sábado, 30 de abril de 2011

(43) 11.2012 RUTA DE LOS MONASTERIOS: SERA (10).

EL MONASTERIO DE SERA.

(fotos: Pedro Tejedor)


Por la tarde visitamos el monasterio de Sera. Antes de la rotunda puerta de entrada hay un gran aparcamiento. Se trata de una especie de antiguo corralón en el que se van dejando todo tipo de vehículos a motor e, incluso, de tracción animal. Coches destartalados, furgonetas con infinita vida, carromatos adaptados con cuerdas, alambres, cartones y maderas para el transporte de personas, motocicletas, caballerías. Porque cualquier modo de locomoción es bueno para visitar el recinto y honrar a las divinidades.




(Mandala hecho con arena de colores)

 

Apenas se entra, los sempiternos cilindros de oración describen esa línea dorada que los peregrinos siguen haciéndolos girar, uno a uno,  de manera  incansablemente. Al otro lado de la calle, en unos cuantos puestos o tiendas apiñadas, se vende la mantequilla de yak, que los visitantes compran para ir depositando, cucharada a cucharada, en cuantas jofainas lucientes van encontrando en las distintas capillas del recinto. Los bloques amarillos ofrecen a la luz de la tarde su cérea y pura transparencia. Dos mujeres nos muestran las bolsas que acaban de adquirir.

También aquí el aspecto es el de uno de nuestros pequeños pueblos en las horas sosegadas de la siesta. Un lugar desahuciado y vetusto. Una estupa mira al cielo azul desde la eternidad de su espera.






Sera fue construido en 1419 por un discípulo de Je Tsongkhapa. En sus días gloriosos albergó hasta 5.000 monjes. Hoy es universidad para unos 600. El nombre “Sera” significa algo así como “Recinto de rosas”. Yo no vi ninguna de esas flores, pero el lugar evoca ciertamente  fragancias inconcretas, colores imprecisos y, sobre todo, una gran mansedumbre. El sol templado de la tarde dora todo el ambiente y lo unifica bajo una luz filtrada que apacigua.




De nuevo, nos perdemos por sus calles en busca, no sé si de la sorpresa y la curiosidad o, simplemente, de la percepción de un recuelo de paz que se esconde o deposita en cada piedra desgastada del suelo de sus callejas, en cada brizna de hierba que, cual superviviente heroico,  ha nacido y perdura en los rincones más inverosímiles, en cada muestra de vejez adherida a sus puertas de tablones secos y quejumbrosas bisagras, sus ventanas, sus tapias, la silueta de un monje que, llevando su tetera metálica, tuerce a lo lejos y desaparece como un pacifico espectro que se diluyera.



También aquí grandes salones vacíos y recintos misteriosos nos invitan a entrar. Ante su magnificencia, somos incapaces de averiguar qué función tienen o para qué fueron levantados. Nada tiene edad para nosotros; nuestros parámetros de identificación se niegan en este caso a ayudarnos. De ese modo, me siento perdido en un misterioso pero confortable laberinto; un dédalo que no trasmite, en modo alguno, desasosiego ni temor sino amable confianza en lo desconocido. Seguimos visitando todo cuanto se muestra ante nosotros; metiendo la nariz (Pedro su cámara) en todo lo que nos lo permite. Las naves o capillas colectivas parecen añejos salones de corte dejados precipitadamente tras una fastuosa fiesta palaciega. En la penumbra, los cuencos rituales muestran alineadas las lunas de plata de su quietud de agua, los instrumentos musicales dormitan entregados a un sopor sin tiempo, las capas dejadas en posición piramidal sobre las esteras del rezo parecen cordilleras simétricas de montes de paño rojo y tosco, los restos de grano esparcidos por el suelo son cual las migas de un banquete cualquiera recién abandonado. En todos estos ámbitos la soledad es vertical y recóndita.


Salgo nuevamente a la calle. Puesto a imaginar, imagino el conjunto en medio de la noche, desierto de peregrinos, visitantes y gatos, con la iluminación sucinta de las lamparillas de sebo detrás de las ventanas, que hacen que los múltiples ojos de las minúsculas moradas sean apenas luciérnagas titilantes y pobres. Me imagino a cada monje en su morada, recibiendo a la noche que se cierne como un manto que abriga. Me imagino sus calles y tapiales sumidos en un silencio profundo e inmenso que se extiende en el tiempo y que baña la perenne y limpia  luz nocturna. Entonces escucho una voz que me habla de accésit y luchas interiores, de ahínco y “compasión”, de disputa tenaz pero a la vez confiada por llegar al corazón o núcleo de todo este misterio que nos insta y nos reta a ser nosotros mismos. Es aquí, cuando el budismo resuena en mí con su inmenso gong, cuando yo pego mi oído en busca de mi puerto. Me debato como un náufrago desorientado que chapotea en un mar proceloso y ansía la luz minúscula de un faro que le aporte un ápice de guía y esperanza. Pronto el espejismo se disipa -esto dicen que ocurre en todos los desiertos- . Entones limpio mi imaginación y vuelvo a mi presente.


Dos cosas quiero contar de Sera, sólo dos, las demás no se pueden contar, hay que sentirlas como se siente lo que pulsa sin luces o anuncios de neón ni estridencias y viste el ropaje  vulgar de lo sencillo.

De pronto un murmullo de canto me llega desde lejos. No sé si son salmodias o rezos asordinados. Su cadencia es amable e invita a perseguirla. Me dejo llevar por mi oído y dejo que el rumor vaya creciendo mientras lo rastreo por trochas y por calles, como en un juego que alguien me hubiera trazado de una manera amable. Deambulo de acá para allá atendiendo, cual perro perdiguero, la posible brizna de viento por el que supongo que viaja la suave cantinela. Vuelvo un esquinazo, busco en una plazoleta agraz y polvorienta. Miro hacia arriba un poco más allá y los sorprendo.


Mi asombro es pasmoso. Sobre el alerón de un templo, un grupo de fervientes se encuentran alineados. Son como una docena y están dispuestos en filas. Cada uno de ellos lleva en sus manos un bastón vertical en cuya base se encuentra una soleta o tabla horizontal de unos cuarenta centímetros. Todos están cantando al unísono mientras ejecutan una danza ritual acompasada, a la vez que con la elemental herramienta descrita apisonan una y otra vez el pavimento, que no es otra cosa que el techo o la cubierta de uno de los inmuebles santos. Miro hacia los lados y veo a más grupos encaramados en diferentes sitios; estos están sentados pero cantan y trabajan a un tiempo, mientras golpean con una almohadilla la argamasa. Se trata -por lo visto- de un modo de honrar a la divinidad, contribuyendo de tal forma a impermeabilizar y dar consistencia a la cubierta de sus templos. Aquí la danza, la rogativa, el trabajo y la armonía social se unen en un todo. Nunca había visto algo igual. Sabio  ¿verdad? Es Oriente.



Pero sobre todas las sorpresas que el lugar y la tarde me guardan, nada para mí como el debate entre los monjes.

Se trata de un huerto de tamaño mediano con árboles frondosos de gruesos troncos. Unas cuantas escaleras dan entrada a él  a través de una puerta llena de dignidad que hace presagiar algo importante. En el interior el suelo está cubierto de graba. Multitud de monjes están repartidos por el recinto en pequeños grupos o, sencillamente, en parejas. Unos están sentados en el suelo. Alguno, en cada corrillo, permanece de pie. Es difícil describir lo que hacen. Aunque uno lo indague, no es sencillo comprender en qué consiste la esencia de este rito. Explicaré cuanto pueda:



El monje que permanece en pie discute acaloradamente con uno de los que están sentados; los otros les observan con atención, sin perder ni una brizna de su extraña polémica. Parecen gritar y acalorarse; toda una gran algarabía. El que está incorporado, lleva algo como un gran rosario colocado en el antebrazo. Cuando responde a su interlocutor da saltos cual si fuera un acróbata, palmadas estruendosas y hace que el rosario suba sistemáticamente por su brazo hasta su hombro, para luego dejarlo caer de nuevo hasta su codo.




No doy crédito a lo que estoy presenciando. Intento de nuevo averiguar de qué se trata. Inmediatamente llego a la conclusión de que me será imposible. Por eso me dedico a observar con cuanta atención puedo esta porfía sacra y filosófica. Fijo mi vista en los porfiadores que tengo más cerca. En ningún momento me prestan la menor atención. En medio de todo este revuelo de disputas, voces y contorsiones, están concentrados en su ejecutoria. Me siento junto a la tapia, apoyo la espalda y me sumerjo en todo el universo de sugerencias que me concita lo que estoy presenciando. De nuevo no puedo sino dejarme llevar por toda esta atmósfera única y sorprendente.
j. y.




(vídeo tomado de Internet)


2 comentarios:

  1. En muchas ocasiones,el mundo nos resulta tan incomprensible como la escena que nos traes hoy aquí, Javier. Las gentes hablan en idiomas que no comprendemos, ejecutan acciones estrambóticas cuyo significado se nos escapa.

    En ocasiones parece que la vida entera fuera un escenario donde, a nuestros ojos, se representa una función pensada para un público lejano, diferente, capaz de comprender. ¿No seremos nosotros, en realidad, pequeños intrusos, insignificantes insectos que presenciamos por casualidad algo cuya profundidad siempre nos resultará inaccesible?

    No lo sé. Lo que sí sé es que Oriente es la única ventana. La ventana hacia esa otra realidad que nosotros, pedestres occidentales, ignoraremos siempre.

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  2. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Siempre es todo un regalo encontrar este tipo de manifestaciones que nos sorprenden y en las que intuimos que hay mucho que aprender, aunque no se sepa muy bien de qué se trata. En tales ocasiones, lo prudente y efectivo es admirar, guardar silencio y tratar de seguir ese hilo que parece querernos conducir a no se sabe donde.

    Gracias por tu comentario siempre enriquecedor. Últimamente este blog no está muy acostumbrado a recibir opiniones. Debe ser la sequía de este invierno extraño. Ante ello sólo resta resignación y tesón; es lo que hay.
    Un saludo. Javier

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