sábado, 30 de abril de 2011

(17) LA PERSONAL CUENTA ANUAL DE RESULTADOS.









Año a año, más o menos coincidiendo con la última quincena del mes de diciembre se disparan las estadísticas que contabilizan las buenas intenciones. Es esta una encuesta intangible y ficticia, que no realiza ni publica nadie, pero que nos demuestra, sin cifras y sin gráficas, el grado perenne de desencanto y frustración que arrastramos los seres humanos.

 Todos los primeros de enero, las editoriales lanzan sus coleccionables de  manualidades, de aficiones y hobbies. Los quioscos se llenan de cachivaches y títeres diversos que acompañan a las revistas y publicaciones de todas las calañas. Las academias y los consultorios de lo innecesario se colapsan. Las rutas urbanas del colesterol se pueblan de variopintos chándales. Y los gimnasios agotan sus cupos de matrícula. Es el momento de creerse a pies juntillas que ahora sí se aprenderá inglés comenzando a los cincuenta años, que se llegará a bailar el pasodoble, el chachachá  y el tango aunque se tenga artrosis, y que por fin se extraviarán esos kilos cabrones, que son como un cilicio que nos lacera el ego, diariamente  atormentado por el implacable patrón de la estética de playa y pasarela.

Todo loable, ¡pues faltaría más! Eso de reciclarse, tentarse las costuras, revisarse los fondos y proyectar el propio tuneado, es algo que siempre es positivo. Un día Unamuno dijo: “el progreso consiste en renovarse” y, de inmediato, el pueblo lo tradujo a su lenguaje: “Renovarse o morir”. Y ya la frase, cual meteorito que cruzara la atmósfera, fue a esculpirse en el mármol histórico cual lapidaria máxima. “Renovarse o morir”, amigo mío. Menos mal que el luminoso aserto no trae consigo contrato riguroso, legajo notarial de obligada obediencia o santo juramento. Pues, al igual que irrumpe la riada de los buenos propósitos a primeros de enero, se diluye, se fuga y se filtra, a más tardar, por mediados de marzo. Las editoras de fascículos lo saben y no se sobresaltan; en sus operaciones de orquesta y lanzamiento ya estaba descontado el abandono: tres meses vendiendo bobadas a los culpabilizados que quieren redimir sus desacatos, y luego a plegar la campaña. Que nadie se preocupe: objetivo logrado. 

“Renovarse o morir”, “seguir siempre adelante”, “caer y levantarse”, “no detenerse nunca”. Todo esto es verdad; verdad necesaria, vital y encomiable. Máxima esencial de profundas enjundias, siempre que no se viva desde la orilla maligna de la culpabilidad y la negra cadena del fallo o del pecado. Porque “la culpa”, cuando es sobrevalorada,  es como una gangrena que pudre cuanto toca, descomponiendo, como cáustico ácido, el afecto hacia uno mismo, o desproporcionando la negativa valoración de aquellos a los que ha trincado. 

Muchos años me ha costado a mí conseguir que “la culpa” se confine en sus trojes, se vaya a sus solares; se quede en su sentina. Y aún no las tengo todas conmigo frente a este enemigo.

 No sé con qué afán, quienes nos educaron a los de mi cordada, nos inculcaron un sentido terrible de agobio y pesadumbre. Era la lógica secuela que nos pringaba a todos, cual grasa ennegrecida, cuando no nos ceñíamos a lo ya diseñado, o nuestra rebeldía y desacato nos llevaba a la impudicia, el yerro o el punible y maligno pecado. El código, sus grados y también sus tarifas, las decretaban ellos. Un sanedrín dispuesto a ennegrecer el mundo, para después comercializar su limpieza. 

Y así, la educación judeocristina ha regustado siempre de hacer que nos creamos reos a cada triquitraque. No olvidemos que, según ellos,  ya venimos al mundo, sucios y empecatados, por aquello que ellos llaman “pecado original”. Cómo se puede sostener burrada semejante. Son unas artimañas, sin duda, para después, tras el paso obligado por sus sacramentales aros y maniqueas coyundas, ofrecernos su magnánimo y generoso perdón; su redención espléndida. Un mecanismo más, inventado para crear docilidad y dependencia; premisas necesarias para obrar el dominio y amarrar voluntades, aprisionando  y manejando espíritus.

Pero la vida avanza. Las ciencias y el saber se esponjan. El ser humano construye sobre sí mismo a cada instante, como el tramo de alminar que hoy se levanta sobre lo ayer fraguado . (Y ello, aunque a veces nos visite ese vértigo de la desilusión y la desesperanza que nos hace creer que todo se empobrece, se hunde y se aniquila). Pero la creación; la Creación escrita con mayúsculas, -sea quien sea su autor y su gerente-, se hace y se rehace con cada unidad de tiempo por ínfima que sea, con cada respiro animal, en cada brizna de hierba de la inmensa pradera de esta Tierra en que pastamos todos; en cada pálpito del vasto Universo. Así es como, milímetro a milímetro, arañazo a arañazo, tal vez reptando o tanteando a oscuras, vamos logrando situar con mano temblorosa el pábilo en la vela y luego encenderlo. Así se hace la luz.

De ese modo hemos aprendido que la culpa no es lo que nos contaron los manoseadores de almas; los sobones de espíritus. Que poco en nosotros depende de nuestra voluntad, que hay muchos mecanismos que aunque nos pertenezcan no sabremos muy bien el cómo manejarlos. Porque la vida de los seres humanos es ese magnífico vehículo en el que viajamos, pero del que desconocemos casi todo de su embrollada mecánica, por lo que el riesgo de accidente es alto, y el porcentaje de que este sea fortuito y, en suma, incontrolado, en exceso elevado.

No, no es que yo ahora  -yéndome al otro extremo- postule que nadie es culpable de aquello que comete; no, no es eso. Claro que cada acto tiene su autor y responsable con nombre y apellidos; claro que el desconocimiento de la ley no exime de su acato.  No seré yo quien cante a voz en grito que “el hombre es un cordero para el hombre”. Pero todo con tino y en su medida justa; valorando la relatividad de implicaciones y demás motivos o parajes colindantes. Y sobre todo, nada de sordidez de caídas “mortales”, flagelos y cilicios, penitencia exculpante, condenación eterna, ni calderones hirvientes o parrillas en las que socarrarnos en cuanto se nos cierren los párpados y olvidemos el hálito. Si Dios lo es, seguro que no tiene el pútrido intelecto de estos descerebrados que pregonan eso de “Los Novísimos” (Es lo que llaman las postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria. Un callejón truculento, igual igual, que “el tren de los horrores” de las ferias). Quienes sin creer en Él, le tenemos el supremo respeto (esto pudiera parecer una intrincada insensatez), sabemos que “La Razón del Mundo” no puede ser ni mezquina, ni brutal, ni turbia y, mucho menos, rapaz, avara, subyugante y manipuladora. 

Tal vez -así opino- la grandeza del hombre sea la persecución tenaz de la justicia, la exaltación del respeto como ruta directa hacia la comprensión. Repudio abiertamente, y a cuanto volumen me concede mi voz, esa vieja virtud llamada caridad. Porque el ejercicio de la caridad no hace más que encubrir, en el caritativo,  un ofensivo acto de soberbia. Si existiera justicia, la caridad, no sería más que un innombrable miasma erradicado. Seamos justos y no hará falta que nadie, desde su opulencia y su magnanimidad, necesite ser caritativo.

Pero reconduzcámonos, que se me va la pinza en cuanto se me recalienta el alma. 

Atémosle la correa, e incluso pongámosle bozal si es necesario, al perro agresor de nuestra culpa. Midámonos por fuera, pero también por dentro. Aceptemos, desde la humildad (que no es humillación ni modestia agrandada) que sabemos muy poco de nuestros componentes, y que nos resultamos a nosotros mismos un tanto díscolos e indominables, cual testarudo adolescente que no atina con el camino por el que encauzarse. Impongámonos, como terapia, el noble ejercicio de disfrutar del tiempo, aunque a veces eso conlleve la “obligación” de parecer perderlo. Dejemos de repasarnos atendiendo a principios y normas forasteras, que otros nos endosaron o intentan endosarnos. Seamos gestores de lo nuestro, punzándonos, eso sí, con cariño y ternura hasta el hondón del alma. Y aceptemos, sabiéndonos torpes e ignorantes, cuanto se haga o se deshaga a través de nosotros. Y ello, tanto cuando nos ennoblece como cuando nos envilece. 

En fin, considerémonos un granito de arena en el desierto inmenso en que nos encontramos. Pero sobre todo confiemos, amemos y vivamos, pues que no hacerlo es, sin lugar a dudas, el único pecado digno de rapapolvo. Y andémonos al hilo, pues como el Universo es un contable quisquilloso, eficaz y avezado, en sí lleva la cuenta, para que nada quede, al final, pendiente o impagado. 
j. y.




 "El Sahara". Triste y vergonzosa imagen para un año que se va.
(aunque podemos seguir mirando a otro lado)




Propuesta musical para cualquier día del nuevo año.




1 comentario:

  1. La constancia es una virtud muy valiosa, y la ausencia de ella en nuestra vida cotidiana conlleva dejadez, incumplimiento de objetivos y frustración, mucha frustración. Todo ello lleva a prometerse cosas de la manera que expones Javier. Quizá todo se resuma en un problema de constancia. En el colegio a todos nos han llamado la atención por no atender, pero ¿quién nos ha enseñado a prestar atención? Quizá ese sea el origen de que mucha gente tenga tanto desorden en su vida. Sé que quieres ir más allá, pero pienso personalmente que la culpa no es más que el reflejo de aquella frustración al ver nuestra incapacidad para acometer nuestras metas.

    Menos exigencia con nosotros mismos, menos culpa, más felicidad… Habrá que buscar el equilibrio entre los extremos de la frase. Y sobre todo no pretender exigirnos a escopetazos.

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