
Creo que, al igual que le sucede al mar, el desierto es ese otro espacio atemporal en el que nada se oculta y todo está suspendido en una exhalación de sutiles e intangibles secretos. (También así debe ser el cosmos). Como cualquier misterio, su atracción es inmensa, irresistible y huidiza. Abidos, Alejandría, Asuán, El Cairo, Amarna, Luxor, Edfú, Abu Simbel, Menfis, Tebas, Heliópolis, Bubastis, Giza, Elefantina, Kom Ombo, Filae, Valle de los reyes, Valle de las reinas; el ensueño. Calles, mezquitas, bazares, barrios, zocos, cementerios, templos, tumbas, río, cielo, orillas con papiros o huertos; arena, arena, arena. Luz infinita y tórrido calor. La vida.
Pero hay quien no respeta nada. La avaricia es una ceguera del alma capaz de atropellar historia, tierra, heredad cultural y, lo que es peor, a los seres humanos; cavando a su paso para ellos la miseria y la muerte. La avaricia es una cruel enfermedad que se expande como feroz pandemia; como virus o bacterias insaciables de muerte. Pero no olvidemos nunca que la historia, la implacable historia, viola siempre las tumbas de los opresores. Lo hará antes o después, pero lo ha hecho y lo hará siempre. Aunque no existan ya huesos del malvado que echarle a los perros.
Hemos sido testigos, una vez más, de ese juego que se repite una y otra vez. De nuevo el todopoderoso pastoreador del mundo, el omnipotente y omnipresente rector de los designios de la humanidad, ha jugado su baza. Da lo mismo que sea uno u otro su presidente, que tenga una u otra estatura, uno u otro color de piel, de ojos o de ideas. Una vez más, este tahúr o corredor de apuestas amañadas ha esperado agazapado a dar su chivatazo a quien más le convenga. La tibieza del deshonesto chaquetero que siempre se alinea al lado de quien más le conviene. Así hoy defenestra a quien ayer amaba con delirio. Traidora y despiadada coima, concubina o manceba que ayer lamía a este y hoy le escupe a la cara. ¿Puede estar mejor ungida la falacia?
Mas no nos engañemos, sólo las armas quitan o ponen opresores. Y sólo el pueblo las vence cuando les pierde el miedo. Claro que esto es un tributo de un altísimo precio pues que únicamente admite en su pago la moneda sublime de la vida. Aunque para alguno, la vida de los otros, tan sólo es ínfima calderilla.
Ahora les viene lo más duro. En la retina tenemos aún agazapada la imagen imborrable de Reza Pahlevi (Sha de Persia), Khomeini y sus ayatolás; la República Islámica de Irán y su angélico Ahmadineyad. A su lado la República Islámica de Afganistán; los talibán y su Sharia rígida. Allí mismo, la República de Irak. ¿Qué más podemos decir o hacer, sino contar con horror los miles de muertos, así como las violaciones pérfidas y sistemáticas de los Derechos Humanos? Y es que por allí tiene la maldad humana uno de sus más espantosos hogares; su haima execrable.
Aunque parezca temerario afirmarlo, lo de menos son los símbolos, los ritos o las tozudas costumbres extemporáneas. También en Occidente, en España, hace unos cincuenta años estaba valorado el sacrificio y la mortificación despiadada del cuerpo. Y hasta se ensalzaba el martirio por razones de fe, cual vía certera de salvación eterna. También la España católica, apostólica y romana, a la que refiero -de la que fui testigo- hacía que las mujeres llevaran rigurosamente cubiertas sus cabezas en los templos, las mangas hasta el puño y las faldas cumplidas. Y se preferían -para ser decentes- las medias con apariencia de pátina de yeso, las blusas con cuello camisero, y el pelo con una discreta “permanente”. De la ropa interior no hablaremos por cuidar el recato. Las melenas bravías eran símbolo de veleidad sospechosa, y su corte, una vez trenzado, era bien recibido en las sacristías de las ermitas, a las que se llevaban múltiples exvotos de cera reproduciendo las partes del cuerpo objeto de desgracia o cura milagrosa. Junto a ello se atesoraban muletas, zapatos con alzas o bragueros; corsés ortopédicos, ramos de novias con flores de tela, cíngulos de hábitos, velas rizadas, palmas benditas, bisuterías múltiples, rosarios resobados, fotos añosas, cartas, estampas, rezos escritos o jaculatorias, y algunas cosas más de factura diversa y gusto espeluznante.
Pero también la mujer, tras la muerte de un ser querido o próximo, se vestía de luto riguroso (que llevaba desde el catre a la cama cada día), no salía de casa más que para la iglesia durante al menos dos años, o a perpetuidad en muchos casos. Se aplazaban bodas, se cerraban puertas y atrancaban ventanas, se prohibía cantar, escuchar la radio o ir al cine bajo desprecio general del vecindario, y se programaban triduos, novenas y “cabos de año” por el alma del pobre fallecido. Luego, en el mejor y más benevolente de los casos, venía el “alivio de luto”. Sólo ropa gris o suavemente jaspeada en colores muy sobrios. Eso duraba al menos otro año. Si la torva salud o mala suerte familiar eran aciagas, las mujeres quedaban cual sepultas en vida, pues que iban encadenando óbitos. También aquí se prohibía la ingestión de carne durante La Cuaresma, salvo que se comprara la “Bula de la Santa Cruzada”, que había que pagar siempre en metálico. Sin olvidar que también se condenaba al desprecio más cruel e infinito a la madre soltera, y hasta al hijo expósito o bastardo. Por el contrario, la entrada de un hijo a engrosar las filas del santísimo clero, era una bendición generosa del cielo. (Los enviados de la diócesis iban por los pueblos a reclutar prosélitos entre los tiernos niños a quienes embaucaban con promesas de salvación y gloria). Se alentaba la ida a las Misiones, se redimían infieles o negritos y se sacaba a almas del purgatorio como se pescan barbos, aunque siempre a base de donativo o limosna. La iglesia llevaba al dictador bajo palio. Se cantaba el “Cara al sol” en las escuelas, se rezaba al comenzar las clases, se multaban los besos dados en la vía pública. Hasta se prohibía exhibir láminas de pinturas de desnudos en los escaparates, se pertenecía, sí o sí, al sindicato único. Y, un poquito antes, hasta se detenían de repente las sesiones de cine para cantar los himnos patrios con el brazo en alto y dar vítores a la Patria y a Franco. De la pornografía ni hablemos. Estaba perseguido escuchar radio Andorra o la BBC de Londres.
Pues bien, todo esto que hoy nos parece inventado, lo hemos sufrido muchos. Por eso estamos avalados para poder contaros cómo fuimos redimidos de ese siniestro entorno. Veréis, el milagro sólo nos lo propició la cultura. Cultura, cultura y cultura. Esa es la clave. Bueno y la complicidad del sentido común y de la tolerancia, que al pueblo, si se le deja, no le falta nunca.
j. y.
En esta ocasión, y como un desahogo, os añado un curioso y simpático texto.
Espero que en medio de tanta cosa seria sea capaz de arrancaros una leve sonrisa,
si es que aún os quedan ganas para leer.
Tomado del Homenaje al III Congreso de la Lengua Española
Señores: Un servidor
Pedro Pérez Paticola,
cual la Academia Española
"Limpia, Fija y da Esplendor".
Y no por ganas de hablar,
pues les voy a demostrar
que es preciso meter mano
al idioma castellano,
donde hay mucho que arreglar.
¿Me quieren decir por qué,
en tamaño y en esencia,
hay esa gran diferencia
entre un buque y un buqué?
¿Por el acento? Pues yo,
por esa insignificancia,
no concibo la distancia
de presidio y presidió,
ni de tomas a Tomás
ni de topo al que topó.
por esa insignificancia,
no concibo la distancia
de presidio y presidió,
ni de tomas a Tomás
ni de topo al que topó.
Por eso no encuentro mal
si alguno me dice cuala,
como decimos Pascuala,
femenino de Pascual.
Mas dejemos el acento,
que convierte, como ves,
las ingles en un inglés,
y pasemos a otro cuento.
¿A ustedes no les asombra
que diciendo rico y rica,
majo y maja, chico y chica,
no digamos hombre y hombra?
¿Por qué llamamos tortero
al que elabora una torta
y al sastre, que trajes corta,
no lo llamamos trajero?
¿Por qué las Josefas son
por Pepitas conocidas,
como si fuesen salidas
de las tripas de un melón?
¿A vuestro oído no admira,
lo mismo que yo lo admiro,
que quien descerraja un tiro,
dispara, pero no tira?
Este verbo y otros mil
en nuestro idioma son barro;
tira, el que tira de un carro,
no el que dispara un fusil.
De largo sacan largueza
en lugar de larguedad,
y de corto, cortedad
en vez de sacar corteza
De igual manera me quejo
de ver que un libro es un tomo;
será tomo, si lo tomo,
y si no lo tomo, un dejo.
Si se le llama mirón
al que está mirando mucho,
cuando mucho ladre un chucho
se le llamará ladrón.
Porque la sílaba "on"
indica aumento, y extraño
que a un ramo de gran tamaño
no se lo llame Ramón.
Y por la misma razón,
si los que estáis escuchando
un gran rato estáis pasando,
estáis pasando un ratón.
Y sobra para quedar
convencido el más profundo,
que el idioma castellano
tiene mucho que arreglar.






Hola, me ha gustado el artículo, muy clarito, lo que cuentas de España fue hace cuatro días y ¿parece mentira! a mi me queda sobre el tema de Egipto, pensar en positivo.
ResponderEliminarPoco o nada cabe añadir, tampoco quitar coma alguna. Suscribo cuanto dices, tan solo lamentar la escasa y selectiva memoria que tenemos los españoles, el desinterés manifiesto de las clases dirigentes por la cultura y la comodidad que les produce tener un pueblo con escaso criterio y con mucha capacidad de manipulación, les hará más cómodo sus contínuos dislates y despropósitos. Magnífico artículo, espero que llegue a muchos pcs.
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