sábado, 30 de abril de 2011

(45) 11.2012 RUTA DE LOS MONASTERIOS: EL MONASTERIO DE THASILHUNPO, EL PEQUEÑO MONASTERIO DE XEGAR (y 12)



EN VIAJE HACIA XIGATSE, TINGRI, EL ALTO DE LALUNG Y LA FRONTERA ENTRE  ZANGMU Y KODARI (TIBET Y NEPAL).

 (Fotos; Pedro Tejedor)

Rematamos este viaje con los detalles sobre las últimas etapas. Son varios los días que llevamos por estas latitudes y ya podemos asegurar que hemos sido capaces de percibir un poco de lo que son estas tierras y estas gentes; su cultura y su forma de vida. Ahora las horas de trayecto son más reflexivas. Entre el grupo, tras los días de convivencia, se ha establecido una extraordinaria relación. Ya nos conocemos y los lógicos recelos se han diluido; cada uno de nosotros sabe cuál es su sitio y la aceptación de ello nos ofrece un buen ambiente de respeto y camaradería. El paisaje pasa ante nosotros como la secuencia de una inhóspita tierra que nadie habitara, pero en la que latiera un fuerte corazón y exhalara un aliento fecundo.


Ahora nos dirigimos al pueblo de Xigatse. La distancia es de unos 90 kilómetros. Se trata de una localidad de unos 80.000 habitantes. Comprobamos que es uno de esos lugares de Tíbet donde la colonización china va borrando, como tenaz y devoradora termita, y sin contemplaciones, todo vestigio de la cultura propia tibetana.


El atractivo de Xigatse lo constituye el monasterio de Thasilhunpo, levantado en 1447, sede del Panchen Lama hasta 1989.  El nombre significa algo así como “Toda la fortuna y la gloria se encuentran aquí reunidas”. Y realmente es un lugar celestial. De nuevo las riquezas son sorprendentes y apabullantes. Nos impresiona sobre todo la estatua de un enorme Buda dorado, de 26 metros de altura (como si la divinidad necesitara métricas humanas para ser más divinidad). Dicen, sin rubor y con orgullo, que en su fabricación se emplearon 280 kilos de oro y 150 toneladas de latón, además de unas 1.400 piedras preciosas entre diamantes, perlas, ámbares, lapislázulis, turquesas, esmeraldas, etc. Nos ofusca y a la vez nos repugna encontrar una vez más, como en tantas y tantas ocasiones, esa fastuosa ostentación a la que nos tienen tan acostumbrados todas las religiones. Esa ostentación indecente que se asienta sobre la pobreza de unos ingenuos fieles a quienes, sistemáticamente, se les promete una salvación eterna que nunca llega, pero a quienes se les garantiza la miseria y el desamparo más absoluto y denigrante durante toda su vida. 




Este lugar, en su día, albergó 5000 monjes. Hoy son unos 600 los que lo ocupan. De nuevo las callejuelas estrechas y empinadas que escalan el monte Drolmari, en cuya ladera se encuentra adosado el recinto monástico. De nuevo, también, las misteriosas ventanas, las vetustas puertas; esa desolación y ese silencio propio de una ciudad abandonada en la que, de vez en cuando, surge la roja silueta de un monje que de inmediato se esfuma y  desvanece como espectro incorpóreo que aborreciera ser importunado.


Sin embargo, sobre todo el conjunto levita ese hálito de espiritualidad que resulta consustancial a estos recintos. Se ve que el espíritu -superior a la condición humana- es algo que está y se aposenta donde quiere. Las terrazas, los edificios, los coloristas y brillantes murales con cientos de imágenes alineadas de budas, las cubiertas doradas desafiando al sol, las telas ajadas que parece lamer el tiempo al ritmo cansado que les imprime una apenas perceptible brisa de la tarde.



Cualquier rincón sirve para untar con manteca de yak y pegar en él monedas como ofrenda, cualquier rincón para albergar una jofaina con candelas, cualquier estante para añadir unas flores de tela o plástico de colores hirientes; todo exceso y profusión infinita.


Un monje acaricia a unos gatos deambulantes; se ve que son buenos y viejos amigos. Una inmensa paz se extiende como un manto a través de la luz mortecina de la tarde. Es tiempo de ir recapitulando todo lo visto y sentido durante estos días; es tiempo de hacer inventario de emociones. 


Hasta después de que el sol se ha ocultado los fieles siguen postrándose ante el santo recinto.



Cuando dejamos el monasterio nos espera una ciudad en la que los niños son, como siempre, toda una garantía de esperanza.


También los artesanos se afanan en sus talleres humildes y llenos de inspiración. Las deidades aquí parecen andar mucho más claramente como por su casa; aún no son más que arcilla que los hombres modelan ensimismados. Un oficio ancestral, ahora ya llevado a cabo a la vera del teléfono móvil y del termo profusamente floreado.


Al día siguiente salimos para Tingri.


Los agricultores roturan la tierra sirviéndose del empuje incansable de sus yaks. Las montañas peladas van acompañándonos en nuestra ascensión por la altiplanicie. “El techo del mundo” parece también el final de él.

Las humildes viviendas contrastan con el aseo y la dignidad de los lugares santos. 

Siempre hay un niño en el camino dispuesto a saludarnos con su “Thasi delek”, su “hola” en tibetano. Pese a todo, el juego y la sonrisa es siempre el lenguaje universal de los niños.



Llaman nuestra curiosidad de occidentales jactanciosos esos aparatos que, cual dos enormes orejas plateadas, sirven para atrapar la fuerza calórica del sol, surtiendo el efecto de un efectivo y práctico infiernillo.


(Nuestro grupo al completo)

Cuando llegamos al paso Gyatso, a 5248 metros de altitud, la luz es gélida y el viento es afilado y cortante. La majestuosa imagen, que vemos al fondo, nos aviva la imaginación. Es el “Chomolangma” (La madre del universo): el Everet.

     (Foto tomada de internet)

Estamos al pie de la cúspide del mundo. Aquí encontramos a dos chicos y una chica españoles que están haciendo un largo recorrido en bici por Oriente. Esto sí que nos deja impresionados y dispara nuestra más ilusa envidia ¡Quién pudiera! 


Tingri es un pueblo situado en la ladera norte del Everest. Su altitud es superior a 5000 metros. Parece uno de esos pueblos del los western, de calles desoladas, en las que los cardos secos son arrastrados por una nube de viento polvoriento. Aquí pernoctaremos. El lugar para hacerlo es sencillo, pero mejor de lo que esperábamos. Sólo está nuestro grupo. Unas chicas tímidas y serviciales, con caras enrojecidas por el viento y el frío, se las ingenian para que nos sintamos plenamente felices. Pollo y patatas fritas son suficientes para hacernos sentir tal plenitud.



Xegar, es un pequeño pueblo a unos pocos kilómetros.


     (Una mujer lava sus verduras en el río)

     (Una anciana reza sus oraciones)


Por la tarde visitamos el monasterio de Xegar. Se trata de un ascenso que cuesta superar. El camino está muy deteriorado y, a veces, entraña algún riesgo.

 




Shelkar chode, es un monasterio hoy pequeño, que está literalmente enclavado en una colina. La gran muralla desdentada por los derrumbes y el maltrato del tiempo dan la medida del grandioso recinto que en otro tiempo lo amparaba. Ahora, apenas una docena de monjes lo deben habitar.

La vista desde aquí es impresionante y apaciguadora.


Pero además a diferencia de todos los demás monasterios vistos, esta pequeña comunidad, ofrece lo entrañable de quien gusta ser visitado por extraños. Los monjes nos enseñan todo cuanto el lugar atesora. Están felices por nuestra presencia. Se sienten orgullosos de sus figuras votivas hechas con mantequilla y harina de cebada. Pasamos junto a ellos un rato entrañable del que yo guardo un especial recuerdo. Al despedirnos lo hacen con un punto visible de añoranza. El “prior” nos invita a entrar en su aposento. Resulta indescriptible. Un lugar íntimo para vivir y meditar; sólo eso. Hay algo inexplicable que logra emocionarnos.

(Para mí guardo un suceso muy especial que me acontece esa tarde. Uno de los monjes jóvenes, tembloroso y turbado, solicita, a través de nuestra guía, poder hablar conmigo. Yo no soy una persona de fe, pero lo que me dice logra estremecerme. Creo que jamás me olvidaré ni de su cara ni del temblor de su voz. Seguramente no nos volveremos a encontar nunca más, pero entre nosotros se ha establecido, sin duda, un vínculo inquebrantable. Y me gustaría que supiera que creo firmemente en su sentimiento y su sinceridad).  




Tras una noche en la que sentimos con mayor evidencia los incómodos efectos del mal de altura, proseguimos nuestro viaje hacia el Zhangmu.



La carretera se convierte en verdaderamente terrible. Se trata de la llamada “Carretera de la amistad”; vía internacional entre China y Nepal. En unos cuantos kilómetros hemos de descender casi 4000 metros, y los precipicios son realmente atemorizantes. El firme es deficiente y la anchura de la vía es escasa. Cada vez que nos encontramos con un vehículo en sentido contrario, yo me pongo a temblar. Mejor no mirar al suelo por la ventanilla, la rueda parece ir al mismo borde de la carretera. El paisaje de un verde intenso, hoy está patinado por la lluvia. Las nubes van y vienen. El sol aparece y se esconde. Nada es previsible. Largas lenguas de agua caen en cascadas libres de más de 200 metros.




La llegada a Zhangmu es desoladora. Este es el lugar más horrible del mundo. Un enclave fronterizo, embutido entre la maleza. Una larga calle tortuosa y empinada a la que vomitan cuantos establecimientos atiborrados, misérrimos y sucios pudiera imaginarse. Y en toda ella, cientos de vehículos aparcados, subiendo y bajando, tocando sus bocinas y disputando - mediante bufidos de motor- para ver quién, como antílopes en celo, logra imponer su derecho al paso. Llueve. Es una lluvia pertinaz e incómoda. Aquí hemos de hacer noche. Este es el día terrible que siempre aparece -no se sabe por qué- en todo viaje.


     (foto tomada de Internet)

 Animosos, tras alojarnos en nuestro hotel (mejor no describirlo) salimos a la calle. Imposible estar en ella más de un cuarto de hora. Son las cuatro de la tarde y únicamente, un figón oscuro, sucio y abarrotado se presta a nuestro amparo. Si pudiéramos nos pondríamos a gritar desaforados. En su defecto maldecimos contra el Tour operador. No hay remedio. Continuamente, personas exhibiendo enormes tacos de billetes, nos ofrecen la posibilidad de cambio. Pedimos a no se sabe qué deidad que las horas transcurran cuanto antes. La habitación del hotel huele a humedad y muestra sus señales de ella, y la televisión, último recurso, emite infames programas gubernamentales lógicamente en chino. Una pizza de atún es todo nuestro consuelo.

Amanece y nos disponemos a pasar por la frontera entre China y Nepal, entre los pueblos de  Zhangmu y Kodari. Hasta el nombre del pueblo nepalí tiene otra musicalidad: Kodari. Sigue siendo un día lluvioso. Tal vez aquí todos los días lo sean, a juzgar por la vegetación que parece que lo engulle todo. Estamos como metidos en un tajo profundo de la tierra.


    (Hay múltiples porteadores, en su mayoría mujeres, que se pasan el día entero
llevando sobre sus espaldas fardos enormes de mercancias de una a otra parte de la frontera.
 Lo hacen a toda velocidad, para poder realizar el mayor número de transitos posible.)

El paso fronterizo también es algo inmundo. Llegar a él nos ha supuesto, en no más de dos kilómetros, casi tres cuartos de hora de intrincadas maniobras, frenazos y resoplidos de motor; bocinazos y quiebros. De nuevo transitar este tramo ha sido entrar en encarnizada pelea por avanzar tres metros. Cuando llegamos al lugar donde hemos de enseñar nuestros pasaportes, nuestra amiga Maika nos dice que ha olvidado el suyo, junto a su cartera, en el hotel. El salvoconducto es colectivo. A todos se nos revuelve literalmente la bilis. Imaginar que ha de volver para ver si puede recuperarlo, nos hace sentir profundamente mal. Un taxi es el único recurso. Un taxi y esperar pacientemente casi una hora. Cuando, por fin, la vemos aparecer y notamos que, pese a nuestras recriminaciones más o menos veladas, ella trae en su rostro una sonrisa de solicitud de conmiseración a todos se nos esponja el alma.

Pasamos la aduana. Férrea e imponente como todo lo que está vestido con un uniforme de policía chino.

El puente entre una y otra bandera hay que pasarlo a pie y cada cual tirando de su propia maleta. Las de Andrea y Nacho son enormes, pero ella tiene arrestos para todo. El guía (inocente o ingenuo, o no sabiendo muy bien el significado de algunos términos en español) nos ha informado de que hay unas mafias muy organizadas que pueden hacernos este transporte. Sólo ellos con su suprema influencia están autorizados a hacer este servicio en connivencia con no se sabe quién. A nosotros el término “mafia” nos dispara todas las alarmas y nos hace temblar. Equipaje, frontera china, mafia: terrible. 

Nos habían asegurado que al otro lado nos esperaría un nuevo vehículo que nos llevaría de nuevo a Kathmandú. Intencionadamente han debido esperar a que pasáramos este truculento trance para decirnos que, inesperadamente un corrimiento de tierras, producido por las lluvias de la noche anterior, ha cortado la carretera, por lo que un gran tramo hemos de hacerlo por entre el barro, las piedras y con nuestras maletas a cuestas.






Montamos todos cuantos podemos en tres vehículos destartalados, cuyas puertas no cierran bien y a los que surten combustible mediante una regadera, y, compartiendo espacio con nuestros equipajes, nos desplazan cuanto es posible por entre fango, piedras y torrentes de agua. La imaginada carretera ha desaparecido literalmente. Cuando los coches ya no pueden proseguir su avance, unas mujeres se hacen cargo de nuestras maletas. Son señoras de unos cuarenta o cincuenta años que, mediante unas bridas que sujetan con sus cabezas, llevan a toda velocidad nuestros bártulos por este lodazal calzando elementales chanclas. Lo hacen velozmente para poder realizar más de un transporte. A mí la vergüenza me enrojece hasta las orejas y prefiero sólo mirar al suelo. Luego me calmo pues compruebo que ellas se sienten felices. Me explican que gracias a esto hoy ganarán lo que no acostumbran. Trato de mitigar mi indecencia pagando mucho más de lo que me demandan. Primer mundo; sentina del mundo.

Acomodados nuevamente en el autobús que desde Kathmandú ha venido a recogernos proseguimos el viaje hasta la capital de Nepal.




En medio del trayecto un alto puente colgante, sólo apto para ser transitado a pie, nos permite disfrutar de un paisaje selvático y grandioso. Los pueblos nepalíes que vamos encontrando nos ofrecen un colorido que nos va esponjando.

(Un muchacho lava ropas en un torrente)



Una vez más, Nepal me parece un hermoso lugar cargado de esencias, imágenes y gentes entrañables. Esencias que me van a hacer para mí esta experiencia realmente inolvidable. De cada viaje siempre me llevo un par de imágenes que son síntesis de todo lo vivido. Lhasa y Kathmadú son en esta ocasión las que se imponen.

Un gran abrazo para cada uno de los componentes de este grupo que, sin conocernos previamente, hemos sabido hacernos, unos a otros, los días más entrañables y el viaje más fructífero e interesante.
  
Hasta siempre.

(Únicamente nos queda agradecer sinceramente -aunque ellos nunca sepan de este agradecimiento- a todas aquellas personas que nos han permitido visitar su país, fotografiar sus costumbres y sus rostros y, hasta entrometernos, con nuestra insolencia de fisgones turistas, en sus vidas. Para ellos todo nuestro respeto y consideración. Cada día creo más y defiendo que entre los paises del mundo no deberían existir las fronteras)

j.y.

7 comentarios:

  1. Siento que sea el último capitulo de este mágico viaje, lo he seguido con intranquilidad y con cierta ansia entre la aparición de cada narración. Me he entusiasmado con cada descripción, son las fotos, con vuestros avatares, con esos momentos negros de cada viaje, con esas llegadas al fin del mundo, lo he vivido con cierta envidia y como si yo mismo hubiera hollado esos caminos que llevan al cielo. Gracias Javier por tan hermosos relatos, espero leerte pronto en otros viajes o en cualquiera de tus anotaciones...Salud

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  2. Gracias Nacho por tu fidelidad y por tus palabras. Nada tiene sentido si no se trata de compartir con cuanta gente es posible.
    Ha finalizado esta serie de notas sobre este viaje,creo que es hora de centrar la atención en otra parte.La tremenda realidad que desgraciadamente nos asiste, día a día,merece la pena que alcemos la voz. Creo que va a ser sobre ello sobre lo que ahora corresponde clamar.
    Un abrazo y como tú dices: "salud".
    Javier

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  3. graciasJaver por compartir tus observaciones y sentires . Tambien lamento que finalices aca,los relatos de este fasinante viaje Felicita de mi parte tambien a fotógrafo- hay un par de fotos en este capitulo de un paisaje majestuoso, me recuerda a los caminos en nuestra cordillera Los caminos de corniza y montañ me son familiares, pero sin duda ese trayecto que hicieron con lluvia y caminos que recibian las cascadas es una experiencia que no me gustaria haber pasado.. en fin, son precios q a veces se pagan por seguir atesorando otros recuerdos Me quedo con la curiosidd de saber de que te habló el monje...
    Gracias nuevamente Javier!
    Espero ademas de seguir leyendo tus articulos leer tambien tu libro
    Un abrazo grande. Salud!
    Maisa

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  4. El anterior comentario está enviado por Maisa, desde Argentina.
    Maisa, ya que tienes interés, en correo privado te contaré con más detalle el suceso con "mi hijo", el monje.

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  5. Aun no he podido desgranar todos los capítulos de tu viaje, pero los que hasta ahora he leido me han parecido fantásticos.

    Está claro que las palabras no pueden ofrecer lo mismo que una vivencia personal, pero en este caso tus relatos constituyen una visión (para mi inédita) sobre probablemente uno de los lugares del mundo más opuestos al nuestro.

    Difícilmente lo que aqui expones pueda encontrarse en otro sitio web.

    Te agradezco que hayas invertido tu tiempo en compartir tu viaje con nosotros y me alegra saber de que seguirás escribiendo. Estoy seguro de que sabrás escoger un tema idóneo y nos sorprenderás a todos positivamente.

    =)

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  6. Gracias, una vez más, Rubén por tu apoyo y fidelidad. j.y.

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  7. Ya he podido ponerte como miembro, aprendo a porrazos. Hoy he estado bicheando por tu blog ¡qué impresionantes fotos! Pedro es una magnífico fotografo.
    En estos días que tengo más tiempo ire viendo cosas.
    Un beso
    Carmen

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