La danza de los humilladores y los desheredados.
“Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil también. Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos; contentos y amargaos, varones y doblés. Pero que el siglo XX es un despliegue de maldad insolente, ya no hay quien lo niegue; vivimos revolcaos en un merengue en el mismo lodo todos manoseaos”.
Así empieza la letra del esclarecido tango “Cambalache”, del que es autor Enrique Santos Discépolo.
Si consultamos el término “cambalache” en el diccionario, su significado es el que corresponde a trueque, prendería, negocio con ánimo de engaño, permuta amañada, o sea: barullo mercantil. En definitiva, todo aquello que nos alcanza, nos bautiza y nos define en los presentes días. “Cambalache” es una palabra nítidamente explicativa de nuestro suntuoso, abigarrado y esperpéntico presente. No es extraño pues, que, como sin previo aviso, esto haya comenzado a desmoronársenos estrepitosamente, y que el cataclismo nos tenga a todos -desde nuestro cinismo de trileros- así como perplejos y sobrecogidos. Aunque yo bien diría: cogidos y bien cogidos por los hue… Experiencia tenemos, al menos los varones, de que el paquete escrotal es una zona altamente sensible como pocas, por lo que bien podemos intuir lo que puede esperarnos si siguen estrujándonos las masculinas gónadas.
Es el tango (digámoslo de paso) una manifestación nacida de la entraña del suburbio y la marginalidad. Una danza medular y voluptuosa que hunde sus raíces o sus uñas negras y descarnadas en los discutideros de mercado, los conventillos vecinales o los boliches del mugriento arrabal del extrarradio. Un grito acompasado que brota hecho canción entre las calles “Corrientes” y “Florida” del viejo Buenos Aires. Un quejido musical que rebosa esencias netamente porteñas. Que se expande hacia el mundo como un gas incontenible que encierra en sí la virtud o la fatalidad de estremecernos y de arrebatarnos. Que nos unce a todos con su cadencia, entre pasos trenzados y arabescos más propios de tragedia erótica. Un baile de penumbra y callejón; de acentos bien marcados. Un festejo provocador del imperio viril; del desgarro, el ultraje, la pendencia y lo atávico. Una puesta en escena de la comedia humana en su versión más cruda y arrebatadora. Una exposición desnuda y tenebrosa de amores clandestinos, brutales desencantos, desdichas tortuosas; burlas, odios, rencores, cobardías; recriminaciones, traiciones y desprecios. Sus letras son un verdadero universo de matices, sutilezas y veladas tinturas entre las que deambulan la perfidia y la franqueza en dosis semejantes.
En el tango también el hombre es quien manda y determina. Sombrero encubridor de la hosca mirada, brillantina de nácar, bigote negro y muy bien recortado, pañuelo al cuello que no falte; camisa granate o rosada, chaqueta prieta con ribetes, pantalón impoluto, botín brillante, y una mano tenaz alhajada de oros. Y la mujer un mero maniquí al que enlazar, acometer, quebrar, desplantar, curvar o aprisionar. Un juguete a quien venerar férvidamente o desechar según requiera el lance; vencer en cualquier caso. Pues que el uso del desdén a voluntad entraña en sí una burda victoria.
Y así el mozo, guapo, rufián, prófugo, tramposo, solitario, sin ley e intimidador va trazando su baile y dibujando cenefas en la pista desierta, como en la geografía de su mundo exclusivo hecho a su puro antojo. Mientras, el bandoneón manda en la música y subyuga al piano, al violín, a la flauta, a la guitarra o al bajo, pues es él quien se ha apropiado del ancestral cimbrado. Quien se ha apoderado de ese ensamblaje impreso entre las acrobacias de una pareja absorta en lo trascendental y lo enajenante.
¿Verdad que es una danza mágica? Mágica, si es que es mágico lo que a primera vista se nos presenta como inconcebible, oculto, sorprendente; transmisor de misterios que se nos extravían y que nos atenazan, y dejan en suspense ese ¡oh! insonoro de lo difuminado.
Pues bien. “El mundo fue, es y será una porquería”. A menos que, de una vez por todas, nos pongamos manos a la obra y dejemos de mirar de soslayo y embelesarnos con tantas tonterías. A menos que dejemos de enredarnos con tanta estupidez como a diario nos llenan de fruslerías los ojos, las manos, los sentimientos y hasta las meninges, de los que hemos caído, de modo ocasional, en esta orilla privilegiada del gran globo terráqueo.
Es hora, pues, de que miremos cara a cara a todas esas burdas falacias de solidaridad, conmiseración y cínica piedad con las que empapelamos nuestros absurdos días de “niños delicados” afincados en “la urbanización” excluyente del distinguido gajo de Occidente.
Pero es que, además, tal vez ahora ya ni siquiera podamos hacerlo desde nuestra benevolente iniciativa de sensibilizados espléndidos, sino acosados por una ola de deseo de justicia y equidad que se está desatando por las ciénagas y cloacas del orbe oprimido. Porque parece, a poco que se mire y se tome el pulso al endémico enfermo que estaba arrinconado y entregado a su nefasta suerte, que éste se está convulsionando. Que el exánime o famélico paciente se está desperezando o reviviendo. Tornando desde aquel sueño de indigencia, desprecio y abandono, que a nuestra inmoralidad le parecía aceptable y bien reglado, ácido aunque decorativo; siempre inofensivo y, sobre todo, muy bien empaquetado. Porque, ante el objetivo fotográfico del rico, la miseria, al igual que el dolor, tiene siempre un potente atractivo.
No, no hemos redimido cuando debíamos a los desheredados. Han tenido que ser ellos mismos los que, hartos de nuestra avaricia e iniquidad, han comenzado a decirnos, alto y muy claro su: ¡basta ya! Y es que el tsunami provocado en el epicentro de la miseria misma viene ya de camino, como un eco que golpeara de sima en sima, de montaña en montaña; viajando apresuradamente desde el mar profundo y violento de su desesperación a las más apacibles y edulcoradas playas de nuestro vil olvido.
Algunos torpes creen, aún, que estos líos y revueltas son asuntos exclusivos de los pueblos con sus respectivos dirigentes políticos: como Hosni Mubarak, Ben Ali, Muamar Gadafi o su hijo Saif al-Islam (que, por cierto, significa espada del Islam). Se olvidan de que esos abominables sátrapas, déspotas, torturadores y carceleros no han sido sino sicarios puestos o mantenidos por nosotros. Dictadores a quienes acogíamos, les reíamos las gracias, les besábamos afectuosamente, les cogíamos entrañablemente las manos y los sentábamos a nuestras mesas, a cambio de repartirnos con ellos las riquezas que les desvalijaban a sus compatriotas. Robos que se traducían y traducen en hambre, enfermedad y muerte ignominiosas. (Allí la vida vale muy poca cosa). Se olvidan de que todos sabíamos y sabemos con exactitud -pero a la vez callamos- la atrocidad de sus excesos y sus tropelías. Como también sabemos las cuantías concretas y pormenorizadas de lo que atesoraban y atesoran en nuestros bancos y bajo nuestras bendiciones y aplausos. Queremos ilusoriamente creer que estos son asuntos intestinos de esos países de desarrapados, y que su patada en el lodo no va a salpicarnos ni a manchar nuestros trajes sin mácula. Pero los rebeldes y los amotinados saben muy bien que detrás de sus carceleros nos guarecíamos nosotros. Que detrás de su fachada nos escondíamos furtivos, cobardes y usureros los occidentales. Saben que los teníamos puestos de capataces o negreros. Ellos blandían hábilmente sus látigos y ponían sus fauces y sus babas de perros, y nosotros les reíamos las gracias y los enjabonábamos. Luego nos repartíamos, en la turbia trastienda, el producto indecente de la muerte y la sangre. Así hemos vivido.
Yo creo que ya no será así. El mundo de los subyugados está desperezándose, quieren levantarse del suelo humillante. Quieren dejar de apañar las migajas del banquete del mundo satisfecho, y tomar asiento en la mesa de todos. Porque ellos también han sido llamados al convite (convidar es compartir vida). Y de eso es de lo que se trata, si es que uno quiere ser mínimamente honrado o simplemente justo: de compartir y permitir la vida a quienes nunca deberían necesitar de nuestro permiso para poder vivirla.
Hora es ya de que nos despojemos de tanta tontería. Podemos hacerlo reflexivamente y por convicción, o esperar a que nos sea arrancado a empellones violentos este traje que nos ha “diseñado” nuestra sucia opulencia. Podemos acoger a los proscritos en nuestra casa, limpiarles las heridas, pedirles su perdón humildemente y considerarlos hermanos y congéneres, que es como siempre debieran haber sido tratados. O podemos seguir encasquillados en nuestra indiferencia, en nuestra soberbia y en nuestra ruindad, creyendo que estos apriscos en los que pacemos o estas charcas en las que abrevamos son solamente nuestras. En nuestra decisión estará, sin duda, inscrita nuestra suerte.
Puede que no hagamos nada y sigamos del brazo de los maltratadores, pues siempre habrá “cabrones” que estén dispuestos a ello. Pero nunca olvidemos que para mantener a la legión de los subyugados sumidos en la indigna miseria, nosotros tendremos que seguir siendo rehenes. Sí, prisioneros de esos otros locos, fanáticos, ególatras y bestias a quienes tenemos puestos o tolerados cual capataces, esbirros, sicarios o secuaces en cada una de esas sedes tiránicas que todos conocemos. Sabido es que el petróleo, el gas, las inversiones o las materias primas vendidas con favor, nos ensanchan sonrisas, nos hacen mollares y tolerantes, y nos ponen las gafas de “hacer la vista gorda” ante aquellos que no respetan básicas dignidades ni derechos humanos.
Ha sonado el gong. Ha comenzado el periodo de los siete años de las vacas flacas. El mundo conocido, con el final de siglo, ha comenzado a venírsenos abajo como un castillo de naipes endebles e inseguros. Hubiéramos necesitado al vidente José, el hijo de Jacob y Raquel, el nieto de Isaac, el bisnieto de Abraham, para que nos hubiera desvelado el meollo del sueño en el que hemos dormitado tan indolentemente. Para que, como aseguran que hizo con el soberano de Egipto, nos hubiera confirmado -lo que por otra parte es siempre evidente- que tras unos años de abundancia siempre sobrevienen otros de purgante escasez. Vamos: que detrás de un verano siempre viene el otoño y luego el riguroso invierno. Aunque con esa misma lógica aseguremos que, más pronto o más tarde, volverá a venir la clara primavera.
¡Ojalá! el día venidero nos encuentre ubicados dentro de un orden nuevo. Nos encuentre habiendo comprendido y aceptado, al fin, que el pan es para todos, la paz es la patria común del ser humano, y la libertad es el Dios irrenunciable que todo hombre anhela.
¡Ojalá! entonces, el tango sea otro.
j. y.
He añadido dos vídeos, uno sobre el tango,
el otro sobre la crueldad humana.
(Y sobran las palabras).
El baile ha sido una manera muy original de introducir, expresar y caricaturizar el tema a tratar. Javier, eres todo un artista, de verdad.
ResponderEliminar¿Qué podemos decir u opinar sobre el hombre? En conjunto somos un caos guiado por un instinto natural que parece a veces domado por el mismísimo diablo. Ojalá tuviésemos la suficiente información para opinar sobre nosotros mismos y nuestros actos. Pero con perdon, no tenemos ni puta idea ni como nos han programado.
Por otro lado y como gloriosa excepción, tenemos que asumir que sinceramente sabemos algo. Sufrimos cuando vemos ser pisoteado a un compañero sin motivo aparente. Y además nos agrada, intentar corregir en parte nuestro entorno. Aunque bajo mi parecer casi de manera prácticamente ciega, pues partimos de verdades a medias, merece la pena verter nuestras opiniones hacia donde mejor nos parezca y sobretodo, actuar en consecuencia.
PS: Prefiero ser un tanto escéptico con el tema de las revueltas. También la descolonización se celebró con entusiasmo y en la práctica, bajo mi opinión, acabó siendo una maniobra de EEUU para poder meter mano a territorios sobre los que antes, no tenía ningún control.
Espero con ansiedad el próximo articulo, cada uno a su manera me entusiasma y provoca. Desearía que llegaran a todo el mundo, que la gente sintiera y tomara conciencia de lo que dicen.
ResponderEliminarLa verdad es que nos hemos instalado en la comodidad, no obstante, siempre hubo cambios, el que se avecina aunque nos pille con el paso cambiado terminaremos por acomodarnos a él. Lo que dudo más es que la libertad sea ese Dios al que todos pretendemos, si fuera así, todos seriamos en principio "hombres", creo que aún hay a quien no le interesa llegar a esta categoria.