sábado, 30 de abril de 2011

(10) LA OSAMENTA DEL MONSTRUO.



Arreos y pertrechos de guerra

¡Hoy de nuevo a la guerra! Eso parece diluviarnos desde los hilos desperezadores de la ducha, tras de las tostadas amorosas y el café del desayuno, entre el atuendo diario con el que nos vestimos, nos disfrazamos o nos camuflamos y con el golpe seco con el que la puerta de casa nos despide, como madre amorosa que entregara a su único hijo a una batalla cruenta y muy lejana. Es esta una despedida diaria en el muelle desierto del amanecer de esa gran ciudad en la que palpitamos. (Ya todas las ciudades son grandes, al menos en rudeza y soledad). Atracadero, escollera o andén tras el que se presiente ese mar encrespado, avariento y voraz en el que, para no pocos, se ha convertido el día a día. Algunos dirán que exagero, que no es para tanto, que su vida diaria es algo mucho más plácido, feliz y tolerable. Para ellos mi envidia y mi enhorabuena. La dulce amnesia existencial es un fármaco que muchos engullimos cual un licor un tanto alucinógeno que mitiga las penas y hace que veamos mariposas, volutas ingrávidas de jabón y peces de colores en nuestro alrededor. Luego, la realidad que subyace es mucho más prosaica, feroz y descarnada. La vida siempre ha sido dura para la humanidad. Tal vez “ningún tiempo pasado fue mejor” pero tampoco el presente parece acaudalar cuanto la historia y el curso de los tiempos debieran habernos enseñado.
Pues a pesar de los eslóganes de sostenibilidad (me refiero a la ambiental pero también a la humana) que algunos pregonan y que están tan de moda, nuestras ciudades, nuestros centros de trabajo y competitividad, la obsesión de nuestras empresas por sus sagradas cuentas de resultados, cual metopa excelsa e venerable, nos han llevado a ejercer una violencia que, aunque embozada, contenida y latente, impregna nuestro aliento, brilla tras nuestros ojos deslumbrados y nos empapa hasta el alma, que visto está ya que no es impermeable. Todo es violencia potencial, acoso encubierto, agresividad expectante; amenaza ambiental. “La guerra está servida para todos; disfrutemos del macabro banquete en el que o comes o te comen”, y esto a nivel doméstico o internacional, la barbarie nunca midió distancias y dibujó fronteras. Brutal, verdad,  esta antropofagia obligada; este gaudeamus tribal. Algunos sabrán bien de qué hablo.
Pero nada tiene su origen en el milagro o en el albur caprichoso de la naturaleza. Todo, al igual que el trigo, se siembra, germina, se solaza, se espiga, se aventa, se muele, se mezcla, se amasa, se fermenta y se mete en el horno, que nos lo devuelve y nos lo sirve, tras el abrazo transformador del fuego, dorado y oloroso, cual candeal al que no es posible ofrecer cuitas o resistencia. Nada surge, pues, de abracadabra mágico de la humanidad. Todo hay que currárselo con esmero y ahínco. Y así parece que nosotros lo estamos haciendo, con ferviente y místico tesón. La violencia es una asignatura a la que dedicamos muchas horas de codos, muchas noches de insomnio y un entusiasmo propio de un  amante obsesivo, dilecto y encoñado.
Siempre hubo violencia, ni que dudar se puede. Desde que el primer viviente sintió en inicial latido de su órgano motor, supo que tenía que pervivir pesara a quien pesara, que ese era un tatuaje o un mandato que traía grabado mucho más allá de su peluda y rústica epidermis;  un cuño marcado en las entrañas. Y eso a pesar de que no tuviera ni idea de quién, entre las gasas oníricas de su impenetrable génesis, se lo había tallado.
Siempre hubo violencia. Desde el primer mandoble que el homínido le arreó a su congénere con el hueso de marras para dejar bien claro el perímetro infranqueable de su territorio, la carroña que le pertenecía para su ceba y subsistencia o la hembra que más le ponía para su intuitiva cópula y consecuente progenie. Y todo ello sin saber bien por qué, pero eso sí, atendiendo fielmente al mandato tiránico que alguien insustancial pero muy poderoso le había ordenado en la mismísima aureola de su oreja.
Siempre hubo violencia. La humanidad así lo testifica. Dicen los más benevolentes que de los 3.450 años que corresponde a la época historia (esto es, desde que hay un garabato escrito) sólo 234 se cree que han transcurrido sin violencia entre pueblos. Es casi de suponer que esta anotación optimista se deba a una huelga de los cronistas del momento o un berrinche con resultado de inoperancia del escriba o amanuense de turno, pues es raro, visto lo visto, que el bruto mundo en toda su esférica extensión se haya estado esos años con los brazos cruzados cual gracioso Papamoscas de Burgos. Pero además está la violencia doméstica, la laboral, la política y como dice alguien a quien conozco: “un etcétera muy largo”. Y ya es burlón que el etcétera, además de ser etcétera, pueda o deba ser largo.    
Siempre hubo violencia. En mi infancia ya existía el cine, llevaba cinco décadas surtiendo fantasía e ilusión en las pantallas, por lo que todo tipo de temas se trataban. Como podrá calcularse yo soy, pues, de anteayer. Las películas del Oeste eran tal vez las más violentas. Aunque a decir verdad se trataba de una violencia irreal y un tanto aséptica. Veréis: de las heridas a penas si brotaba la sangre. Un fogonazo de colt dejaba patas para arriba al disparado, tumbaba al caballo estrepitosa y fulminantemente, entre una nube de polvo dorado perteneciente a  algún lugar entre Missouri y las Rocosas. Las flechas de los indios Cheyenne, Lakota o Arapahoe eran certeras y limpísimas. El asaetado se moría, eso sí, pero la incisión letal era un alarde de tino y buen hacer, propia de cirujano caro; vamos, de microcirugía o cirugía ambulatoria como ahora  apellidamos a ese visto y no visto que tanto nos alivia. Incluso las cabelleras que despellejada Tasunka Witko, el célebre “Caballo Loco” no tenían sino la apariencia de un hatijo de yute resobado o de esparto chamuscado y sucio.
Pues bien. Parece ser que en cuanto a este estigma ancestral que llamamos violencia, en lugar de avanzar y dejarlo en su sitio de domesticidad aceptable y controlada, o sea, como instinto primario gestor de subsistencia, lo hemos alimentado. Que digo alimentado: lo hemos atiborrado cual cerdo para “San Martino”. Es más, como con meretriz peligrosa y excitante, hemos retozado con la violencia enredándonos en los más arriesgados juegos de perfidia y voluptuosidad enloquecida. La hemos degustado como alimento fácil y la hemos recomendado con prédica  entusiasta. La hemos envasado en recipiente de apariencia inocua, desde el comic hasta aquellos soportes lúdicos con los que nutrimos a diario a nuestros hijos. Y así, hemos conseguido, conscientes de ello o no, que todo sea violento en nuestro entorno. Pocos segundos transcurren desde que ponernos a funcionar el televisor hasta que en la pantalla aparece un acto de violencia; digo segundos. Y no me refiero a una simple patada o un tortazo, sino a una escena de violencia intolerable. La sangre nos deleita, la agresión más espeluznante nos estimula, la barbarie en su grado más sórdido y terrible nos aviva. No hay frontera ni límite para la matanza, y si esta es carnicera, pues mejor que mejor. O la catástrofe es sangrienta y terrorífica o para nada vale y es un mero “muermazo”. ¿O no es así?
La estética macabra nos ahoga hasta el punto de desterrar la ancestral ceremonia del culto a nuestros muertos, quizás el rito más antigua que el ser humano celebró desde que fue consciente de que era ser humano, por ese otro esperpento al que se llama halloween,      importado sin que importe ni de dónde ni cómo, nigromante y carnavalesco, que tanto deleita y enamora a chicos y docentes.   
Y en este magma ambiental aspiramos -ingenuos o sumamente cínicos- a que los niños o los adolescentes no cometan agresiones horrendas con los suyos, a que unas pocas leyes y algunos dispositivos tecnológicos disuadan a los maltratadores, a que los matones no unan a sus balandronadas un plus de sadismo gratuito y el  sinsentido de su bestialidad, a que los proxenetas no exploten a sus semejantes como producto de mera casquería de mercado, a que los explotadores de los seres humanos no sumen a su indignidad la indolencia de un trato carente de un viso de piedad, que los conductores no agredan con el pie sobre el pedal de sus aceleradores, que los indignos jefes no hagan alarde y ostentación de su vileza intimidatoria de sacamantecas, que los terroristas no tengan a gala su barbarie fanática y terrible en nombre de una idea o un dios cruel o estólido cual ellos.
Ingenuos o simplemente cínicos consumimos violencia como exquisito vino de reserva, como alcohol de tasca o garrafón, y hasta como cándido mosto, zumo vitaminado o tónico y reconstituyente; qué más nos da. Luego nos embutimos en nuestro atuendo de guerra, nos subimos a nuestro bélico vehículo (Siempre he pensado que un 4X4 en la ciudad es un mero tanque que, si no dispara en el sentido literal del término, al menos amedrenta y dice quien manda en el asfalto). Y así con tales arreos y pertrecho nos vamos a la jungla de la vida. Bonito panorama el que tenemos. Y no entendemos que la violencia no es más que la osamenta que sustenta al monstruo de la maldad humana. Porque el mal, en cualquiera de sus multiformes versiones, siempre siempre tiene un soporte violento.             
        j. y. 15.11.2010

Propuesta musical:  "Amor de ciudad grande", Pablo Milanés canta a José Marti.                   


                      









Creo que, mientras todos los dioses son verdaderos, todas las religiones son falsas.

Respeto, eso sí,  profundamente a los creyentes de cualquier religión, pero yo, a “su santidad”, tampoco lo esperaba.









1 comentario:

  1. Como ya decía Tucidides por desgracia la violencia pertenece a la condición humana y existirá mientras seamos humanos.
    Konrad Lorenz demostró que la violencia existe desde los primeros seres vivos y evoluciona y se perfecciona con ellos; y lo curioso es que cuanto más inteligente y más capacidad de amor,cariño o como lo queramos llamar tenga una especie animal mayor y más brutal violencia es capaz de engendrar.
    "Apañaos vamos"

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