Un jardín celestial cercano a la ciudad de Lhasa
(fotos: Pedro Tejedor)
El recinto de Norbulingka es un lugar cargado de encanto y de aromas nostálgicos; un bosque amable detenido o robado al trascurrir del tiempo. Es uno de esos parajes que alguna vez nos hemos imaginado cuando leíamos historias orientales, en las que el cielo siempre era turquesa y los ríos como de nácar líquido. Frondas y flores, estanques y pequeños pabellones, fuentes y hasta jardín zoológico. Trasparencia y opacidad jugando a un inocente escondite; todo cuanto se puede imaginar para la confección natural de un minucioso decorado con espacios sutiles y utilería idílica.
(Exterior de Norbulingka)
A las orillas del río Kyichi, ocupa una superficie de 360.000 m2. Jianselingka al occidente y Norbulingka al oriente, son las dos partes que conforman el conjunto. Se trata de un espacio cerrado por una tapia de color azafrán festoneada en rosa, rojo y blanco, cuya contemplación, ya desde fuera, nos anuncia que vamos a ingresar en un ámbito dedicado al silencio, la apacibilidad y los encantos más propios del espíritu. Y así resulta. Las avenidas rectas y flanqueadas de árboles tienden hacia lo lejos una alfombra de armonía y seducción, en la que el sol, que intenta filtrarse entre las hojas, confecciona una blonda o encaje de sombras, luces y transparencias, sobre el que algo inconcreto nos invita a pisar y a seguir adelante.
(Jardines de Korbulingka)
Es éste, sin duda, uno de esos lugares en los que las vivencias -de no sabemos quién- han dejado su aroma; o tal vez sea uno de esos recintos que los humanos, hastiados de ramplonería vital y desencanto, aprovechamos para inventar mundos etéreos, escenarios para creer quimeras, o atmósferas propicias para la ilusión y el ensueño; en fin: para seguir viviendo y seguir reinventándonos pese a todo.
(El pabellón central)
Lo mandó construir Kelsang Gyatso, el séptimo Dalái Lama en 1755. Pero fue el octavo, de nombre Jamphel Gyatso, quien comenzó a disfrutar plenamente de él, convirtiéndolo en retiro estival y estableciéndolo oficialmente como “palacio de verano”. Y hasta él -a sólo tres kilómetros del Potala- eran llevados los lamas en suntuosa procesión. Traslado cíclico durante la que el pueblo miserable acudía en masa, aunque sin poder alzar la vista hasta “la santidad”, para que así el venerable soportara mejor el, sin duda, áspero rigor de la canícula de Lhasa.
Y así continuaron siendo los veraneos de los siguientes lamas, incluidos los primeros del actual, hasta que un día tuvo, precisamente desde allí, amparado entre las sombras de la noche y disfrazado de mísero mortal, que salir huyendo de la imparable apisonadora comunista, que sin embargo aseguraba que quería darle su protección.
Fue en la noche del 17 de marzo de 1959 cuando, Tenzin Gyatso, con 24 años, huyó disfrazado de nómada kampa hasta la India, atravesando a pie el Himalaya, estableciendo su sede en Dharamsala, en una antigua base británica ya desmantelada que Nehru le cedió a modo de hospitalaria acogida.
Pero vayamos un poquito hacia atrás y demos o recordemos algunos datos.
Pero vayamos un poquito hacia atrás y demos o recordemos algunos datos.
El Tíbet era un lugar cerrado a cal y canto en el que una oligarquía teocrática, medieval e implacable tenía subyugado a un pueblo humilde y miserable. Los monasterios ejercían con mano firme la autoridad imperante. Un lugar fanatizado en el que la inaccesibilidad era, al parecer, la garantía de la conservación incorrupta de todas las esencias. ¿Verdad que estas razones y posicionamientos no nos resultan nada extraños? Es la oración de cabecera de los totalitarios.
(Lámpara de la capilla de meditación del Dalái Lama)
Pues bien, ya los ingleses en 1903, que sabido es que como buenos imperialistas no han encontrado nunca pared, tapia o portón que detenga su real y británica patada, sobre todo cuando se trata de arramplar o aprovecharse de cualquier beneficio económico allá donde se halle, habían entrado a golpe de bayoneta abriendo lo que ellos llamaban finamente nacientes vías comerciales.
Pero fueron los chinos del inefable y visionario Mao quienes, en 1950, debieron decir aquello de “la calle es mía” (grito entusiasta que al parecer se ha dicho muchas veces y en muchas latitudes -aunque luego se olvide- haciendo patria y dios con sus armoniosos acordes) y entraron a liberar, cual justicieros arcángeles, al subyugado pueblo. El ejército tibetano voló como pavesa soplada por el viento. Y el paquidermo chino comenzó una fagocitosis depuradora que intentó cercenar fe, cultura, tradiciones y alientos humanos que no le acataran. Vamos, lo que es normal para los dictadores.
Los tibetanos se levantaron contra la invasión en 1956 por vez primera. Ante tal osadía, un contundente “bofetón” los devolvió a su sitio. Tornaron a la carga el 10 de marzo de 1959, y ya los chinos fueron inmisericordes. Sólo en Lhasa murieron 10.000 infames insurrectos, pero se han contabilizado hasta un millón doscientos mil en todo este proceso genocida. Y todo ello en defensa del orden público y la preservación del Dalái Lama, a quien al parecer ya Mao Tse-Tung cortejaba muy afanosa y entrañablemente cual a dilecta favorita. Tanto era así, que ya en 1951 le había obligado a aceptar un tratado de tutela amantísima en el que Tíbet era reconocido como “provincia autónoma” y todo aquel sarao terrible titulado como “Liberación Pacífica del Tíbet”.
Así las cosas, y tras pedir ayuda a Nehru y a Naciones Unidas, y no obtener respuesta clara y en voz alta, Tenzin se echó literalmente al monte, cruzó el Himalaya a pinrel y se presentó en India. Fue una noche en la que las autoridades chinas le habían enviado unas entradas para que asistiera a una representación muy selecta de ópera. Sin embargo, Su Santidad, tras consultar al Oráculo (se dice que en realidad fue la Cía. quien le chivateó las malévolas intenciones de los comunistas) optó por salir de najas; poniendo, como se dice “los pies en polvorosa”.
Los chinos, sintiéndose burlados bombardearon Lhasa y Norbulingka, y hasta buscaron, incrédulos, los restos de Tenzin entre las vigas chamuscadas y los escombros. Hasta 80.000 tibetanos se fueron tras él y a su rebufo. Entonces comenzó la kermés; “la nit del foc”. De los 6.254 monasterios sólo quedaron catorce para dar testimonio. Fueron saqueadas y entregadas al fuego bibliotecas que guardaban antiguos manuscritos. Desperdigaron y ridiculizaron a monjes y eremitas; los torturaron y los encarcelaron. Muchos recintos sagrados fueron convertidos en establos, presidios o almacenes de grano. Cientos de monjes fueron cruelmente martirizados y linchados.
Mao, a quien nada insalvable se le ponía por delante, se sacó de la manga, cual prestidigitador sublime, a un nuevo y joven Panchen Lama, a quien pensaba manejar a su antojo cual palomino dócil. El nuevo reencarnado le salió descortés, respondón e insumiso, de tal modo que se le “subió a las barbas” a él que era lampiño. Así que “El magno Padre”, con su resolutiva y china flama de auténtico dragón, lo destituyó, lo encarceló y nadie sabe que ha sido de él desde entonces.
En 1982 Deng Xiaoping invito a Tenzin a retornar al Tíbet, pero éste no vio la cosa clara y prefirió seguir sintiéndose líder espiritual del budismo de India, Nepal, Bután y Sikkin, pero desde el exilio. Después manifestó abiertamente su disposición a la preservación de la cultura tibetana siempre desde su posicionamiento en favor del pacifismo y la democracia. Tal vez por esto, y para algo más, en 1989 se le concedió el Premio Nobel de la Paz. (El jurado de Estocolmo, que perpetua el mandato del noble industrial, inventor de la dinamita, siempre concede el galardón de “La Paz” tejiendo el lienzo níveo de las buenas y largas intenciones).
La región autónoma del Tíbet es rica en minerales, en ella se hallan instalados más del 25% de los misiles intercontinentales de la R.P.C. Sus bosques, talados indiscriminadamente, han nutrido de madera a otras regiones de la vasta nación. Y por su fuera poco, en Tíbet se tiran basuras nucleares sin preguntar si les gusta o no ese regalo a los tibetanos.
Hasta aquí los sucesos. Mientras tanto el Morbulingka sigue con su latido suspendido en el tiempo, cual corazón paciente que esperara un diagnóstico de futuro inconcreto. Sus jardines colmados de multitud de flores pintan de mil colores la plazoleta en la que una fuente desgrana con sosegada cadencia su salpicar de agua. Dentro del palacio todo es de otro tiempo, aseado y añejo. La arquitectura tradicional abrazada al silencio, los muebles modernistas dormitando en un sopor eterno de barniz amarillo, la radio Philips muda como si una mano de invisible de tul le hubiera tapado la boca desde aquella noche, el cuarto de baño presuntamente victoriano con su ampulosidad de mayólicas viejas, su moqueta floreada y su sofá deformado e impropio para el sitio. La sala de proyecciones aún atesora el polvo que dejaron unas imágenes congeladas de cine en blanco y negro. También dicen que en el garaje hay un automóvil Austin y un Dodge que el Dalái Lama mandó traer, pieza a pieza, a lomos de yaks, cruzando las nieves eternas de los desfiladeros himalayos. Novedad en el Tíbet que sin duda dejaría boquiabiertos a los pocos sirvientes o monjes tibetanos, a quienes se les permitiera ver al jovencito Tenzin viajando, frenado en seco o haciendo derrapadas o trompos dentro del celado perímetro del palacio de estío. Hasta perduran en algunos árboles indiscretos los mordiscos de las fauces de chapa, que la impericia de “Su joven Santidad” dejó en ellos. Está visto que las veleidades nos aguijonean y tientan a cualquiera, sobre todo cuando se es veinteañero y la sangre nos bulle como el aliento de Lung Tik Chuan Ren, el Dragón Celeste Chino.
(Lugar y mobiliario utilizado por los funcionarios chinos para tomar su té)
(Servicio con sofá del Dalái Lama)
Sólo en agosto Norbulingka rompe su calma y se transforma. Es durante la fiesta del shoton o del yogurt. Entonces los habitantes de Lhasa, en familia, se desplazan hasta allí y acampan durante algunos días. Aseguran que el colorido de sus tiendas con sedas y tapices, el disfrute general y la festiva armonía es algo inenarrable. Música, danzas, ópera, juegos, banquetes. Y bien está que las gentes normales se esparzan y disfruten, aunque sea una vez cada año, mirando hacia la vida allí donde -hace ya mucho tiempo- . algún lama, cuando presentía llegada ya su hora, se sentó en posición de loto y, mirando hacia el Sur, se quedó aguardando a la ineluctable muerte.
j.y.
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