sábado, 30 de abril de 2011

(16) BELÉN, CAMPANAS DE BELÉN.


Del ensueño a  la fatigosa pesadilla de elegir un regalo.



Todos los años retornan a mí aquellos días entrañables de la infancia. Y digo que regresan porque, si soy sincero conmigo mismo, debo reconocer que yo no he vuelto a celebrar más Navidades nuevas, sino que me he limitado a rememorar aquellas que han quedado en mi memoria como las vivencias más felices y cargadas de ilusión que pueda imaginarse.


Y es así, tal vez, porque estas fiestas no están hechas para que año a año se reediten como las entregas de un libro exitoso que viene a deslumbrarnos con nuevas epopeyas, sino para que sean sentidas en un tiempo preciso, y luego solamente se recuerden, se evoquen, se revivan como algo que fue y nunca ya volverá a ser del mismo modo. Así yo, cada mes de diciembre, saco del capacho de mí mismo el espíritu que un día sentí como verdad, y que duerme agazapado en mis entrañas, temeroso de que alguien lo quiebre como una copa o un pomo de cristal que guarda un néctar exquisito del que perdí la fórmula.

Durante mucho tiempo (digo años) he tratado inútilmente de reinventarme la Navidad, y he visto cómo a mi alrededor todos se afanaban en ese mismo empeño. Ha sido y es -creo yo- una obstinación fallida de antemano que nos conduce sin remedio a un paraje desolado de frustración y desencanto que es difícil de encajar en nuestro, de por sí, precario equilibrio vital. No en vano, se dice que este tiempo es el de las depresiones, las tristezas y el abatimiento. Hay quien lo teme. Hay quien lo detesta. Incluso hay quienes huyen de él y lo camuflan para que pase como si no existiera; como si fueran unas fechas fantasmales que hubiera que borrar en los escaques que les corresponden en el último mes de nuestro calendario. También hay quien ante su aparición efectúa una huida hacia delante y se envuelve en una histérica felicidad ficticia y delirante que apabulla a quien pilla. Hay de todo.

También hubo unos años que mi deriva hacia el agnosticismo me llevó a despreciar interior y exteriormente toda esa gran parafernalia de belenes, misas del gallo, villancicos y envío de postales con diseños idílicos de nieve y caramelo. Fue cuando, imperioso y rebelde, cual Cid Campeador de las creencias, llegué a la conclusión de que el valor de la verdad de ciertas afirmaciones y realidades últimas era hermético e incógnito, por más que uno se empeñe en aclararlo. Y, por tanto, algunas de esas estampas o puestas en escena, con las que se había nutrido nuestra fe, no podían ser envueltas en un papel de regalo con tanta fruslería y tanto lazo de seda, de espumillón o raso. Hoy sigo creyendo en mis descubrimientos, pero ante la estética que equipa a los símbolos, trato de ser respetuoso y acotar su merecido espacio. Para mí la Navidad es, sobre todo, una exaltación de la “natividad” y ese es un  grandioso milagro, aunque uno no sea creyente de otros postulados. 

Luego he contemplado y he sido culpable y copartícipe en la gran bacanal del derroche entusiasta y el “a ver quién me gana”. He cooperado en el disparate alimenticio, la frenética y desproporcionada lonja de los regalos absurdos e inservibles, y la imbécil cucaña de esa lotería en la que uno se embauca a sí mismo subido en el mismísimo “Pegaso”, caballo volador de las irrealidades, buscando un décimo con tal o cual combinación soñada de cifras ilusorias. Es eso de la “corazonada”; esa entelequia que nunca nos produce el pálpito anhelado y sí la sensación de haber hecho el ridículo. Porque ridículo es siempre pretender pisarle su dosis de sorpresa y descoloque al futuro.

Más tarde no he tenido más remedio que ser -refunfuñando- testigo de la llegada del gran  trineo advenedizo. Vehículo volador y a la vez de tracción animal con el que nos han explicado que se desplaza ese Papá Noel, Santa Claus o San Nicolás. Santo que habiendo vivido en el siglo IV en Licia, lo que hoy es Turquía, comenzó el periplo azaroso de su portentosa evolución. Primero viajó dentro del equipaje emocional de los inmigrantes holandeses que fundaron New York. Desde allí se volvió -vaya usted a saber por qué- a la afectada y solemne Inglaterra. Y luego, cruzando las aguas turbulentas del canal de La Mancha, se trasladó a Francia.  En 1931, y por esas cuestiones semi-ocultas que han de ver con la venta y el marketing, lo enfiló Coca Cola. La hábil marca encargó al pintor Habdon Sundblom que diseñara una nueva, más entrañable y más actual fisonomía con la que renovar el look de este el santo ambulante. (Las malas lenguas dicen que con la intención, nada interesada, de que lo vistiera de rojo y de blanco, colores propicios a la casa). Después de esto la gran parafernalia se disparó, y los más listos lo adoptaron cual hijo notorio y predilecto. Fueron los de Laponia quienes se lo apropiaron al grito de “yo me lo vi primero”. Y  cerca de Rovaniemi, más allá del Círculo Polar Ártico, le instalan una casa; regalo ad perpetuam

Como veréis, tras tales peripecias, uno no se explica muy bien qué diantres se le ha venido a perder al santo zascandil por la real España. Y es que aquí, sabido es, que somos más de realezas y de monarquías. Pero, además, dónde va usted a comparar al abuelo gordito del “¡jo, jo, jo!”, vestido de fieltro rojo con los ribetes blancos y la barba, la peluca y las cejas de pulcro algodón casi vidriado con el lujo oriental de un Melchor, un Gaspar y un Baltasar, sus tres enjaezadas cabalgaduras y sus tres preceptivos y primorosos pajes. Los Reyes Magos del Oriente; ni comparanza tienen con el amable abuelo.

Además, como todas las invasiones, esta también tiene su dosis de desajuste y pérdida de tino. Y como no tenemos arraigada la cultura de ese “¡Jo, jo, jo!”, pues que resulta que no sabemos muy bien dónde ubicar y cómo asimilar la dúplice entrega de presentes que conlleva el barullo instalado tras ese allanamiento. Vamos, que todo viene a quedar manga por hombro, aumentada nuestra perplejidad y desenfreno a la hora de acomodar regalos, mientras baten palmas con las orejas los tenderos, pues que a “río revuelto, botín de pescadores”. Y digo “botín”, pues que el término tiene una connotación más rapaz y canalla que otro que pudiera cuadrarnos. (No obstante, espero que de este funesto yerro seamos indultados, al menos este año, por aquello de dar fuelle y redención a nuestra convulsa  y boqueante economía). 

Junto a esta algazara está la estética atrofiada de algo que nunca se ha sentido. Y, así, vemos papás noeles a las puertas de tiendas y establecimientos con disfraces de pena. Calzones y casacas apañadas de un año para otro, que más que ilusión producen risa. Los hay a todas horas, de calibres diversos y con descuidos múltiples. Compiten de acera en acera, de puerta a puerta, de golpe de esquilón a bufo resoplido de saxofón de plástico o simple carraca o matasuegras. ¿Cómo rivalizar, pues, con tres magos ornados con sedas, alhajas, turbantes y coronas; con tres personajes con colores de teces diferentes, entronizados majestuosamente, y que, de siete a diez, reciben cartas petitorias en sitios bien signados de grandes almacenes o en lo alto de la marmórea escalinata del hall de algunas sedes de Municipio regio? ¿Cómo equilibrar una gracieta al paso, que más parece un fortuito atraco, con ese toque de mejilla desde el sillón bruñido utilizando una mano enguantada, donde refulge un anillo con un rubí enorme? ¿Y qué puede decirse de esa, cada año más numerosa, decoración de hogareñas fachadas en las que abundan, cual talegos colgados, muñecos rojos presos de la intemperie? Pobres remedos de peleles ahorcados, zarandeándose en las férreas barandas durante más de un mes de crudo e inmoderado invierno.  No me digáis que no son dignos de clemencia y de lástima. Haber venido hasta aquí para encontrar un trato semejante.

Valga con la admisión del abeto luciente. A él le daremos de paso, pues que el Vaticano (que debe saber un hartón de este asunto) lo coloca cada año en la universal plaza de “Santo Pietro”. Y porque al ser un vegetal, adorna y ennoblece, y porque ahora tenemos el fiebrón del respeto por el ecologismo (esperemos que sea reciclable). Pero lo otro…

Y bueno, a lo que nos importa. O, al menos, a lo que a “nos” importa. Y esta es una opinión personal como no podía ser de otra manera, aunque yo, para disimular, utilice ese “nos” (plural llamado mayestático, que usaban ya en la Roma más clásica, y que luego han seguido utilizando gobernantes y papas para atribuir a las Instituciones lo que ellos decían).
 Yo creo que nuestra misión no es otra -aunque muy importante-, que la de alimentar la ilusión de los críos. Lograr que ellos un día recuerden sus navidades-niñas como un tiempo en el que el ensueño lo invadía todo sin reservas ni grietas. Y que ese recuerdo sea un referente para recordar cada año, cuando sean ya adultos, que hay un fortín, una trinchera en ellos, donde habitó la dicha en un tiempo remoto. Un referente amable para paliar los días de áspera ventisca con que la vida azota, más tarde o  más temprano, a todo transeúnte de esta travesía. 

Pero, claro, para eso habría que enmudecer el cacareo haragán e insensible de quienes anteponen a todo la venta y el consumo, y la prioritaria obtención de magnos beneficios. Habría que cegar las pantallas domésticas en las que los grandes almacenes o los jugueteros no se cortan ni un pelo a la hora de ofrecernos comparaciones, créditos o descuentos. Homilía basta y desaforada, ante la que nuestros niños, o son bobitos o han de percatarse de que ese dulce engaño de los Magos de Oriente no es más que una falacia torpemente trazada y llena de agujeros.  Pues, ¿cómo entonces puede hablarse de precios, rebajas, aplazamientos o compra anticipada con suculentas ventajas en los costes, si en la esencia de S.S. Majestades está ese poder mágico de alcanzar lo que se les demanda y trasladarse en una sola noche por todo el universo? (Bueno, todo lo que se les demanda, pero siempre sometido al noble reparto equitativo entre todos los niños). 

Burda barbarie esta que antepone el jugo empresarial de esta forma tremenda a la segura inversión que es sembrar en ilusiones y esperanza. Y no hablemos ya de esos padres -muy ahorradores ellos-, que para no errar y ser complacientes y austeros, se van de la mano del hijo a revolver por las estanterías, en fecha a voleo, para que el pequeño trinque aquello que la televisión o el rumoreo guay de sus amigos le metió en la sesera. Tampoco parece de razón eso de que los reyes o quien sea repartan los presentes en fecha anticipada con el pretexto de que los niños, sujetos a rigores de planes escolares, tengan más tiempo para trastear durante los días de asueto que traen las vacaciones. Esto también es una obtusa ironía. Como si los muchachos no tuvieran suficientes chismes de anteriores veces ínfimamente aprovechados. Como si el tiempo venidero fuera a terminarse fulminado por rayo. Como si un regalo soñado, buscado con cariño y entregado entre el amor, la ilusión y el ensueño, fuera a ser un producto caduco que ha de consumirse en sólo una semana. 

Recuerdo los tiempos de mis Reyes. Y recuerdo con profunda tristeza aquel año que ya, crecido yo, no tuve más remedio que admitir que aquello era una cordial mentira. Una dulce ficción que, sin embargo, ya había roturado en mí  un surco deseado que nunca olvidaré. Pues bien, por eso, me gustaría que todo se volviera a su sitio, que las Navidades fueran para los pequeños un tiempo de ansiosa expectación, y para los mayores un tiempo de responsable y cuidadosa entrega a crear jugosas fantasías. Que unos y otros volviéramos a asumir nuestra misión, y que la ilusión del obsequio que traen los Reyes Magos no se limitara y se desdibujara, como efímera niebla, en el acto simplista de desenvolver un pulcro y bien decorado paquete que pierde su esencia en cuanto se destripa. ¿Verdad que dicho así no suena a entrañable regalo sino a mero potingue o agreste trasiego de basta casquería?

J.Y.


Y diga lo contrario quien lo diga: "Ningún ser humano es ilegal.
(Otra cosa es ser un transgresor de la ley, a quien la justicia debe penalizar)
FELIZ NAVIDAD
 

Fragmento perteneciente al frontal del altar de la iglesia de Santa María de Aviá (Berguedá).
Fechado hacia el año 1200.

2 comentarios:

  1. Está bien esta idea de que "... las Navidades fueran para los peques un tiempo de ansiosa expectación, y para los mayores de responsable..." para con ellos.
    - Lo que más lamento de estas perfectas Saturnales es que se forren los mercaderes.
    - Lo que más me gusta, que se come a todas las horas ¡Ahora que tengo tiempo!, ya que hace años, jo, jo, jo, cuando paseaba por la ciudad, me sentía obligado a sortear las calles para no encontrame con 10 o 20 malvestidos de rojo y peor barbudos, para que mi hijo, sólo viera a uno, el verdadero.
    En fin, que se me pasaba el tiempo con lo de callejear.
    Ahora que lo tengo, como mogollón, y, en este instante, lo que necesita el mundo, es que me suba el colesterol y explote de una vez por todas.

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