Haciendo zafarrancho en la propia vivienda.
Dicen, aquellos que saben de estas cosas, que una de las claves esenciales que propician la buena salud de la democracia es la alternancia en el poder. Y parece que esto fuera verdad. Pues que, con demasiada frecuencia, somos tristemente testigos de cómo aquellos políticos, a quienes sus electores premian con el regalo de su confianza una y otra vez, terminan cometiendo enormes disparates. Y empleo la palabra disparate para ser suave y comedido al calificar esa plétora de barullos que salpican nuestro escarnecido zoológico o jurásico patrio.
Aseguran que el hecho de que uno se perpetúe en el escaño es en todos los casos cual una exposición de alto riesgo. Algo así (y utilizo el símil con profundo y consternado respeto) como ese enorme peligro al que se han sometido y se someten aún los ya denominados “héroes de Fukushaima”. Aunque la diferencia entre unos y otros les aleja con distancias de las que podríamos calificar como de abismos siderales. Ya que, mientras unos arriesgan sus vidas por salvar a los suyos, los otros salvan sólo sus carnosos traseros; engordando sus egos y sus vanidades; sus carteras y sus listas de clientes, de gangas y prebendas. Lo que hacen a base de burlarse y acachinar desvergonzadamente a quienes les creyeron y auparon.
Es malo pues acostumbrarse a eso, o tal vez es malo sencillamente el acostumbrarse. La permanencia y el inmovilismo (como a tornillo puesto y olvidado), primero reseca lo que fija, pero después lo endurece y, acto seguido, lo corroe y lo suelda. El oxido es una roña no querida que desluce, ofrece mal aspecto, pero además suelda de manera tenaz e inconveniente, aquello que en un principio se le encomendó que simplemente sujetara. Es cierto que a toda tuerca se le encomienda una función de contumaz firmeza. Pero no es menos cierto -pues que nada debe estar sellado ad perpetuam- ya que también se necesita, que cuando sea preciso, se nos muestre dócil y permisivo al desajuste. Todos, alguna vez, hemos sufrido el enojo de comprobar cómo un terco perno se nos resiste y hasta nos desafía, incluso anunciándonos que se romperá si insistimos en ir contra su voluntad de atrofia y permanencia. Hay, pues, mucho de atrofia en el inmovilismo.
Algo así es lo que hacen algunos políticos que le han tomado gusto a sus butacas, cuando escuchan que tañen sus postreras campanas. ¡Menudo desencanto! Vaya desdoro para ellos, que, con perversa malicia, se han interesado muy ávidamente en conocer a fondo el relleno de las tapicerías sobre las que han perdurado sedentes y bien arrellanados. Así, cuando alguien les sugiere que deben desertarlas, les ataca el vértigo y les acomete esa desazón que todos conocemos. Es entonces cuando, a modo de autodefensa, amenazan con destripar los tazados fondillos de sus regias jamugas. Y así, advierten que pondrán al descubierto y en turbia almoneda las coloridos damascos de las tapicerías, los dilatados muelles, las rancias arpilleras, y hasta las estopas viejas de las obscenas sedes desde las que han gobernado con sueños de infinitos. Vergüenzas y estraperlos varios que sus recalentados traseros han sido capaces de empollar durante sus legislaturas y que, ahora, ellos no tendrán inconveniente en divulgar, caiga quien caiga. Sabido es que el poder es siempre un potente adictivo.
Al parecer son deficiencias de esa ley electoral que, según dicen los que saben, sólo pueden modificar quienes tienen marcados intereses en ella. Es claro que las democracias tienen sus virus propios. Los ácaros locales que las impiden ser sanas y respirar a fondo. Algo así como un pecado original (maldito y cínico invento) que las apea o embozala desde la cuna al ataúd. ¡Y así cualquiera medra!
Pues bien. Acto seguido, y conocido esto, parecería imperativo urgente, que los que creemos en ellas y las consideramos como el vehículo menos achacoso para nuestra travesía social y ciudadana, nos empeñáramos -como primer medida sine qua non- en aliviar de lastres y ruidos sospechosos a este desvencijado carricoche en el que decimos que viajamos en grupo. Pues que, así las cosas, es éste en verdad un trasporte público que de antemano nos anuncia que llevará retraso, posiblemente se nos parará y dejará tirados y, por supuesto, nos obligará a transitar de pie, apretujados y oliendo a fueloil (o mejor dicho, a fritanga de merendero o congresista tasca).
Hay asuntos que puesto el pie en este siglo XXI no debiéramos tolerar ni un minuto más. A saber: la desigualdad entre los géneros, la perpetuación del trabajo infantil, la no derogación universal de la pena de muerte, el mantenimiento encubierto de la esclavitud en todas sus modalidades, las exclusión por razones de sexo, raza, ideología o religión, la situación de inhumana miseria, el mercadeo de fármacos, y algunas otras cosas más que todos conocemos. Pero parece ser que nuestra exquisitez e intransigencia de ricos y acomodados del planeta, tan acusada en otras cuestiones más de pose y de estética, no nos empuja a reivindicar terca y estoicamente esto que es lo que en verdad dignificaría nuestro status de humanos. Ya se sabe: “yo, mi, me, conmigo”. Y al que le den, que se aguante y se joda.
Pero, si tan expeditivamente hablamos de no apoltronarnos, de renovación, de necesidad de alternancia y revisión constante, cual medida imperiosa de higiene, no parece ni justo ni coherente que siempre empleemos la tercera persona del verbo, ya sea del singular o del plural. No, no son “él” o “ellos” los culpables de todo; ni quienes nos interesan en este trance. Es más, lo que él o ellos hagan u omitan en su hacer es algo que, por supuesto, nos afecta y condiciona tanto a mí como a mis colegas, pero es algo en lo que mis posibilidades de intervenir son siempre limitadas y sujetas a no pocas premisas, trabas y condiciones. Donde yo soy verdaderamente actor y “redentor” posible es dentro de mi casa; y más concretamente en mis espacios íntimos. Por eso es tiempo de arrimar, sin temor ni conmiseraciones, el ascua a mi sardina. Vamos: de aplicarme el cuento y buscarnos las vueltas en el propio ropero.
Siempre he creído que el desasiento, la renovación y la mudanza son algo que se necesita realizar de vez en cuando. Antes que los suecos de Ikea pusieran, tan hábilmente, ruedas al eslogan “redecora tu vida”, ya creíamos algunos en él como imperativo esencial de la existencia. Echar las mantas y sábanas para atrás casi a riesgo de desvencijar la recatada cama, desembuchar armarios hasta el fondo, remover mobiliarios heredados o no, aventar trojes o desperezar despensas hasta la esquilmación, son practicas que siempre se han llevado a cabo en la tradicional “limpieza anual” de nuestras casas. Enjalbegar las fachadas antes de los días de la fiesta local, es algo que nuestros mayores realizaban con puntualidad de relojes suizos. (Cuando los relojes venían de allí, como los niños lo hacían desde la capital de Francia). Es algo -digo- que hablaba de la salubridad del hogar, y por ende de la de la familia. Y podríamos añadir de la desinfección mental de cada uno; la que más nos implica.
Pero después vinieron todos estos artilugios utilísimos que nos amparan y cortejan a diario, y ya “el zafarrancho” pasó a mejor vida. No voy a ser yo quien vaya en contra del progreso, pues sería claramente caer en tópicos absurdos por referirse a situaciones casi irreversibles. Parece ser, pues, que estamos todos de acuerdo en que no se puede comparar el ayer con el hoy. Que no se puede comparar está muy claro. Pero en cuáles son las excelencias o contrariedades de uno y otro tiempo la controversia está seguramente muy bien aliñada y dispuesta al debate -me parece-.
Y dicho todo esto, creo que a mí también me ha llegado el momento de poner freno a mis homéricas andanzas y dedicarme a hacer enjuague general de mis literaturas. Siempre admiré eso de las abluciones, que algún credo impone cual norma imperativa. Aunque, es verdad, que la purificación o catarsis está presente en no pocos cultos, doctrinas y observancias, cual aceite de ricino que, a pesar del amargor de su embate, termina tonificando y remozando el alma. Pararse, sentarse, buscarse en los bolsillos y exponer ante los propios ojos qué se tiene o qué falta para seguir el viaje, es una norma de prudencia y cordura, que debe realizar todo peregrino que anhele fehacientemente llegar hasta su santo. Por el contrario, acunarse en las propias esencias, acostumbrase a los halagos y a las adulaciones, y -lo peor- creérselas, es toda una torpeza de caracteres mayúsculos. Regodearse en sí y persuadirse de que uno está en la posesión absoluta de la verdad en cuanto piensa, musita o predica, es una amenaza que, cual carcoma famélica, termina convirtiéndonos en polvillo las ideas más firmes.
Creo que es tiempo de auto-revisión; de autocrítica, como dicen algunos. Sobre todo cuando no tienes esa ácida y dolorosa ayuda que supone el que otros -eso sí, con cariño y cordialidad- “te pongan las peras al cuarto”, “te canten las cuarenta” o “te den un repaso”. Es tiempo de creer en lo que dice Kohelet en ese libro extraordinario de la Biblia que es el Eclesiastés: “
Nota: Puedo enviaros un pdf con estos 32 artículos (con fotos pero sin vídeos). Comunicármelo a zenayy@gmail.com y os lo enviaré.
Deseo que tu revisión de puesta a punto la lleves a cabo de la mejor forma posible, espero dure poco y si tienes otras novias, tengas alguna veleidad y nos sigas permitiendo paladear estos artículos que no dejan de ser una fuente de agua fresca entre tanto erial que hay en la red. Sea lo que sea que te propongas te deseo lo mejor; yo por mi parte esperaré ansioso como me sucede ahora cada nuevo escrito tuyo, reviso este blog casi diariamente, me costará perder esa costumbre. Mucha suerte y por supuesto Salud.
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