El día en que al fin la libélula nos enseña sus élitros.
Pese a cuanto se diga, hay una realidad de cuño aplastante, es esa que se materializa en el hecho irrevocable de que “nacemos solos y solos habremos de morirnos”. Los dos extremos de esta cuerda a la que llamamos vida son un trance que inexorablemente hemos de acometer vestidos con el áspero atavío de la nuda intemperie. No resulta frívolo o casual que lo primero que hacemos al entrar en este espléndido mundo sea llorar. Podríamos reírnos, bostezar, encogernos o estirarnos según la temperatura del ambiente, mirar en nuestro entorno con sorpresa o ironía, pero no: lloramos. Y malo si no nos arrancamos a hipar motu proprio, porque entonces, la mano caritativa del matrón o la matrona, habrá de propinarnos los primeros cachetes. Amorosos, eso sí, pero cachetes. Y ya empezamos a contabilizar sopapos. Más tarde (pero sin tardar mucho), nos percataremos con cierto desconsuelo de que los hay de todos los modelos, calibres y colores, y que no pocos están ya destinados a servirnos a domicilio y mesa puesta una ración mucho más que aceptable de ellos.
Y es inútil tratar de averiguar en qué estación o dársena de puerto adquirimos el billete o apañamos el trato que nos trajo a este, al menos, litigioso destino del que más de uno querría retornarse apenas conocido.
Pero por más esfuerzos que la sesuda humanidad dedique a ello, ni un solo ápice podremos trepanar en el misterio de nuestra procedencia. Tampoco podremos vislumbrar, por más que los creyentes nos lo afirmen con exaltado verbo, cual será nuestro postrer destino tras la vida. Los maniqueos, que son expertos en pergeñar registros y estadísticas sobre buenos y malos, nos pronosticarán que al final de esta travesía propia de beduinos por tórridos desiertos o nómadas por gélidos desfiladeros, nuestros “haceres” nos transferirán o al “kolpón del santo padre Abraham”, donde fue destinado el miserable aunque virtuosísimo Lázaro o al desdeñable “Hades” a donde echaron a patadas y con cajas más que destempladas a aquel rico epulón (de él san Lucas, que es quien lo cita, no nos apunta nombre) que tan sólo se empecinaba en regalarse orgiástica y libidinosamente el cuerpo y los sentidos.
Una vez más, el placer y la celebración son motivos de hierro y correctivo, mientras que la mendicidad es vía inequívoca y certificada hacia la virtud, la santidad y el premio. Mas no es así; la cosa no es tan simple. No es tan simple, por más que algunos quieran, erigiéndose en sabios bien patentizados, adormecernos con su obnubilante y colorista catálogo de viajes plagado de estampitas con destinos perpetuos fascinantes. Entrar en el futuro eterno debe ser algo mucho más complejo; esto es: mucho más simple, pero infinitamente menos comprensible, que adquirir un ticket para el definitivo crucero hacia la infinitud. El mar de la eternidad debe ser algo más que un brumoso e inescrutable océano o la negra bodega de don Pedro Botero llena de calderones borboteantes de aceite hirviendo. Aquello del Nirvana, el Edén, la Gloria, los Elíseos, el Cielo o el Jannat, da la impresión de que es un solo lugar mucho menos excluyente que lo que algunos nos quieren endilgar. Yo me huelo (claro que lo de oler es siempre una facultad muy personal sujeta a equivocaciones) que eso del infierno o lo del paraíso no va a ser como lo pintan, sino un solo hall o vestíbulo desde el que ingresaremos en un mismo “infinito” sin discriminaciones, ni surtido de aposentos con variedad de clases.
Pero durante el tiempo que el hilo, que une la boca de un misterio con las fauces del otro, una orilla y la otra de este barrizal pantanoso en que chapoteamos como somos capaces, se estira y se encoge pero no se nos quiebra, la vida nos concede sus lluvias y sus soles, sus céfiros y calmas, sus gozos y sus sombras. Sí, porque de todo hay, al final, para los más afortunados que van peinando años y señalándose arrugas y flacideces por el mapa abatanado de sus latitudes. Y es que en esta kermés de ferial variopinto, ni mucho menos el reparto de la diosa Fortuna es neutral y ajustado. Y vaya usted a entender o a querer incrustar en ese puzzle o mosaico de lo justo y lo injusto, la pieza o la tesela que le otorgó el destino en su deshonesta y recóndita rifa.
Y ahí estamos. No sabiendo de dónde hemos partido y sin tener en absoluto claro hacia dónde viajamos. (Bueno, así pensamos, al menos, quienes, respetando y envidiando dolorosamente a los creyentes por sus laudables certezas, por toda religión tenemos la comezón de una duda enconada e insistente). Aunque, como la fe no es, ni para los más fervientes y blindados cofrades, un ánfora sellada, en la que no entra aire viciado o corruptor (pues entonces en vez de fe se llamaría fanatismo y eso es mucho peor que no creer en nada), todos, sin exclusión, estamos, durante nuestro deambular por este valle adusto y laberíntico, mendigando asidero. Sí, escudriñando a ver a qué maroma, asa, argolla o pretil nos agarramos para mejor vadear el flujo intemperante de la vida.
Así es: “Estamos solos”. Aquí alguno no estará de acuerdo. Para mí, hacia él, doble razón de envidia.
Es desde ahí desde donde empezamos nuestra lucha incansable para encontrar abrigo. Hay tantas formas y maneras de tratar de evitar “quedarnos al sereno” como seres humanos alientan o han vivido. Hay tantas variedades de acomodo en el vagón de este transiberiano como la suma de todas las imaginaciones, puestas a laborar de manera frenética, pudieran apilar. De ahí que no haya un número finito de formas de amar ni una lista abarcable de maneras de establecer vínculos afectivos. Lo importante es unirse, albergarse, ampararse, fajarse; religarse. (Así nace el término religión: re-ligare; ligar de nuevo. El que quiera que piense).
Uno, pues, busca desaforadamente unirse a algo o a alguien para disuadirse de ese estigma de soledad que nos marca como el tono de voz, el color de los iris o las rayas de nuestra irrepetible orografía dactilar. Luego la astuta biología; vieja celestina, excelsa alcahueta, o sublime urdidora entre las más expertas, nos tiende sus redes propicias para la captura. Ella, con sus sabios e impenetrables filtros, narcóticos y bebedizos, recogidos en un único pomo bajo la etiqueta común de “la libido”, nos sirve su hipnótico brebaje para que perpetuemos la estirpe de la palpitante vida. Y es tal su fuerza que, lo que de otra forma no sería más que una tabla de gimnasia fatigosa, se convierta en un castillo inexplicable de fuegos de artificio, en un vértigo incalificable, en un escalofrío suntuoso, y, en fin; en un dulce “descontrol” capaz de enloquecer o camuflar, mientras persiste, cualquier infausta realidad traumática. Algunos dicen que la pulsión sexual es el autentico propulsor de la vida.
Soledad existencial y astuta biología y, a su lado, el amor. El amor cual bálsamo dispuesto a dulcificar y ennoblecer, como esa pizca de harinilla o angostura que añadimos a los guisos o los cócteles para trabar las salsas o ligar los licores. Amor. Sin duda el vocablo triunfador en un ranking de los términos más usados, abusados, sobados y maltrechos. Pero no; no es que yo afirme que el sexo tenga que venir indisolublemente del brazo del afecto. Para mí no son una obligatoria o imprescindible forma de ayuntamiento; ¡qué va! Pero si se encuentran, se seducen y se acompañan, pues bien está: ¡a sublimar los goces, deleites y cabriolas!
Amor. Ya nos surgió la palabra totémica y tras ella la esencia que ello encierra. Y acto seguido todos y cada uno nos metemos la mano en el alma y, de los bolsillos más internos de nuestro corazón, extraemos las migas o los posos que el amar nos ha ido dejando o nos deja a diario, si es que aún seguimos siendo afortunados. Son sedimentos de un bregar azaroso. Porque amar es siempre una tarea sumamente difícil de entrega y parvedad del yo y el egoísmo. Amar es entregar, tan sólo eso. Lo demás siempre tiene otros nombres y otros adjetivos. Pero no vayamos a ponernos empalagosos y a acotar o redefinir lo ya muchas veces tasado.
Pasemos a afirmar lo que ese afán tiene de carrera de fondo. Porque, crea quien crea lo contrario, no se empieza amando a nadie. Eso es un edulcorado artificio con el que la casamentera universal nos despabila y nos da la salida en la carrera. A ese impulso inicial, bravío y montaraz podemos llamarlo deseo, obnubilación, fascinación o simplemente encoñamiento (perdón por este término que aún los académicos no nos han bendecido). Yo lo llamaría para abreviar: hambre, necesidad, terror o desamparo; o todo esto y algo más a la vez. Y es que sólo se ama cuando uno se ha despojado totalmente de sí mismo; cuando a la intemperie existencial se la equilibra con la desnudez amorosa optada libremente, y, eso, a poco que lo consideremos, lleva su tiempo; vaya si lleva tiempo. Sus horas de tanteo, sus esfuerzos de aproximación, sus trueques, negociaciones y pactos permanentes. También sus horas de guardia o de insomnio, de reconocimiento y trabajo de campo; de recopilación y depuración de datos; de tolerancias y perdones; de guerras y de paces. Vamos; toda una vida. El amor es, pues, un asunto de paciencia y de tiempo. No se comienza amando, sencillamente: puede llegar a amarse. Cuando ya uno no tiene nada excitante que ofrecer es cuando la libélula del amor muestra sus bellos élitros irisados, su vuelo ingrávido y su libación más dulce.
j. y. 22.11.2010
Sabemos nada de lo que somos ni de lo que seremos, ciertamente. Siempre he pensado que esta vida tiene un sentido, debe tenerlo, pues de lo contrario, nada de lo que hay, habría.
ResponderEliminarLa falta de sentido sería, también, falta de toda existencia, y la vieja pregunta: ¿por qué hay algo, y no nada?, se respondería a sí misma: ¡es que no hay nada!
Pero este pensamiento, teñido de tautología, no resuelve el problema: si somos, si estamos, debemos ser por algo, pero no tenemos idea de por qué.
Así las cosas, el ser humano, necesitado siempre de "compañía", ha fabricado detalladas explicaciones para su existencia a las que, tradicionalmente, llamó "religión".
Y en esas estábamos cuando llegaron las moderneces, las ciencias que adelantan, y las evidencias que asfixian.
Entonces, es decir, ahora, nos sabemos huérfanos. Todos lo sabemos. Sospecho que incluso el apóstol de la doctrina, de cualquier doctrina, mientras delibera para sus adentros sobre la legitimidad o no del uso del condón, sabe también que Dios, ese Dios cuya fe predica, ya no sirve como respuesta.
Sin embargo, la necesidad humana de "compañía", de com-padecimiento, en su etimológica acepción, sigue ahí. Tan presente como siempre. Tan apremiante y perturbadora.
Y es ahí donde(coincido contigo, Javier), aparece el amor: sólo el amor nos salva. El Amor con mayúsculas, el amor diverso, el amor que es entrega, olvido de lo propio, generosa dación. Sólo el amor, el que cada cual encuentre y explote a su manera, puede darle a esta patética simpleza que es la vida, una apariencia menos corrosiva.
Sólo el amor le permite a uno cerrar los ojos y respirar a gusto, momentáneamente ignorante y, quizás por ello, momentáneamente feliz.