Fernando III de Castilla (1199-1252)
About toys, kings, queens, princes and princesses.
(Sobre juguetes, reyes, reinas, príncipes y princesas).
Yo creo que todos, a poco que revisemos nuestra buhardilla, encontramos en ella ese baúl entrañable lleno de objetos del pasado. Pueden ser fotografías intangibles, evocaciones difusas, ilusiones suspendidas del hilo del recuerdo y la nostalgia, creencias candorosas y ya evanescentes, añoranzas ingrávidas, en fin: cachivaches entrañables que un día, ya lejano, poblaron nuestro inicial firmamento. Un tesoro confiado ahora a las aguas del mar acogedor de nuestra historia; aquellas en la que hemos anotado algún que otro naufragio y algún arribo a puerto. Pero allí están nuestros “juguetes” y a ellos retornamos a pesar del tiempo transcurrido, del polvo acumulado y de las telarañas que seguramente se empeñan en cegar nuestra dócil y servicial memoria. Porque nuestro presente, ineludiblemente, se funda y se asienta en esos días pretéritos en los que íbamos, a ratos ávidos a ratos temerosos, desenvolviendo este gran paquete “envuelto como para regalo” que para cada cual, al fin y al cabo, va siendo su existencia.
La vida es, según yo creo, un enigmático cofre que alguien nos envió desde los confines del misterio telúrico y que a nosotros toca ir desentrañando poco a poco, a veces con sorpresa, a veces con terror, otras con sobresalto, pero siempre desde la disposición ilusionada de ir hallando en su interior la sorpresa inconsistente de un futuro mejor plagado de esperanzas. La esperanza es una amable polilla que siempre nos devora con fervor e insistencia.
Y tal es la fuerza de aquellos primeros años en los que estrenábamos el traje de la vida, que en múltiples ocasiones de nuestro hoy más bucólico, prosaico, lírico o simplemente mecánico, nos descubrimos echando mano de este nuestro recurrente bagaje del albor.
Pero, pese a lo que pudiera parecer, los juegos infantiles no eran para nosotros asunto baladí. En ellos aprendimos a establecer principios, reglamentos, objetivos y metas. A su través ensayamos el difícil ejercicio que consiste en diferenciar amigos sólidos y afectos verdaderos, así como a la no menos intrincada gimnasia que supone el digerir éxitos, reveses y fracasos; emociones, fe, fascinación y desengaño. No es pues, el de los juguetes y los juegos un tiempo de factura barata de fin de temporada o de días de “saldos y rebajas” en grandes almacenes.
No afirmo yo que, para todos, la infancia haya sido un emporio de gozos y delicias. Sé que la desolación y la escasez material o afectiva también llenan de tejas removidas y múltiples goteras el desván de no pocas viviendas en las que algunos tuvieron o tienen aún que pernoctar o transitar sus días. Pero aún así, aún en esas trojes frías y desamparadas, es donde se encuentra, en momentos difíciles, un rincón en el que sentirse a salvo de truenos, diluvios y relámpagos, aunque haya que repartir palanganas y latas por el suelo que se beban los charcos.
Pero no es extraño comprobar, cuando hemos vuelto a escenarios donde transcurrió nuestra infancia, que todo es diferente; que las magnitudes vienen a sorprendernos con su bofetón de centímetros exactos, de colores o decoloraciones mucho menos cromáticas, de resplandores menos iridiscentes. ¿Entonces todo era sólo una ilusión; un mundo virtual? Seguramente no, al menos de forma tan rotunda y contundente.
Aunque, tal vez, por todo lo que entraña subterráneamente este tiempo ya ido sea por lo que somos tan proclives a embelesarnos con irrealidades. Plagado está nuestro presente de “virtualidad”. La fascinación que sobre nuestra sociedad actual ejerce todo lo virtual es sobrada y evidente. Poco parece importarnos que lo que nos alimente o nos distraiga sea verdad o sólo sea ficción bien camuflada. Realidad virtual, economía virtual, viajes virtuales, sexo virtual, juegos virtuales: virtualidad flagrante, aceptada e incluso perseguida y premiada. Y por si nos quedara duda, ahí están sus fieles compañeros, los sucedáneos que aceptamos sin ponerles la menor resistencia. Vamos: las falsedades confesas, convictas y aclamadas suplantando lo veraz sin rubor ni mesura y sí con nuestro “amén”.
Paradójicamente, tras llegar al rudo realismo de la madurez, lejos de enfrentarnos a él y asumirlo, en no pocos casos, hemos optado por esa puerta falsa que todo lo sublima (hasta lo sádico y terrible) y lo convierte en alcanzable a través del ensueño y la imaginación. Saltos y acrobacias magníficas, transmutaciones imposibles, tele-transporte en cualquier dirección, suplantaciones múltiples.
Tal vez por esos parajes mentales se asienten comportamientos, aceptaciones y fervores que de otro modo jamás nos permitiríamos por absurdos, insólitos e, incluso, arcaicos y obsoletos.
Entre ese sinfín de asuntos trasnochados están -a mi entender- las monarquías. Sé que a algunos aquí les habrá dado un respingo el estómago. Nada más lejos de mi intención que revolver sobre los jugos gástricos y provocar el uso apresurado del Almax. Nada más lejos de mi intención que poner en el punto de mira en estas líneas a la forma de Estado que nos hemos dado en este reino nuestro de idas y venidas, y vaivenes sin fin. No, no se trata de hablar de un lugar determinado, y ni siquiera de un monarca concreto, aunque los hay tanto para atizar furores como para despabilar la rabia o el sarcasmo. Pero eso es algo que cada cual habrá de traducir a su idioma más íntimo, si es que así pudiera apetecerle. Yo creo que cualquier reflexión se inutiliza, se hace vulgar y se desvirtúa cuando se circunscribe a un hecho doméstico, puntual o concreto. Lo concreto suele ser, con facilidad, una mera caricatura de lo universal.
Hablo, pues, de la institución monárquica en toda su amplitud. Y, de inmediato, se me ocurre que es algo perdido ya en los tiempos. Creo que las formas de Estado han evolucionado como el mismo discurrir histórico de la humanidad. Pensar en nuestros días, en los que muchos preconizamos los cauces democráticos como el mejor, más justo y más participativo método para dirimir los asuntos, en algo hereditario y mayestático, me parece pasado, absurdo y anacrónico. Sostener a una casta aristocrática que se orla a sí misma con títulos nobiliarios que separan a unos y a otros por rangos, y a todos ellos del común de las gentes, lo considero simplemente injusto y desdeñable. Babear de admiración por personas convertidos en personajes por mor de sus rancias o inveteradas dinastías, sus vestidos lujosos, galas, guarniciones o arreos, y por los suntuosos festejos en los que brindan y paladean, las elites de alcurnia esplendente con las que se religan, o los eventos extraordinarios en los que participan, me resulta un tanto lamentable. Admirar hasta la fruición el encriptado protocolo tras el que se guarecen, por lo que ese reglado y dulce zarandeo tiene en sí de arcano y exclusivo, es algo que raya en lo ridículo y llama a carcajadas estridentes. Creo que “la ceremonia” es otra cosa mucho más cardinal para el conjunto humano, o debería serlo.
Claro está que hay monarquías que pudiéramos considerar como dignas y otras que no hay ni por dónde cogerlas. Sabido es que las hay constitucionales y parlamentarias, que gozan de la legitimación que les otorga el pueblo. Estas pueden parecernos trasnochadas o no, pero no podemos por menos de admitir que están refrendadas por la sanción soberana de sus súbditos. Hay otras, sin embargo, en las que se camufla el germen de la dictadura, el despotismo y la egolatría. Las hay incluso que ostentan primacías religiosas, y son cúspide del poder legislativo, y todo ello lo defiende con uñas y con dientes como emanado del mismísimo cielo (A eso llaman ellos el derecho divino de los reyes). Y las hay megalómanas, crueles, sádicas y malvadas hasta provocarnos repugnancia absoluta y el más estridente chillido.
Sea como sea, yo creo que al igual que uno no puede quedarse anclado en su infancia y seguir jugando con aquellos juguetes que los Reyes Magos (los únicos eternos) nos trajeron en los serones de sus cabalgaduras idílicas, tampoco podemos creer que tal forma de Estado esté hoy elevada a perpetuo por la pátina ennoblecedora de los tiempos. Tal vez esas figuras queden bien para las cartas en una baraja, las dos piezas capitales sobre un tablero de ajedrez, la jefa indiscutible en una colmena, el macho mandamás de un gallinero, o para acompañar al letrero de una hamburguesería, pero no para más. Ni siquiera en los cuentos rosáceos son aceptables príncipes y princesas; purpurina excesiva. Llegará, pues, un día en el que necesariamente habremos de hacernos estatalmente adultos y dejar los juguetes donde les corresponde. Allí tienen su sitio y ese sí es realmente substancial e importante.
j. y. 1.11.2010
In memoriam de Miguel Hernández.
Hoy podría haber cumplido el poeta sus 100 años de edad.
Quien deja algo importante para sus semejantes nunca muere en la memoria común.
(Os invito a reflexionar sobre este vídeo).
In memoriam de Miguel Hernández.
Hoy podría haber cumplido el poeta sus 100 años de edad.
Quien deja algo importante para sus semejantes nunca muere en la memoria común.
(Os invito a reflexionar sobre este vídeo).

La historia está llena de vestigios, de restos inútiles que dan fe de pasadas glorias o pasadas villanías.
ResponderEliminarIncluso nuestros propios cuerpos están plagados de ejemplos de ello, como el conocido apéndice, órgano tan inútil como (llegado el caso) doloroso.
Y precisamente el apéndice me parece perfecto como metáfora del asunto que trata tu entrada de hoy, Javier.
Porque es un órgano inofensivo que puede resultarnos hasta simpático: leve pinganillo perdido en lo más profundo de nuestro bajo vientre, estéril saco de gases que nos acompaña desde hace millones de años. Simpático, claro está, hasta que se infecta y provoca un profundo malestar que se extiende a todo el organismo.
Así también la monarquía, ese infantil recuerdo de las primeras edades del hombre, puede llegar a resultarnos graciosa, inofensiva y hasta decorativa, mientras no se pudra.
Llegados a este punto, sospecho que el ciudadano medio se preocupa tanto por su apéndice como por la monarquía. Ambos desempeñan una función parecida, ambos acarrean al organismo un gasto mínimo (dejemos la demagogia: sí, mínimo), y ninguno supone para nosotros ni un problema ni una ventaja más allá de la puramente estética.
Ahora bien, todos somos conscientes de que el día en que nuestro particular apéndice nos moleste lo más mínimo, el remedio más expeditivo consiste en la amputación. Con anestesia, si es posible.
Me preocupa menos el que perduren las monarquías si son aceptadas, bendecidas por el pueblo y legalizadas constitucionalmente, cuanto los individuos en los que se personaliza esos poderes, sean monarcas, príncipes, presidentes, diputados, gobernadores, alcaldes, simples concejales o cargo electo alguno; entre éstos hay a veces, cada sujeto que escapa a todo rigor, honradez, rectitud, altruismo y deseo de servicio. Es de esos de quienes debemos renegar, huir; es a estos a quienes debemos pedir, reclamar y exigir. Son ellos quienes hacen nuestro día a día, quienes se convierten en rémora del pasado o vivencia a la que rememorar.
ResponderEliminarGracias por el video, una maravilla, ojala hubiera muchos Miguel Hernández.
Entre metáforas, jugetes, apendices corporales y monarquias, sólo me quedo con el recuerdo de los maravillosos jugetes de la infancia. Me chirrian, bueno, ultimamente me chirria hasta Serrat, que tambien parece una monarquia, o un apendice.
ResponderEliminarEl artículo esta currado, bien resuelto, ahora, que, el del apendice tira "palante" con buen tino.