Lhasa, ciudad santa de Tíbet.
(Región autónoma; República Popular China.)
(Región autónoma; República Popular China.)
La fabricante de spaghetti en el Bankhor
(fotos: Pedro Tejedor )
Hay que madrugar para tomar un vuelo en las horas tempranas. Recorrer Kathmandú entre la luz descarnada de las primeras horas y un fuerte aguacero, que empaña los cristales de nuestro minibús, vuelve a dotar al viaje de épico atractivo. El agua se embalsa en las calles, y uno se imagina llevando a cabo una travesía con ribetes legendarios y heroicos. A ratos creo imposible poder salir del atasco monumental en el que participa toda clase imaginable de vehículos (o lo que sean). Las personas están caladas hasta los mismos huesos, aunque sin parecer importarles demasiado. Con una habilidad popular, mezcla de resignación, costumbre y paciencia, poco a poco, se va desenredando la madeja, para un instante después volver a enmarañarse nuevamente. Así avanzamos kilómetro a kilómetro.
De nuevo este aeropuerto destartalado y elemental, aunque ahora el pasaje es distinto al de nuestra llegada. Interpreto por sus aspectos y ropajes que son alpinistas venidos de cualquier parte del mundo, cargados de impedimentas y utillajes enormes; imposibles de ser alineados en las exiguas filas de facturación. Los trámites de salida son más cortos ahora. Luego, la sala de espera es como un hangar que hubieran improvisado apenas hace un par de horas. Las hileras de asientos metálicos y azules desconchados chirrían, cabecean en comandita, están desfondados o resultan ausentes en demasiados trechos. En esos tramos sus esqueletos rotos resultan hirientes y agresivos. Un dispensador de agua con su bombona transparente en lo alto es el único punto atractivo de la inhóspita estancia. A su lado, un gran bidón metálico, repleto y oxidado, vomita vasitos de plástico blanco ya usados que parecen mirar con envidia a un buen número de sus compañeros que están esparcidos libremente por el suelo. Un charco de agua -sin duda de los restos de líquido no bien apurados-, es el origen de un abanico de marcas de pisadas que indican rutas que van desvaneciéndose hacia distintos puntos de esta agreste lonja. Para tomar agua hay que atreverse y acercarse con cautela y de puntillas.
Cuando el Boeing se pone en pista y -tras detenerse un segundo como para hacerse consciente de lo que va a hacer- dice: “allá vamos”, transcurre un minuto de suspense en el que casi ni me atrevo a tragar saliva. Al percibir que hemos abandonado el suelo noto que la aceleración es máxima, y que el enorme pájaro enfila hacia el cielo con una exagerada inclinación un tanto inusitada. Salir de inmediato de este hermoso valle de Kathmandú y salvar las enormes montañas que lo circundan, debe obligar a toda una peripecia que exige maestría para quien lo dirige y un bramido feroz de autoimpulso para la máquina que nos transporta. Por fin nos vemos rodeados por enormes nubes densas y blancas, y poco después entramos en un ámbito infinito de luminosidad radiante y cegadora. A partir de aquí imposible definir qué son nubes y qué las cumbres nevadas de los picos que conforman el gran “techo del mundo”, que ahora está bajo nosotros cual Polifemo dócil.
La aproximación a Lhasa es suave como la melodía de un vals vienés de Strauss. Nuestro solícito guía Sujan, que se ha encargado de cerrar nuestros pasajes, no sé cómo ha logrado que estemos todos desperdigados por la aeronave de una manera cómica. Nos sonreímos unos a otros desde la lejanía. Noto al amigo Pedro, en el asiento de atrás, desesperarse porque es incapaz de sacar -según él dice- ni una fotografía decente. Después compruebo que ha captado perfectamente esta planicie lacustre que precede a nuestro aterrizaje. La luz es serena, viscosa y gris. Estamos a 3.650 metros de altitud.
Los trámites aduaneros son casi milicianos. Estamos en China castrense, abstrusa y burócrata. El uniformado que nos va testando uno a uno pudiera perfectamente ser una figura del museo de cera. Circunspecto e inmóvil, a no ser porque sus párpados suben y bajan de mi cara a la foto de mi pasaporte. Su mirada es rígida y autómata como la de una de aquellas muñecas antiguas que, como toda gracia, abrían y cerraban sus ojos ribeteados por dos paréntesis horizontales y negros a modo de pestañas. La sala que nos recibe está totalmente desnuda: suelo, pared y techo. Ni un solo adorno o greguería que pueda minar el recio militarismo imperante. A nuestra amiga Maica le destripan literalmente el equipaje. El uniformado, con la seriedad de un general miembro vitalicio de la Asamblea Popular Nacional, busca y rebusca entre regalos, útiles de aseo, vaqueros magullados y lencerías íntimas. Ella, socarrona y procaz, espera divertida, mientras nos mira a todos de soslayo. Me imagino que dice entre dientes: “busca, busca, que ya vas a encontrar”. De pronto el ávido “brigadier” da con el oculto tesoro que estaba rastreando: un libro innocuo de lectura, que requisa. El material impreso parece fascinarle y hacerle salivar, como babea un can en presencia de un hueso. A Consuelo (la mamma) también la desvalijan. Y así, una impúdica guía turística, que lo peor que ha hecho es contener una foto y una entradilla firmada por el sonriente y terrorífico Dalái Lama, le es confiscada ipso facto. El aduanero se sonríe hacia dentro pletórico de dicha aunque sin trastocar su porte egregio de sabueso. El amigo Josep, que trae otra guía igual, que alguien le ha prestado, reza a todo el retablo de su santoral para que no se la encuentren. En esta ocasión, los venerables, los hados o los destinatarios de sus devociones deben haberle oído y son con él proclives. Así, Josep supera airoso el concienzudo ojeo. Seguidamente, una muchacha elegantemente ataviada con galas tibetanas, nos recibe con un saludo reverente, mientras nos va colgando al cuello, a todos, un larguísimo y brillante pañuelo blanco, como símbolo de hospitalidad y bienvenida. Se trata de nuestra asistente local. Yo lo conservo el tiempo imprescindible para no desairarla.
(foto tomada de Internet) (foto tomada de Internet)
El hotel es un faraónico edificio de dimensiones y corte imperativo y dictatorial. Todo en él es excesivo. Los mármoles, los bronces sobre dorados, las lámparas, los cristales. Las obras de arte metidas en individuales “peceras” de cristal plagan el inmenso espacio de la Recepción. Alguien del grupo que domina o, al menos, tiene pericia con las lenguas, lee en un cartelito, que toda la segunda planta está dedicada a museo. Por lo visto, las maravillas que están a nuestro lado deben ser material de segunda. Las habitaciones tienen un lujo empavonado, atemporal y añejo. Otra cosa distinta es la limpieza. De inmediato caemos en la cuenta de que aquí el concepto de pulcritud o aseo tiene sus particulares puntos cardinales, y eso no depende ni siquiera -por extraño que pueda parecer- de la alta categoría del alojamiento. Lo cultural es cultural y punto, y reeducarlo es casi imposible. A partir de aquí comenzaremos a padecer por la limpieza ambiente concebida en toda su extensión. Ya os lo referiré más adelante.
Sin embargo, pisar el suelo de la ciudad santa de Lhasa es una experiencia por la que merece la pena soportar cualquier tipo de incomodidad, contratiempo, rigor o insolencia.
Penitentes a la entrada del Jokhang
Entrada del Jokhang
Lhasa como epicentro de peregrinaciones es un enclave plagado de riqueza vital, esencias místicas, y cromatismos étnicos. Un caleidoscopio magnífico en el que uno puede desesperarse por no dar abasto a mirar y registrar la inmensa variedad humana y cultural que se le ofrece.
Ofrendas en el Bankhor
En el centro histórico se encuentra el santuario Jokhang, el más sagrado del budismo tibetano; el templo primordial del Tíbet. Lo es porque en él se venera la estatua de Jowo Shakyamuri. Aseguran que la imagen fue realizada tomando como modelo al propio Buda, príncipe Siddharta Gantama, cuando tenía la edad de 12 años. Sin embargo, aunque el monasterio tiene sus riquezas y encantos, las calles en su entorno y su bullir son, para mí, lo realmente subyugante.
Interior de Jokhang
Interior de Jokhang
Lhasa tiene tres koras o anillos concéntricos de peregrinaje, cuyo recorrido afirman que purifica el karma. El primero es el Nangkor, y se realiza por el interior del templo, envolviendo la capilla que alberga la imagen del Buda. El segundo y más importante y concurrido es el Bankhor, que está configurado por las calles adyacentes que rodean y abrazan al sacrosanto templo. El tercero tiene unos trece kilómetros y ciñe la ciudad cual ruta santa salpicada de aras, imágenes pintadas con ingenuos trazos y múltiples colores, y decenas de ínfimas capillas.
Carnicería en el Bankhor
La tienda de pinturas
En el Bankhor se apostan todo tipo de tiendas y de mercancías. Por él pasan y pasan los peregrinos, emulando la rueda de la vida. El término sánscrito, dharma significa aro de la virtud, religión, ley natural, orden social, conducta adecuada; todo eso y tal vez más. Para alguien de nuestra cultura, llegar hasta aquí es tener la oportunidad de embriagarse ante un acontecimiento único y especial que suscita todas las emociones y remueve por dentro. Trataré de explicarlo.
Rostros surcados por arrugas profundas, y caras de pura porcelana arreboladas por el carmín de hielo y el viento de la estepa. Miradas infinitas, perdidas en un inescrutable pozo esmaltado de vivencias insólitas. Tocados urdidos en cabellos de un negror de azabache y pieles rasuradas por la indómita genética, que convierte a muchos en forzados lampiños. Niñez y senectud en atrayente lazo. Peregrinos venidos de lugares remotos de nombres imposibles. Preseas, ajorcas, aretes, zarcillos, brazaletes, pasadores, carlancas; adornos preciosos y exultantes. Cuentas de cristal, de ámbar, de lapislázuli, de corindón, de ópalo, de marfil, de bronce, oro o plata. Trabajos primorosos recubiertos y preservados con esa pátina que va adhiriendo el tiempo a las alhajas familiares, cuando se heredan de generación en generación, cual el testigo cedido en la carrera de relevos del tiempo. Atavíos de una suntuosidad profundamente humilde, llevados con una elegancia medular y enigmática. Caminares esbeltos de juventud pujante o espaldas encorvadas con dignidad de años apilados al ras de la intemperie. Plegarias recitadas sobre la faz del suelo, en ese ejercicio sorprendente que supone tres pasos, tenderse sobre el polvo tocando con la frente, para, acto seguido, alzarse, juntar las manos y hacerlo todo otra vez de nuevo. Y así: una, dos, cien; infinidad de veces. Reptar en busca y súplica de la redención de las culpas o la exoneración de inefables oprobios. Y sobre todo esto, en brazos verticales que mueve el mismo alma, los molinillos de oración girando sin dar respiro al tiempo; esparciendo los mantras de manera fogosa, como una planta entusiasmada y fértil que esparce sus esporas. Giros y giros. Aquí todo da vueltas.
Pareja orando mientras el niño bebe y se entretiene en el suelo.
(foto tomada de internet)
Pues bien, como crudo mamporro, en todas las esquinas, en los sitios más clave de la ciudad más santa del budismo, en la Lhasa del colorido, el fervor y la calma, los militares chinos, montan su guardia con su indumenta de color caqui y oliváceo, y el gris empavonado de sus dispuestas armas. Verlo para creerlo. Los hay hasta en las azoteas cual vigías siniestros; halcones al acecho. Dicen que en 1950 el ejército chino entró en el Tíbet, derrotando fácilmente al débil ejército de los tibetanos. Al siguiente año se redactó un plan para la “Liberación Pacífica del Tíbet”. Esta vil componenda fue firmada por representantes del Dalai Lama y el Panchen Lama bajo la presión del despótico gobierno del coloso implacable. Verlo para creerlo, y, sobre todo, para pensar en ello.
Aquí lo dejo hoy. El próximo día hablaré de un poco de su historia, del gran Potala y de la hermosa residencia de verano que es el Norbulinga.
j.y.
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