Que el ser humano, aun con su mucho saber, no sabe casi nada en relación con los múltiples y profundísimos misterios que le rodean, es una aseveración que no tiene réplica posible. La carencia, en todas sus versiones, es sin embargo un fantasma del que solemos huir de una forma instintiva y, por tanto, casi sin darnos cuenta. Tal vez eso nos lleve con frecuencia al engaño de creer que estamos más abrigados y protegidos de lo que en realidad estamos. Quizás esa falsa apreciación nos haga, por regla general, más jactanciosos, vanos y prepotentes. Se trata de una huida hacia delante en la que nos ejercitamos en nuestro día a día.
Así, no es difícil observar, a poco que uno se tome la molestia de palpar a nuestra sociedad que, de un tiempo a esta parte, todos hemos empezado a sentirnos “ricos” y “superiores”. Esta auto-proclamación nos ha otorgado de manera inmediata una alineación -imaginaria, claro- con los que lo son de modo verdadero; lo que no es nuestro caso. De ahí a hacernos conservadores no hay en realidad casi ni un paso. Si creemos que somos poseedores de algo valioso, automáticamente afilamos nuestras garras para salvaguardarlo, y ello sin que nos importe mucho de quién o qué es lo que en realidad estamos protegiendo. Hemos entrado en el consorcio de los nuevos y falsos ricos, una invención para embaucar incautos manejables y deslumbrados dóciles.
Y es que cuando uno se cree que tiene algo, y no digiere ni valora el asunto, ni lo sitúa en su justo lugar, enseguida holgazanea en el inmovilista tresillo del saciado. Dormita ufano sin darse cuenta de que en realidad tal riqueza o posesión es sólo una entelequia de su imaginación o del engaño de sus aduladores y palmeros. De ahí a rastrear, enchiquerar y menospreciar al que se supone que tiene menos que nosotros, el paso es inmediato.
Podríamos decir que siempre necesitamos un referente sobre el que sentirnos aupados. De esta forma, quien no era sectario, racista o intemperante se hace, entrando eso sí, casi sin darse cuenta y como en volandas en ese barullo formidable del guirigay social. Ahí estamos.
Los ricos verdaderos conocen bien este juego y lo alimentan o, al menos lo silencian y toleran. Saben que mientras nos creamos superiores a alguien, aunque esto sea toda una ficción, no repararemos en ellos y no les cuestionaremos el modo en cómo han conseguido ese estatus tantas veces fraudulento y desproporcionado que ostentan y avarician.
Consecuencia de ello es, hoy y aquí, sentir como algo peyorativo y, en suma, despreciable el calificativo de “obrero” y todo lo que en sí ello conlleva -aunque de modo recóndito y no verbalizado- . Y junto a esto ha fructificado como una mala hierba eso de no parecernos cosa nuestra la huelga, el asociacionismo proletario, y hasta la reclamación de nuestros derechos como asalariados y sirvientes que somos. Sentirse obrero o al servicio de aquellos a quienes nos debemos es cosa vergonzante. Quizás por eso la afiliación a los sindicatos no es excesivamente boyante, entre los nuevos e imaginarios ricos, salvo que el conflicto se convierta en extremo.
Ahora la ruda realidad no ha hecho sino ponernos un espejo delante de la cara. Y, aunque nos neguemos a mirarnos en él, parece ser que no vamos a tener más remedio que hacerlo. Aunque sigamos queriéndonos escapar con la estúpida idea de que los jornaleros son únicamente esos otros espurios que todos conocemos: (Esos que han venidos a quitarnos el pan. Y yo diría, a limpiarnos las mierdas y a arrebañar migajas).
Pero bien visto está que a poco que me deje a mí mismo, se me calienta el dedo, se me desmanda y se me precipita teclado adelante, y me pongo a escribir de lo que no quería, al menos por ahora. Y es que yo, hoy, quiero centrarme en algo de eso que no conocemos, que por otra parte configura un número de asuntos infinito. Ya dijo Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”, pero ni por esas se nos rebajó la torpe petulancia.
Voy a ver si me centro.
Y es que del mismo modo que tenemos esa descomunal falta de objetivadad en lo material, nos ocurre con el bagaje de nuestros conocimientos. Por ello, es bueno que, de vez en cuando, nos pongamos desnudos -es una metáfora- ante uno de esos múltiples misterios que nos rodean, inundan y deslumbran. No, no ante los profundos saberes, que esos son para cráneos expertos y mentes avanzadas. Sino ante uno de esos enigmas y curiosidades que pueden sorprendernos, bajarnos los humos y hablarnos de quiénes somos y cuánto ignoramos.
Pues bien, entre todas esas incógnitas y arcanos que aún nos acorralan, están algunos que le resultan curiosos a nuestra ignorancia más festiva y voluble. No, no es que yo diga que los misterios son frívolos en sí. Digo, por el contrario, que nosotros solemos gozar y refocilarnos con aquellos asuntos insondables y obtusos que suelen presentar más colorines o fachadas más chuscas o atrayentes. De esos profundísimos intríngulis hay muchos que llenan el soplillo con el que aventamos la mies de nuestra maravilla y nuestro desconcierto.
Desde el célebre e indescifrado manuscrito Voynich, a los mensajes proféticos del indiscutible Nostradamus, Los pergaminos del Mar Muerto, La Síndone indatable, el misterio inmortal de los Templarios, el rastreo del Santo Grial; pasando por la recurrente incógnita sobre la construcción de las pirámides de Gizeh, o los dibujos peruanos de Nasca , y tantos otros más, hasta llegar al número “fi” hay tela que cortar como para un regimiento de sastres o modistas.
El número “fi” o paradigma de la armonía; la proporción dorada.
Voy a ver cómo acometo este asunto con lenguaje y razonamientos a mi alcance, que consciente soy de que no es ni muy resplandeciente ni como para tirar salvas en festejo señero. Iré, pues, a pasitos muy cortos o como si tuviera los ojos vendados, que es en verdad como los tengo.
Ya aseguran que Euclides, allá por el 250 antes de C., definió lo que era el número “fi”. Aunque entonces lo llamara de otro modo, o tal vez de ninguno. Se trata del número “áureo” o “divina proporción”. Para acotarlo se empleó, aunque ya en el siglo XX, la letra vigésima primera del alfabeto griego. Aseguran que se le bautizó así en honor a Fidias, escultor heleno cuyas obras de arte encerraban tal belleza y proporcionalidad que se ajustaban a la excelsa proporción que nos ocupa ahora.
Pero acerquémonos más. El tal numero “fi” es un número algebraico irracional (decimal infinito no periódico) con muchas propiedades en sí y todas ellas muy interesantes. No se trata de una unidad que luego apliquemos como índice de algo, sino que es una relación o proporción que aparece de forma sorprendente con profusa frecuencia. Esta relación se encuentra tanto en algunas figuras geométricas como en la naturaleza. Es ahí donde nos intriga, deslumbra y apresa más a los profanos.
En la naturaleza, responde al número “fi”, por ejemplo, la relación entre las abejas macho y hembra en una colmena, la concordancia entre las nervaturas de las hojas de los árboles, la disposición de los pétalos de las flores, la ordenación de las pepitas en los girasoles, la distancia entre las espirales de una piña, la distribución de las ramas y las hojas en un tallo para recibir así la máxima insolación, la curvatura interior de los caracoles o de algunos cefalópodos.
Pero también en el ser humano hay múltiples ejemplos de esa enigmática proporción. La altura de un ser humano y la de su ombligo, entre el diámetro externo del ojo y la línea inter-pupilar, entre el diámetro de la boca y el de la nariz, entre la altura de la cadera y la de la rodilla, entre la distancia del hombro a los delos y del codo a los dedos, entre el diámetro de la tráquea y el de los bronquios, y muchas otras concordancias más. Los seres humanos más bellos son lo que reúnen un número mayor de esas concordancias. Está en las proporciones del busto de Nefertiti.
Fue Leonardo de Pisa, al que llamaron Fibonacci, un algebraico y aritmético italiano de por el 1200, que tuvo una íntima relación con la cultura árabe en Argelia, quien, exponiendo un estudio sobre el nacimiento de los conejos, ofreció una secuenciación cuyos estudios posteriores nos descubrieron la relación que ésta tenía con la “sección áurea”.
Pero es en el arte donde el número “fi” adquiere un matiz más especial, algo así como un sustrato intensamente místico. Fidias recibió el encargo de Pericles para que construyera un templo en honor de la diosa Atenea, en la Acrópolis de Atenas. El Partenón es desde siempre un ejemplo de equilibrio, perfección y belleza. Pues bien, Fidias utilizó en su construcción todos los conocimientos inherentes al “número áureo”, tanto para fijar las dimensiones de todo el edificio como para situar sus detalles escultóricos. Desde entonces ha sido un paradigma.
("La melancolía" Durero)
En el 1525, tres años antes de su muerte, el gran pintor renacentista Durero, amante apasionado de las matemáticas, entregó al mundo una preciosa obra. Se trata del libro “Instrucción sobre la medida con regla y compás de figuras planas y sólidos”. En él nos muestra lo que luego se ha llamado “La espiral de Durero”, basada en “el número áureo”. En su magnífica obra gráfica “La melancolía”, también se encierran múltiples claves y metáforas matemáticas. Su estudio y pormenorización es toda una sorprendente confirmación de ello.
Sus insólitas propiedades son la principal razón por la que la “Sección Áurea” ha sido aceptada a lo largo del tiempo como divina en sus composiciones e infinita en sus significados. Los egipcios la emplearon en la cámara funeraria de la pirámide de Keops. Y los antiguos griegos creyeron que la comprensión de esta proporción podría ayudar al acercamiento al Creador. Dios estaba en “el número áureo”. La Proporción era como la fórmula velada que Dios empleaba para crear en armonía, perfección y belleza.
La obsesión por apresar las proporciones ideales que encierran en sí la excelencia ha sido una constante en los artistas, desde la Antigüedad hasta el presente. La utilización de la geometría, para encajar la composición de un modo equilibrado, es un método generalmente utilizado durante el Renacimiento. Y como La sección Áurea o Proporción Divina está basada en las secuencias exactas presentes en la naturaleza inspira y pauta esta búsqueda de forma admirable.
Un ejemplo excelente es “El retrato de Giovanna Tornabuoni”, que reproduce con matemática precisión los desarrollos de las secciones utilizadas en la época. Las líneas maestras disponen con absoluta precisión geométrica el resto de los elementos que completan la composición. Ghirlandaio, su autor, reparte el espacio mediante estas formas. De esa manera deja establecida la relación entre armonía y proporción matemática. Dos líneas diagonales, cruzadas en aspa, centran la figura y enmarcan con precisión la posición del busto. Otras líneas sitúan la celdilla del fondo. Desde ellas nacen los tres lados que cierran un triángulo equilátero en el que el autor sitúa el movimiento de la cabeza. Y desde ahí traza la inclinación de la nariz con relación al ojo. La matemática se hace perfección, exactitud, armonía, equilibrio, poesía. Sorprendente ¿verdad?
“La Proporción Áurea”. Euclides, Platón, Pericles, Vitruvio, Rafael, Miguel Ángel, Botticelli, Lucca Pacioli, Leonardo, Johannes Vermeer, Mozart, Corbusier, Velázquez, Debussy, Dalí, y un número infinito de creadores y artistas la han utilizado. Rafael Alberti le hizo un poema. Se utiliza en las catedrales medievales y en la escalera espiral de El Vaticano. Pero también está en cosas tan vulgares como los tamaños más adecuados para la fotografía, las pantallas de los televisores, las postales, las tarjetas de crédito. Incluso se halla presente en la estructura del incógnito cosmos y dicen que en la dinámica de los temibles “agujeros negros”.
Y para concluir, una reflexión muy simple que avive la modestia: La mayoría de nosotros ni somos ricos ni atesoramos grandes conocimientos, y sí muchas limitaciones y carencias.
J.Y.
Vídeos sobre el número Fi
La serie de Fibonacci siempre me ha parecido uno de esos pocos ejemplos de "toque divino" que tenemos esparcidos por ahí, dispuestos para ser descubiertos y entendidos por quienes no tengan como único anhelo conocer las últimas andanzas de Belén Esteban o Lydia Lozano.
ResponderEliminarEs una serie simplicísima, bella, profunda. Y nos dice mucho sobre el mundo en el que nos ha tocado vivir. Una serie oscilante, que, conforme crece, va revelando el secreto de su próximo decimal, sin llegar nunca desvelar el dígito final, sencillamente, porque no existe.
Fibonacci nos enseña cómo es nuestro universo: una realidad fractal donde toda complejidad se abre a múltiples complejidades adicionales, si uno se molesta en profundizar en ellas. Esta serie, como el fractal de Mandelbrot y algunas otras maravillas matemáticas, son muestras de las pocas pistas que el Creador (ese ser inexistente pero profundamente ingenioso) nos dejó para que pudiéramos indagar sobre nosotros mismos.
Hay una huella, impresa desde hace 13.700 millones de años en nuestro universo, un código con unas pocas pistas que permiten descifrar el enigma.
Y en esas estamos. Indagando acerca de la nada. Indagando sobre nosotros mismos.
http://es.wikipedia.org/wiki/Conjunto_de_Mandelbrot
http://vimeo.com/6035941