sábado, 30 de abril de 2011

(38) 11.2011 ÚLTIMAS IMÁGENES DE NEPAL (y 5) LA COLINA DE SWAYAMBHUNATH Y LA CIUDAD DE BHAKTAPUR


LA COLINA DE SWAYAMBHUNATH Y LA CIUDAD DE BHAKTAPUR 


 

(fotos: Pedro Tejedor)


Ascender la colina de Swambhunath un día templado, limpio y soleado es toda una delicia que merece ser disfrutada con intensidad. Se trata de un lugar que se eleva a un costado de la ciudad y desde el que se puede ver una impresionante panorámica del magnífico valle de Kathmandú. Todo el ascenso se realiza entre la boscosidad que abriga y protege el complejo religioso que se encuentra en lo alto. Dicen que entre la fronda habita una considerable cantidad de monos, dueños y señores del lugar. Debe ser así. Lo cierto es que yo sólo vi apenas alguno, tal vez como muestra y testimonio de su veracidad. Seguramente, a diferencia de lo que ocurre en Pashupatinath o en la misma ciudad, aquí la espesa naturaleza les permite una vida más afable y natural, sin la necesidad de tener que sufrir la convivencia de los impertinentes humanos. El dios Hanuman es su protector.



El espacio santo ocupa la parte superior del monte. Multitud de cordadas repletas de “caballos de oración” señalan el enclave, cual una urdimbre de colores que va de cerro a cerro. “Un estanque circular (la rueda de la eterna existencia) nos marca el inicio. Un niño monje de unos nueve o diez años mira al fondo, hoy sin agua, que alguien está limpiando. El ascenso entre árboles y pequeñas construcciones religiosas se hace a través de descansadas rampas en las que la religiosidad ambiente va impregnando poco a poco los ánimos escépticos, como preparando el espíritu para lo que espera mostrarse ante nosotros. Pacientes vendedores de exvotos, amuletos y diversos productos para el culto, jalonan la subida. Todos tienen ese talante un tanto ausente que aporta la paciencia cuando no es una actitud que nos imponemos como accésit o como contención, sino como sustancial rescoldo de toda una vida. Creo que sus miradas, sus actitudes apostadas, y hasta sus vestuarios o peinados no son simplemente tal, sino una manera de sentir, de ser y de estar en este mundo. Si se les mira con cierta y respetuosa atención uno cree intuir una especie de tristeza secular que tinta hasta su piel o se asoma a sus ojos. El vendedor de aves se me ocurre una muestra de ello. Comprar un par de pajarillos para lanzarlos a la libertad del aire cargados con nuestros más altos pensamientos o nuestros más ilusos anhelos o deseos puede ser un acto simbólico y bonito, pero sobre todo es un modo digno y sencillo de hacer que hoy su transitorio dueño coma y lleve su salario a los suyos. Un duro intercambio de realidad por meliflua poesía.



El ascenso no es cansado, aunque obliga a una cierta mesura en el paso, algo que ayuda al encuentro con nosotros mismos. Una elemental comprobación de nuestras propias fuerzas y de la realidad que nos contiene a todos. De pronto ante nosotros aparece la inmensa estupa blanca. Los ojos de Buda flanquean los cuatro puntos cardinales desde su mirada cejada, fija y enigmática. Su nariz es un omphalos arcano; una diana mística.  En su derredor múltiples molinillos de oración nos invitan -casi nos fuerzan- a ponerlos en movimiento; a hacerles que recen por nosotros. Pequeñas estupas y otras múltiples construcciones doradas hacen del lugar un abigarrado conjunto. Apenas si hay espacios para caminar entre ellas. Cada palmo está ocupado por una manifestación piadosa. La portentosa aguja dorada del siglo V, como estandarte máximo, apunta majestuosa hacia el cielo; patria común de los mortales. Estamos en uno de los lugares más sagrados; recinto santo del budismo nepalí. Nos encontramos en un lugar Patrimonio Mundial. Paseamos entre sus altares enrejados. Ante uno de ellos, bajo una sombrilla o baldaquino, un monje u hombre santo, sentado en el suelo, oficia una ceremonia por encargo de un fiel que está también atento y sedente ante él. Pequeños cuencos con algo que consideramos que son porciones de comida, semillas o pétalos de flores parecen ser parte importante en la liturgia. Curiosos y rapaces, tratamos de trasladar a nuestra propia cultura y a nuestra idiosincrasia cada uno de los símbolos, actos o imágenes que ante nuestra vista se exponen y prodigan. Seguramente estamos muy equivocados en nuestras apreciaciones; nada se acomoda a nuestra forma de creer, orar o entender el mundo y sus complejidades. Tal vez por eso, tras un instante de vano devaneo, opto sumiso por dejarme llevar sin pretensiones. Mejor así.



Deambulo gratamente perdido en medio de este universo extraño y sorprendente de expresiones devotas. Presto atención y, una vez más, percibo el rumor sincopado de las oraciones. “Om Mani Padme Hum” Persigo ese sonido que parece el rumor del propio viento. Busco su origen y asciendo unos pocos peldaños en una pequeña construcción de color azafrán que me reclama. La puerta está abierta; el murmullo se escapa libremente por ella. Algunos  pares de zapatos desmantelados en la entrada me sugieren que yo también debo descalzarme.



Ya desde el mismo quicio, un abrazo de calor me hace mirar instintivamente hacia las lámparas que titilan inquietas y alineadas un poco más adentro. Penetro en el recinto y de inmediato me siento transportado. Se trata de una pequeña estancia presidida por un barroco frente desde el que varios budas en sus hornacinas nos contemplan hieráticos. Bajo ellos una mesa de altar está repleta de objetos inidentificables. Ocho o diez monjes sentados en dos filas, una frente a otra, oran sonoramente, cual un diálogo de piadosas porfías. La atmosfera es densa y sutil al mismo tiempo. Hay un banco donde poder sentarse. Lo hago y pego mi espalda al muro brillante y estucado, al que ciñe una cenefa roja, gualda y azul que rodea el conciso recinto. 




Ante uno de los monjes, un gong o pandero enorme verde se alza sobre su pie torneado y polícromo. Ante otro de los orantes yace una enorme caracola de mar nacarada y brillante, sin duda, por la caricia del uso. Siento deseos de que el tiempo no pulse más y se detenga. No soy creyente, pero el sosiego y la paz me seducen con su dulce tenaza. Tampoco entiendo nada de lo que se implora, postula o agradece aquí en esta hora. Me pregunto, pero enseguida llego a la conclusión de que tampoco me importa nada averiguarlo ahora. Siento, eso sí, una inmensa e inenarrable paz. Y pienso que es sin duda la misma paz que habita en las criptas medievales, en los recintos santos, en los yacimientos arqueológicos, en las mazmorras, en las catacumbas cristianas, en los templos antiguos; en los lugares habitados desde siempre por la humanidad. Es ese limo, poso, patina o sedimento que más de una vez he tenido la dicha de percibir pegado de manera imprecisa a aquellas cuevas, hábitats o recintos donde el ser humano ha alentado, vivido, sufrido y gozado con la intensidad que en toda ocasión requiere el heroico hecho de la subsistencia. Entonces dejo que mi ánima sienta, y me afano sosegadamente en atesorar imágenes y sensaciones que desde hoy se incorporen a mi propio bagaje. A esa mochila o equipaje con el que día a día voy acometiendo el viaje de mi propia vida. Siempre he creído que eso es lo mejor que puede proporcionarme un viaje.





Bhaktapur, a unos pocos kilómetros de Kathmandú, nos hace olvidar el trasiego de la capital. Es ésta una ciudad fundada en el año 889 por el rey Amanda Maya, que ostentó su mayor apogeo en el siglo XII. Una ciudad situada en la ruta comercial de La India a Tíbet. Una ciudad que en un momento de su historia se plegó sobre sí misma, cerrándose al mundo exterior, lo que la hizo regurgitarse, depurando más y más su propia esencia. Me informo y averiguo que en sánscrito, “brhakta” significa devoto. Su nombre es, pues, “ciudad de los devotos”.


En este lugar es obligatorio entrar a pie, dejándose maravillar por todo cuanto desde el inicio nos rodea. Su calle principal, enlosada con ladrillo rojo, parece no corresponder a un lugar de estos tiempos.












El sastre, el vendedor de cuchillos, el estanque público, el alfarero, las bicicletas con paraguas de los fruteros, las fachadas con las ropas tendidas, la plaza de los alfareros. El color de su atmósfera es rosáceo y cálido. Y en cualquier rincón altares, sikharas y pagodas viejas y desgastadas por el paso del tiempo y la insistencia costrosa de las santas ofrendas. Pigmentos deslucidos, mantecas renegridas, restos de velas agotadas que han ido goteando y aferrando a la piedra súplicas infinitas. Aseguran que desde aquí se exportó el modelo arquitectónico de las pagodas al afanoso Japón.




La Plaza Durbar de nuevo nos deja impresionados. El Palacio Real, el Templo Vatsala, pero sobre todo la pagoda de cinco pisos que es el tabernáculo de Nyatapola nos hace sentirnos una vez más sujetos de otros tiempos. Imposible describir cuanto vemos; más difícil aún narrar cuanto sentimos. Sólo nos queda abrir de par en par los ojos y pedir a nuestra alma, que no a nuestra cabeza, que lo rapiñe todo. Presos por la emoción, nos imaginamos esta ciudad -según nos han contado- cuando al caer la tarde, a falta de fluido eléctrico, sus habitantes se reúnen a las puertas de sus casas para cantar, conversar o pasar el tiempo a la luz de las lámparas de manteca. Ante nuestra imaginación el más inmenso teatro que pueda ensoñarse descorre su telón y se despliega para ofrecernos una obra imponente de magnitudes épicas. Podría seguir contándoos y sintiendo la sensación de que no avanzo en este relato. Prefiero completar el momento con imágenes del amigo Pedro, que sin duda serán mucho más elocuentes. Mientras, yo me encaramo de nuevo -esta vez de modo rememorativo e imaginario- en aquel piso alto de uno de los edificios que se ubican en la bella plaza. Allí disfruté ante un aromático té y un cuenco de yogur de lo, una vez más, inenarrable. Disculpas por esta impotencia.







Si, tras una jornada de sorpresas y maravillas, uno decide regresar desde el centro al hotel en taxi, todo retorna de golpe a la más prosaica realidad. Las estrechas y tortuosas calles, carentes por completo de iluminación y sin pavimento alguno, se convierten en una aventura propia de safari. Valga decir que en el grupo casi nos sorteamos cada día quién ha de ir, en cada ocasión, en el asiento del copiloto. Las puertas desvencijadas, los asientos destripados y carentes de muelles, y las probables ballestas, dadas de sí como la faja de una obesa señora, hacen de la travesía algo aún más incomodo que un viaje a lomos de arisco camello. Pero además de la incomodidad está el temor ante el peligro. El conductor, divertido, intuyendo nuestra inquietud, escupe por la ventanilla, cambia, acelera y frena sin previo aviso, y sigue feliz haciendo una demostración de su endemoniada pericia. Así, nuestras masculinas gónadas ascienden (como cuenta el humor popular) hasta alojársenos a la altura del cuello. Menos mal que algunos chistes, ingeniosidades y risas flojas entre nosotros -que ahora, y como desquite nuestro, el conductor no entiende-, nos hacen resistir hasta la llegada a la metálica barrera que impide el paso directo al hotel. Allí un vigilante impecablemente uniformado se nos acerca siempre, y palo de fregona en mano, en cuyo extremo ha sujetado con cinta aislante negra un espejo retrovisor de coche y un poco más arriba, mirando hacia él, una linterna cilíndrica, nos inspecciona formal y circunspecto los bajos del vehículo. Acto seguido, con el mismo semblante de recia y elegante importancia nos da “el visto bueno” y nos permite el paso. Nosotros respiramos inmensamente complacidos. El día ha sido realmente extraordinario.
j.y.      
        
(La próxima entrega será sobre la ciudad santa de Lasa, en Tíbet)

2 comentarios:

  1. La verdad que poco cabe decir a una descripción tan precisa y a unas fotos tan elocuentes. Unicamente que espero cada relato con cierta dosis de impaciencia para descubrir algo nuevo en cada lectura.

    ResponderEliminar
  2. María Isabel Yáñez dijo en facebook

    Otro artículo precioso que te transporta a través de su texto y las imágenes a otro mundo y a otro nivel lejano al nuestro. Estoy deseando leer el sexto.

    ResponderEliminar