sábado, 30 de abril de 2011

(34) 11.2011 La ciudad de Kathmandú. IMPRESIONES DE UN VIAJE A NEPAL Y TIBET. (1)



  La ciudad de Kathmandú.  

 (fotos: Pedro Tejedor)


Tras una travesía de diecisiete horas, en la que uno se siente plácidamente raptado de uno a otro mundo; transportado desde lo variopinto, pero conocido y previsible, de “Barajas” a lo insospechado y exótico de Doha, capital de Qatar, el inmenso cetáceo de los cielos (que nos lleva en su panza como llevara a Jonás la bíblica ballena) bufa adusto y contrariado. Alguien obliga al monstruo aeronáutico a detener su aparente perenne travesía. Entonces, insospechadamente dócil, el leviatán, hace acopio de toda su majestuosidad y como un descomunal pájaro mitológico o un avatar de galácticas ficciones, se posa dulcemente sobre la pista del aeropuerto internacional de Kathmandu.

El considerable cansancio nos obliga a percibir la luz como algo impropio; cual si el resplandor del día perteneciera a una hora tan irreal que no existiera. Un blancor más propio de un sueño o la quimera que acompaña a un cuento del Oriente. (Y es que en el Oriente estamos). Expectantes y desentumeciéndonos, descendemos a la intemperie bochornosa de una pista donde un autobús, abierto en canal por el costado, nos va engullendo insomnes, vacilantes, absortos y curiosos; un tótum revolútum emocional. Tras el ágil recorrido, propio de quien va, tal vez, por el pasillo de su propia casa, somos depositados en un edificio de dimensiones reducidas. Pedro opina que le recuerda al grupo escolar de su infancia en su Horcajo natal. Ladrillo cara vista, dimensiones humanas. Nada que lo aproxime a lo que impera en ese tipo de apabullantes y creativas instalaciones de cristal, luminosidad y acero, como exhiben tantos y tantos de los ostentosos aeropuertos de nuestro vasto mundo.

Los trámites son lentos; hay que rellenar tediosos formularios. Y la policía inspectora, desde sus cubículos de vetustas maderas, nos atisba un tanto formal pero a la vez un poco socarrona. Algo comentan entre ellos mientras nos esperan. A Andrea y a Nacho no les aparecen las fotos de carnet imprescindibles para traspasar el aduanero “fielato”. Nervios y destripe de bolsos sobre el suelo. Miradas incrédulas y apelación a lo imposible. Un punto álgido de desconcierto. Menos mal que un “fotomatón”, rezagado en una discreta esquina, lo resuelve todo en un santiamén con un “flashsazo” deslumbrador e intemperante. ¡Qué importa cómo queden!

Pasamos uno a uno. A mí se me ocurre que, quien mira y remira mi machacado pasaporte con cuños de otros puertos, me dice sin palabras: “Ahora estás aquí turista engreído. Ahora estás aquí y yo soy el que mando”. Cínico o dócil, yo trato de corresponder con mi mejor sonrisa y mi gesto más tierno. Creo que surte efecto. Así, cuando al fin descarga su sello con contundencia firme y me lo entrega, yo, sumamente agradecido, le lanzo un “namasté”. Alguien me ha dicho que es así como se saluda en nepalí. Un vocablo que yo trato de pronunciar haciendo un equilibrio imposible entre vocales, consonantes y acentuación que suene un tanto exótico. De nuevo nos reagrupamos. Felices todos, recogemos nuestros equipajes con esa risa floja que sigue a cualquier situación nerviosa ya pasada. Ahora sí noto un profundo cansancio. Salir fuera de la terminal es cuestión de quince o veinte metros.

Fuera del aeropuerto es una “hora punta”. (Aunque nada parecido a lo que nosotros solemos denominar así). Tal vez veinticinco vehículos y un centenar y medio de personas buscan a sus recién llegados familiares o visitantes extranjeros. Carteles con nombres mal escritos y caracteres trazados con premura, llamadas de atención y manos que se agitan en lo alto, exhibición de rótulos de hoteles, logotipos de agencias de viajes, títulos de mayoristas; lo de siempre. Nos resulta muy fácil encontrar a nuestro guía; tal vez él ya tiene olfato de perro perdiguero para rastrear españoles. Se llama Suján. Ahora ya sí sabemos quiénes somos los diez que integramos el grupo. Miradas discretas de reconocimiento; confirmación de pronósticos pergeñados en la escala de Doha... Presentaciones tácitas. Luego, las guirnaldas de flores por el cuello, que cada cual recibe con diferente punto de agrado, ternura, sensibilidad o turbación. Y, acto seguido, el ansiado asiento en el minibús que nos instala como ante el cristal de un indiscreto escaparate móvil.  

 
Ahora ya sí. El vehículo comienza una travesía casi imposible. Los seis kilómetros que separan el aeropuerto del centro de la ciudad son un auténtico hervidero humano. Mujeres, hombres, niños, escolares, vacas intocables y famélicas, mendigos, monjes, monos haciendo acrobacias por los cables eléctricos y perros entre las basuras (detengámoslo aquí). Comerciantes de todo; compradores de todo. La vida echada de bruces a la calle; la calle como auténtico espacio de la vida. Gentes de piel oscura y atavíos con cierta similiud a los reverberantes atuendos de La India. Colores intensos conviviendo con el gris sempiterno más propio de la indumenta austera. En los hombres el desajuste de la ropa comprada simplemente para servir de ropa; la yuxtaposición de prendas que amparen de inclemencias u oculten la carne (En las mujeres el atavío es otra cosa). Pequeñas tiendas de cuanto es posible ser imaginado. Frituras y comidas, verduras y hiervas, carnes rojas y sangrantes, montoncitos de especias de colores intensos, telas brillantes, bisuterías múltiples, utensilios abstrusos para nuestra simplista manera de catalogarlo todo. Y baches y más baches; charcos, piedras e impedimentos de todos los calibres, materiales y formas. El coche en el que cabalgamos se estremece y se queja con la aceptación de quien sabe de antemano que no será atendido. Aromas densos encontrados. Humos inespecíficos y un tumulto de modos de transporte desvencijados, yendo y viniendo como enloquecidos: carromatos, bicicletas, taxis o lo que sean, gentes cargadas de manera increíble con fardos pesados y descomunales. Y, sobre todo ello, un bochorno monzónico y una luz potente pero velada por un polvo acre que lo tapiza todo. Esta neblina acre se huele y se gusta, y se impone como el ingrávido envoltorio de la vida que puja y se desborda; la vida que se debate y quiere ser, aun a pesar de todo. Hermosa Kathmandú. Ciudad o dama engalanada de infrecuentes ataujías, aderezos y esmaltes. Ciudad excesiva y reverberante. Fascinante ciudad que atrae desde el misterioso maremágnum de lo incontrolable. Hetaira que nos observa desde la enigmática mirada de Parvatis; mitad inocencia, mitad recóndita maestría lasciva y seductora. Pero también desde la sonrisa apacible de Hotei, el buda de la felicidad. Ciudad mezclada y dúplice. Ejemplo magnífico de sincretismo, convivencia, respeto y tolerancia. Budismo e hinduismo enlazados en la faz de la calle.


La llegada al hotel supone la entrada en un placentero espacio. Una vez más se cumple el sempiterno “axioma”; cuanto más pobre es el país, los hoteles pueden ser más ostentosos e idílicos. Es la primera impresión; luego uno se va dando cuenta que gran parte de la magnificencia es fachada, remedo e impostura. No obstante, desde mi cinismo de viajero o de turista al uso, trato de no comparar la calle y el gran hall donde me encuentro. E indolente o cínico, hago oídos sordos a mi amañada conciencia y me postulo acreedor al lujo que se me ofrece, desde la reflexión injusta e idiota de eso tan indecente que es pensar que “yo lo valgo”. Todo por el simple hecho de fortuna de haber nacido en otra latitud del mundo y en un país que, desde hace unas décadas y hasta hoy, se puede considerar como espacio protegido con estimables privilegios.

A pesar del cansancio, y que no será hasta dentro de unos días cuando viajemos a Tíbet, ya hay que cubrir el formulario para la obtención de los imperiosos visados. Tal vez, diez farragosos folios de preguntas tan chuscas como inútiles o al menos sorprendentes. Uno se percata de que está respondiendo a un interrogatorio dictatorial y además chino. Los dedos se resisten, la cabeza se atora. No caben equivocaciones, tachaduras o enmiendas. Si se produce algo así hay que volver al prólogo (nos advierte Suján).

Fuera, una luz casi láctea auspicia un chaparrón monzónico. El refresco servido como bienvenida al hotel sabe como un jarabe dulce y tiene un color rosáceo; tal vez una mezcla de frutas exóticas o un jarabe industrial; quién sabe. En cuanto nos libramos de pegajoso documento, nos vamos ascensor arriba a las habitaciones. Lo hacemos como siempre, con ese espíritu de miembro de destacamento o avanzadilla que va a descubrir lo insospechado. La tarjeta siempre se resiste para abrirnos la puerta. Al fin la inspección del hábitat y la tranquilidad de lo realmente aceptable. Acto seguido, un lavado de cara y de manos, un cambio rápido de atuendo y la salida ávida a la calle. Ansia de ver y de sentir. A estas alturas ya hemos formado grupo y salimos flanqueándonos los unos a los otros. Por vez primera solos ante las calles y las gentes de esta Kathmandú que nos aguarda.

Desde nuestro alojamiento hasta la plaza de Bodnath hay sólo un trecho. Consuelo (más adelante “la mama”) y Carlos, que ya han estado aquí, nos guían por entre las callejuelas hilvanando certeramente sus recuerdos. Aquí, en la zona budista de la ciudad, todo es más comedido; infinitamente más apacible. Pequeños habitáculos de sastres, de peluqueros, de orfebres; puestos de exvotos y ofrendas; carritos de frituras y dulces. Rostros, atuendos y actitudes que nos dejan sin habla, absortos en una diversidad que nos hace sentir definitivamente en otro mundo. En otra época pasada, tan sólo intuida hasta ahora. Ahora sí, la ciudad se nos mete en el alma; nos atenaza los sentidos, nos paraliza el habla, nos embriaga con los aromas de sus múltiples sahumerios. Las callejuelas convergen, como veneros obedientes, en una vía que nos anuncia de manera inminente que vamos a llegar no sé sabe a dónde, pero a algo importante. El colorido de la tarde es gris y denso. Todo es emoción y promesa, premonición y rezo, avidez y sosiego. Las gentes van uniéndosenos o, mejor dicho, nosotros nos unimos a ellos. Suena el eterno y omnipresente mantra “Om Mani Padme Hum”.  Solos ya, ensimismados, dejándonos llevar entre ancianos, penitentes, devotos, monjes, mujeres con sus atuendos típicos, mendigos, vendedores, muchachos, novicios, cables eléctricos y más cables eléctricos, niños que vuelven del colegio, largas cordadas de caballos de viento, perros callejeros, molinillos de oración impenitentes. Todos atraídos por una fuerza oculta. Ahora la ciudad no sólo es, sino que también palpita casi sonoramente. Y de repente, ante nosotros, la enorme estupa de Bodnath; una construcción gigantesca con estructura esférica; una de las más grandes del mundo. Y, a su alrededor, todo un insólito universo que la circunvala ordenadamente. El entramado emocional se me detiene. Los ojos de Buda me escarban en el alma.                                                                                                                                                                   J.Y.


 




 

(En los siguientes artículos:  la zona budista y la estupa de Bodnath, las orillas de río Bagmati y el recinto hinduista de Pashupatinath, el complejo religioso de Swayambhunath, la plaza Durbar, el palacio de la diosa Kumari y su fiesta anual, la ciudad de Patán, el pueblo medieval de Bhaktapur) Después pasaremos a Tíbet.

2 comentarios:

  1. Estupendo anticipo de lo que esta por venir,ansio continuar su lectura. Y la 1ªfoto, me ha dado la sensación de estar ahí junto a vosotros, viéndo como Pedro salta y desplega el objetivo, y la Sra. mirándolo expectante en la distancia, con más curiosidad que enfado por invadir su intimidad, es estupenda.

    Mª Jesús

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  2. Me alegra volver a leerte en este blog, lo he esperado con cierta impaciencia, hoy ha sido agradable la apertura del mismo y comprobar que habías vuelto; bienvenido.
    Estoy encantado de esa descripción de la llegada, la impaciencia que supone el desembarque, la tensa espera de la salida, esa cotidiana fase del viajero convertida por mor de la palabra en envidiable literatura.
    Yo también espero con impaciencia la próxima crónica del viaje que promete ser apasionante.

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