Cosas de la tragedia.
Allá por el año 442 a.C. los griegos quedaron sobrecogidos con el estreno de una pieza de teatro que consiguió eso tan difícil de lograr por un espectáculo de ficción: que el tiempo se detenga, que el aire se haga sólido aunque ingrávido, y que las almas de los espectadores se queden suspendidas al unísono en un ámbito de emoción que resulta indescriptible. Ese espacio insustancial que podríamos decir que se mece levemente entre el llanto, la dicha y la inapresable sensación que supone sentir la vida como algo fascinante que sólo puede contenerse entre el vítreo esmalte de las lágrimas.
Sí, porque las lágrimas son siempre la síntesis de lo inenarrable, de lo inabarcable; de lo intangible. Una lágrima es, al fin y al cabo, la metáfora más pura, la partícula más esencial tanto del agudo dolor como de la incontenible dicha. Llorar siempre es lo máximo que podemos hacer cuando nada más se puede hacer, y el alma, sin embargo, nos rebosa de sufrimiento o gozo. La lágrima es entonces una amable matrona ambivalente. Nada aporta, eso sí, una lágrima a la solución lógica y cabal de un hecho desgraciado. Podríamos decir, pues, que el llanto es inoperante. Y sin embargo nada tan reparador; tan necesario cuando el alma se ahoga y el aire por sí sólo no oxigena. Qué curioso: tan imprescindible precisamente cuando nada nos vale, al menos en el sentido material del término.
De otro lado, entre las pifias de nuestra educación está la sistemática represión del llanto, sobre todo si se es hombre. Aquel fiasco formativo ha proclamado siempre que si un hombre llora puede dejar de serlo, y eso -no lo dudemos- es, sin coartadas ni ambages, un asunto muy grave. Triste o patética figura la así diseñada; pobres machos, caballeros o hidalgos los que nunca lloraron.
Pues bien. Dejar que os guíe por la escena. Antígona es conducida a su muerte. La elegante dama vestida con el peplo del martirio va a ser emparedada en vida; así lo ha decretado el rey. La egregia figura de la mujer que, decidida y vitriólica, se enfrentaba a Creonte, es ahora un mero guiñapo apaleado por el terror, las dudas y el sobrecogimiento. Aquel verbo inflamado que escupía la combustión de un alma atizada por una hoguera que se nutría con los maderos de la justicia, la dignidad y la razón, parece ahora a punto de extinguirse. La cercanía de la inexorable muerte nos desnuda a todos, y es, ante ella, cuando la humanidad es medida con el calibre justo. Así, hundida por la desolación, Antígona avanza dispuesta sin embargo a aceptar su destino. La lealtad a sí misma es el único harapo del que no podrán desnudarla jamás.
El implacable Creonte, que ha accedido al trono de la gloriosa Tebas, tras la muerte, por desafío entre ellos, de sus dos sobrinos, los príncipes Eteocles y Polinices, siente y disfruta ya hasta la ebriedad de los vapores narcotizantes del poder y la fuerza. (Esto, por lo visto, les sucede a bastantes apenas pillan trono). Lo de la autoridad ganada tras el ímprobo ejercicio de obrar con equidad y justicia es un banal enredo, que por desgracia pocos tienen en cuenta. Él, situado ya por encima de lo humano y lo divino mediante un procedimiento “exprés” y oportunista, decide quién es digno o no de recibir decente sepultura. (Esto también nos suena). Así, Eteocles (uno de los hermanos fratricidas) debe ser honrado con las abluciones y los oficios fúnebres reglados y descansar en paz bajo la tierra, mientras que, el otro, el ignominioso Polinices, debe pudrirse insepulto si es que las alimañas no lo estafan y lo despojan antes.
A ello, la firme y equilibrada Antígona, hermana de los muertos, se ha opuesto frontalmente. Como patria común, la insobornable hembra no está dispuesta a que el designio caprichoso de un hombre, sea o no magno regidor y ostente el alto mando de lo humano, cabalgue a horcajadas sobre el juicio sacrosanto de los dioses. Para ella, uno y otro son hijos de un mismo vientre; sangre de una tierra común que, tras el tránsito, debe de nuevo cobijarlos.
No olvidaremos nunca que incluso para los agnósticos “la sensatez divina” es un icor o jugo esencial que los humanos hemos ido destilando con el viajar del tiempo, bajo los múltiples diluvios y broncas avenidas de la barbarie e insensatez plural y compartida, y en medio, incluso, de las no menos violentas ventoleras que ya acumulamos en ese heterogéneo bazar o almacén que conforma la historia del contingente humano. El veredicto de los dioses es -si no se manipula- aquello que sin tuertos intereses, timos, pillajes o usurpaciones, nos pregona a todos la voz alta y muy nítida del sentido común. No son precisos, pues, los susurros abstrusos o esotéricos de los afamados oráculos, ya sean de Cumas o de Delfos, de Heliópolis, de Abidos, o de Pachacamac. Aunque para toparnos con amañadores de la palabra de dios no tengamos que marcharnos tan lejos. Sabido es que no son pocos los que se atreven a decir lo que opina “el altísimo”. Como si a ellos se les apareciera cada lunes de siete a nueve de la tarde para hacerles tan sustanciales e inapelables confidencias y manifestaciones.
Pues bien. Trágicamente el mito de Antígona se repite una y otra vez. Casi a diario… ¡Qué digo casi! A diario se erigen voces que nos dicen imperativamente qué es lo que los dioses quieren o detestan de cada uno de nosotros. Nos intentan usurpar así el don inalienable de nuestro hilo directo con la divinidad, de nuestra conversación de tú a tú con el misterio. Ellos son los que ahora, al igual que el más despiadado Creonte, dicen quién debe o no descansar en la paz de un sepulcro decente; en una tierra dignificada por el fraternal respeto de los suyos.
Y es que, como si de una fantasmal tragedia griega se tratara, uno puede imaginarse, en este nuestro querido reino, que aún la irreductible Antígona sigue deambulando por entre los tufos y las brumas de la fratricidad; por los amaneceres turbios de ese nuevo “día de libertad” que parece que holgazanea para levantarse. Da la sensación que su voz destemplada sigue impenitente desgarrando el aire lo mismo que lo hizo un día sobre la escena de la ciudad de Atenas o frente a las repletas gradas del soberbio teatro de Epidauro. “¡Dejazme en paz sepultar a mis muertos!”.
Ya hemos dicho, por algún otro rincón de este blog, que poco a poco vamos configurando, que probablemente la primera manifestación de culto que profesó el homínido cuando apenas se percataba de que lo iba siendo, fuera la del respeto y el rito a sus muertos. Millones de testimonios nos hablan claramente de ello. Los enclaves funerarios junto con los mercados son siempre los lugares que mejor nos describen la médula de un pueblo. Desde allí donde el hombre merca y se alimenta cuando vive, hasta allí donde se le deposita inane cuando ya no precisa subsistencia, es donde podríamos trazar el eje ilustrador de una cultura. Y es que el ser humano, desde sus albores, a la vez que buscaba las materias nutricias para garantizarse el vigor y el pálpito diario también aprendió a alimentar su neófita y balbuceante alma con el ceremonial recuerdo de sus antepasados; único asidero con un futuro mistérico que a él lo atormentaba y que sigue abrumándonos a todos.
Tal vez por eso, resulta insólito que aún hoy, aquí, sigamos debatiendo, poniendo cortapisas y echando mano de enredos legales propios de viles leguleyos, para que algunos no puedan ejercer el derecho a honrar dignamente a sus muertos.
La sola imaginación de una patada en la puerta y la violación de una cama templada en medio del sueño y de la noche, el ruido temerario de una camioneta trasportando el terror de madrugada, con la complicidad de una niebla atónita de espanto, el alineamiento ejercido por los tiznados sicarios ideológicos que empujan y avasallan a una cordada de mudos y ateridos, y el espanto de ver luego tirados a una zanja los cuerpos ya inertes de los ejecutados, debiera ser suficiente razón para callar la voz de todos, pedir íntimamente perdón por esos crímenes de los que todos somos (autores materiales o no) culpables por proximidad, y dejar, “históricamente avergonzados”, que los afligidos entierren en intimidad y dolor a sus ultrajados cadáveres. Y ante tal esperpento ni una voz; sólo silencio, vergüenza y sensación de pringosa indecencia nacional, local y compartida. Tan sólo eso.
Veis como trágicamente Antígona sigue insomne entre nosotros.
Deambula como desheredada y beoda por entre nuestras conciencias. Va como meretriz vilipendiada de un cenáculo a otro. Se hace presente cual espectro heredado o se inmiscuye cual loca obsesionada entre legajos, expedientes, permisos, recursos, órdenes judiciales y hueros o viles protocolos. Todo para clamar algo sencillo y meridianamente nítido: ¡Dejazme en paz enterrar a mi hermano!” Mientras, la patria del común, la atareada empresa nacional, el dignísimo reino fantoche y presumido sigue con sus fruslerías diversas, perdido en sus tareas y devaneos de cínica comadre; mirando a otro lado, avieso o distraído. ¡Qué terrible!
Pidamos que, en medio de estos tiempos de culpable y de apático cinismo, aparezca, como en la pieza clásica, el ciego Tiresias (qué curioso: un ciego). Que aparezca y que, al igual que en la tragedia que escribiera Sófocles descerrajó los ojos del entendimiento del turbio y obstinado Creonte, ponga ante nosotros la luz sencilla del afecto y de la comprensión humana. La piedad es sólo respeto hacia los otros; no un regalo, sino simplemente un acto de justicia.
Y puestos a pedir, pidamos, a la vez, que esto no llegue demasiado tarde como por desgracia ocurrió aquel nefasto día en el que la orden de perdón para Antígona le llegó cuando ya era muy tarde; cuando ya, podrida por la bacteria de la desolación y la injusticia, la estoica se había suicidado y, tras ella, su amado Hemón y la inconsolable Eurídices; hijo y esposa del soberano acérrimo. Ya veis, así es la tragedia: anida en cualquier parte.
j. y. 15.11.2010
"El decreto de Creonte".
Nota:
“La estimación de víctimas mortales en la Guerra Civil Española, consecuencia de la represión, puede cifrarse en 200.000 personas. De ellas, se calcula que unas 50.000 fueron asesinadas en la retaguardia de la zona republicana, unas 100.000 en la retaguardia de la zona sublevada, y unas 50.000 más ejecuciones durante la represión franquista que siguió a la Guerra Civil. Estas estimaciones, aun hoy, están sometidas a revisión. Pero mientras que las víctimas producidas por el bando republicano fueron bien identificadas y enaltecidas como “muertos por dios y por la patria”, las causadas por los sublevados fueron ignoradas durante la dictadura. Y aún hoy, tras 35 años de democracia, existen dificultades para cuantificarlas, identificarlas, y honrar con dignidad su memoria. No olvidemos que unos y otros murieron por la defensa de sus ideales o simplemente porque otros les metieron en guerra”.
Nos entristece su pérdida.
Nuestra gratitud por todos sus regalos.
Nos alegra su liberación y nos da esperanza.
El estoicismo y la paciencia firme siempre vencen a la cerrazón y la intransigencia.
Nos entristece su pérdida.
Nuestra gratitud por todos sus regalos.
Nos alegra su liberación y nos da esperanza.
El estoicismo y la paciencia firme siempre vencen a la cerrazón y la intransigencia.



Leerte siempre fue un verdadero placer para mi.
ResponderEliminarEspero que tu blog llegue a mucha gente,espero con eso que entonces sea más fácil la convivencia. Salud