El cansancio infinito de repetir lo mismo en esta hora de siesta permanente.
Desde las primeras conjeturas conscientes del hombre, éste tuvo muy claro que su supervivencia era una responsabilidad personal a la que no debía ni podía renunciar. Ese instinto de conservación, que él traía desde lejos escrito en “las tablas de la ley de su esencia”, ha presidido siempre el conjunto de elementos cardinales que configuran la condición humana. Eso de “el primero yo, luego yo; y siempre y ante todo yo” ha teñido en infinidad de ocasiones la historia de la humanidad, en la faceta personal y en la colectiva. De ese modo, el egoísmo y su compañero inseparable el egocentrismo se han manifestado de forma generalizada en muchas ocasiones, llegando a ser, baldones desacreditados en voz alta, aunque tolerados, secundados, admirados y seguidos en silencio y hasta con verdadero celo. El “yo soy lo que importa” es así un estandarte bordado en seda y oro que se lleva en el cortejo procesión de la humanidad colgado de alta percha.
En nuestras sociedades, si bien llamar a alguien egoísta es un descredito, lo cierto es que en la intimidad personal de cada corazón, éste es un pecado sobre el que no nos planteamos ni la contrición ni la enmienda con demasiado ahínco. Y es que se entiende, por lo general, que ser egoísta es, ni más ni menos, disponer, fomentar y gestionar las energías necesarias para adicionar a mi alacena cuanto me sea posible. Se engrosa así el credo de que, situado yo en la abundancia, siempre estaré mucho mejor que en la mesurada prudencia, e infinitamente mejor que en la lúgubre escasez. De este modo el egoísmo se ha convertido en el dispositivo habitual de la logística y el abastecimiento. La intendencia y la furrielería personal son cosas serias.
Pero, claro está, uno se abastece en la medida que siente o presiente la necesidad. Normalmente nuestras provisiones alimenticias tienen unos stocks y estándares determinados. La lista de la compra es siempre parecida, y su catálogo y longitud muy previsibles. Sólo cuando se anuncia o se intuye una catástrofe o un estado extraordinario nos apresuramos a acopiar; muchas veces más de lo necesario. Así podríamos asegurar que esa inusual acumulación de víveres o equipos para la subsistencia están en relación directa con el miedo y la inseguridad. Siguiendo este razonamiento, podríamos aseverar, también, que el egoísmo y su desarrollo excesivo o enfermizo son consecuencia directa del temor. Y yendo un poco más allá, nos atreveríamos a afirmar, que el egoísta no alcanza nunca a mitigar sus deficiencias con la acumulación de todo aquello que avaramente acumula su patológica necesidad. Más bien, por el contrario, cuanto más almacena en sus bodegas, más inseguro y vulnerable se siente. Por aquí anda también la trastienda psicológica de la avaricia, que cursa por los ámbitos de la insaciabilidad.
Y es que al igual que cualquiera de los tentáculos del miedo (y el miedo tiene infinitos apéndices), nunca se es capaz de confortarlos en su exigencia y su coacción, sino que siempre nos demandan más y más reservas y cautelas. Pues que al miedo, en cualquiera de sus versiones, jamás se le repleta con alimento y mimo, sino plantándole cara y desafiándolo. Y así también nos ocurre con el egoísmo, su prima la codicia y su amiga entrañable la ambición.
No es necesario aclarar que el instinto de conservación es fundamental para la subsistencia de la especie, y que la atención de las necesidades primarias, que ello implica, no debe ser nunca considerado como egoísmo; o al menos como patológico egoísmo.
Pues bien. En medio de este dislate que nos acomete en el tiempo presente; en medio del desplome estrepitoso al que estamos asistiendo de nuestra caduca e infecciosa sociedad, entre otras muchas paradojas está la de haber fiado a otros nuestra conservación. El plácido “estado de bienestar” nos ha llevado (como sobre colchoneta hinchable bajo el sol de la piscina en día caluroso de verano) a la modorra perniciosa de la indigna orondez. Y así, eso que en un principio era una panacea perseguida y anhelada por todos, nos ha trasladado a un estado de limbo gilipollas. (Dicen que el Limbo de los justos o Seno de Abraham era el lugar donde iban las almas de los buenos que no habían sido redimidos por la muerte de Xto. Y que allí estaban felices durante la eternidad, pero sin disfrutar de Dios).
Y es que, cual vulgar mejunje o droga puñetera, tomada en libertad o endilgada por otros, hemos sido raptados hasta un estado de enajenación descabellada. Descabellada hasta el punto de depositar en manos de ajenos manipuladores todo lo que nos es fundamental para nuestra perpetuación. Así hemos delegado nuestra seguridad, la custodia de nuestros ahorros, la garantía de nuestros alimentos, los aspectos más delicados de nuestra sanidad, y hasta la custodia de nuestra ciencia y nuestros principios en una caterva de desaprensivos. (Seremos suaves al calificarlos). Y esta dejación y mal uso de lo encomendado no es algo que nos estemos inventando sino que, día a día, estamos comprobando con hechos fehacientes. Ello nos lleva a la terrible y trágica afirmación de que estamos en manos de auténticos bufones, saltimbanquis y titiriteros. Y utilizo estos apelativos sin ánimo de despreciar en modo alguno a esas profesiones, sino con la intención expresa de señalar la impostura y desatino que se establece cuando algo de otra característica se confía y entrega al universo de la chanza, el chiste, el funambulismo, la prestidigitación o la acrobacia.
Nuestro acervo y bienes culturales, nuestro sistema educativo, nuestros principios éticos y morales, nuestra sanidad, nuestra alimentación, nuestra seguridad, nuestra economía, nuestra vivienda o cobijo, nuestro progreso y planteamiento de futuro, nuestra tierra y nuestra Tierra; nuestra, nuestra, nuestra… ¿Por quiénes está gestionada actualmente? Mirémosles de frente.
La pregunta no espera contestación; todos ya la sabemos. Así, si alineamos a los líderes del mundo en un friso o vitrina, tal podríamos creer que se trata de una secuenciación de ejemplares caricaturescos en los que sus virtudes y meritos no son otros que los de la osadía, la fachenda, el cinismo, sus potentes padrinos y respaldos, sus valores mediáticos, sus mafiosos amaños o su capacidad para manipular voluntades, urna, votos y corazones.
Sí, son esos. Esos que más que dirigir a una comunidad nacional o internacional pareciera que están jugando a apuntalarse los unos a los otros, para seguir burlándose de todos los que les aupamos. Todo ello, mientras se toman una copa de coñac de gran reserva, se fuman un habano (aquí fumar sí está permitido) y chupan un repulsivo palillo, a la vez que se enzarzan en una partida tabernaria de chapucero mus o dominó siniestro.
Resulta tremendamente aburrido escribir una y otra vez sobre lo mismo. Siempre es dar vueltas y más vueltas a este infecto potaje cada vez más podrido. Se agotan y rebelan las palabras, se vacía o huyen del zurrón lingüístico los adjetivos; los adverbios se encasquillan o se esconden; se pervierten las frases, se tupen y desvirtúan las imágenes y se embadurnan las pinceladas literarias. Y sin embargo el jodido argumento que hay que acometer sigue siendo el mismo.
Es entonces cuando uno percibe que de nuevo está en las trincheras; cuando uno se percata de que si quiere ser medianamente responsable ante su grupo, su tierra y su tiempo, tiene una vez más que hacer lo que no le apetece. Es esta una tarea que hay que imponerse con el rigor de una ingrata fajina.
Hubo un tiempo en que todo un país luchábamos por la libertad; en el que la democracia nos parecía una estrella refulgente que había que alcanzar costara cuanto nos costara. Aquella pendencia era dura, arriesgada para algunos, pero tenía una ruta trazada, un objetivo nítido y una pasión inmensa. Ahora, por el contrario, todo está embarullado, turbio, confuso y diluido.
Y es que cada semana hay un nuevo escándalo, un mayor despropósito, una chanza más burda. Si nos dejaron perplejos los asuntos Malaya, Gurtel, Baleares, Palau de la Música, ahora nos aparece lo de “los ere de Andalucía” que promete no dejar que le supere nadie. El libro Guinness de los records no da abasto a inscribir a nuestros rufianes patriotas. Y ahí estamos nosotros -no sé si perplejos, hartos, o apalominados- vociferando en tertulia de bar o haciendo chistes ingeniosos; mirando de soslayo o simplemente ignorándolos como si el asunto no fuera con nosotros. Tolerando el espectáculo mientras no se nos quiten las prebendas que nos hacen creernos dueños del primer mundo. Mientras, nuestros matachines políticos acuchillan, sangran y destazan al país como si de un marrano en tiempo de San Martino se tratara; como si ellos anduvieran festejando en impúdica francachela de matanza. Todo para hacer embutidos. Esto es: “chorizo” reputado.
Pero si triste y espantoso es el espectáculo patrio, no lo es menos el circo comunitario o el estadio o cancha universal. Si vergonzosa es la pasividad ante la situación de Libia, tremendo es el panorama de Japón al que nuestros desaprensivos y cicateros mandatarios nos han encaminado. No, no es válido decir ahora que la catástrofe natural les ha sobrepasado. La Naturaleza es quien es, y no se oculta nunca, ni cambia sus maneras, ni altera sus ritmos por más que a algunos de nosotros pudiera convenirnos. Además, en este último tiempo, podríamos decir que “el gran animal natural” está acometido; acosado por nuestra brutal depredación, nuestra insaciable voracidad y nuestros descomunales excesos.
No es extraño que el inmenso cetáceo; la enorme Moby-Dick se esté enfureciendo contra sus opresores. Y debiéramos saber que ante este leviatán nunca tendremos la menor de las posibilidades. En primer lugar porque nadie puede vencer al Mundo y sus misterios, pero, por otra parte, porque ninguno de nuestros dirigentes son aquellos arponeros que mandaba el capitán Ahab. Ninguno es ni el caníbal Queequeg, ni el piel roja Tashtego, ni el negro salvaje Daggoo. De modo que en esta ocasión podemos tener bien seguro que Moby-Dick hundirá nuestro barco y seremos sus náufragos. Sólo es cuestión de tiempo.
Sabemos que Japón tiene una encomiable amplitud para la resiliencia; (capacidad del ser humano para sobreponerse a los dolores emocionales y traumáticos). Queremos creer que el género humano siempre ha sido capaz de reconducir sus extravíos y volver a amar y a respetar su entorno. Pero tal vez para ello tengamos seriamente que aliviarnos de lastres, truhanes e inicuos polizones que, camuflados de dignos, se nos han subido en el furgón de cola y se han hecho cargo del volante del coche. Tal vez para ello tengamos de nuevo que pensar en “la revolución”. No, claro está, como en los viejos tiempos. En la revolución del verbo. En esa tenacidad estoica a prueba de oídos sordos, desprecio y hasta burla. La revolución que pone en sus pancartas la denuncia, exalta la tolerancia y el respeto, y deja de votar a los corruptos, a los indignos y a los embusteros.
También en Occidente los políticos nos tienen enjaulados; presos entre sus garras de manipuladores. Sólo hay un día en el que la democracia nos pone en las manos el timón que puede encauzar nuestro tiempo, dar vuelta a nuestra historia y devolver la dignidad a nuestras vidas. Ese día , sólo ese, somos nosotros quienes estamos por encima de ellos. Hay pueblos que por desgracia ni siquiera han alcanzado esto. Nosotros que podemos, digámosles de una vez por todas que ya no nos fiamos de ellos; que es mucho lo que les tenemos entregado, y que queremos que sea otro nuestro mundo y otros los atributos de nuestros dirigentes.
Si desaprovechamos ese único día, nuestro futuro será el que nosotros mismos nos hemos procurado. O mejor dicho: nuestro destino será el que a otro le interese sin tener en cuenta qué queremos, en qué creemos o cuál es nuestra forma de concebir la vida.
j. y.
El máximo afecto y el mayor dolor por lo ocurrido al noble pueblo japonés.
Sexto segmento de la obra de Akira Kurosawa titulada:
"Los sueños que soñé"
"EL FUJIYAMA EN ROJO"
(¿Gran intuición? No; sentido común.)
Quizás sea tan desafortunado ser demasiado egoísta que rebasar la línea del término medio hacia el lado opuesto.
ResponderEliminarBajo mi opinión, nuestro egoísmo hace que Libia sea bombardeada y no marruecos, Israel o los otros tantos países involucrados actualmente en conflictos similares (Lo de Marruecos parece ser que era un desorden interno, de Israel prefiero no opinar, etc…). Todos somos cómplices indirectos de ese patrón de conducta. No por fumar pasivamente en vez de tener el cigarrillo en la mano se deja de tener cáncer de pulmón.
Aunque hay que reconocer que mucha gente es feliz así y vive muchos años…
Después de leer diferentes posturas, sinceramente la que me pareció más justa para Libia fue la que expuso Llamazares el otro día en el congreso sobre la crisis Libia, la comparto con vosotros.
http://www.youtube.com/watch?v=fhgUCPrMBws
Dije justa para Libia; para Europa creo que lo mejor es ejercer el control sobre el mediterráneo y como siempre, tomar el pelo a sus ciudadanos. Parece ser que la mayoría de la población española no está preparada para alcanzar las cotas de egoísmo necesario para gobernar su propio país. Por eso nuestros atentos políticos nos mienten para que pensemos en palomas blancas y seamos felices.
Al fin y al cabo grandes amantes tenemos todos...
Olvidé incluir este video a mi última apreciación
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=7YsAxsH2cRs&feature=player_embedded