sábado, 30 de abril de 2011

(49) (29.9.13) UN SILENCIO PROPIO DE LOS OSARIOS.



Mira uno a su alrededor y no puede creerlo. Es toda una ficción ante la que la perplejidad nos trata de proteger para que la atrocidad no nos enseñe sus fauces más feroces y caninas. Pero no, no es una ficción ni un sueño del que uno pueda despertar, frotarse los ojos y  bostezar aliviado tras la atroz pesadilla.


Quién puede encajar que las más altas, acunadas y adoradas instancias del país y sus consortes, vástagos y adláteres hayan despellejado al bien común de la forma más vil y más cruenta, sin pudor y sirviéndose continuadamente del fraude y la falacia.


Quién puede entender que la avaricia y la desfachatez de quienes celebran con serpentinas, piñatas y confetis millonarios los cristianos eventos de sus niños, decreten que los enfermos crónicos y más graves del país paguen un diez por ciento de sus tratamientos.  


Quién puede tolerar que a los colegios acudan, día a día, miles de niños desnutridos, o que sus padres tengan que rebuscar en las basuras para su subsistencia.


Quién puede asumir que para toda una generación de jóvenes estudiar es un ejercicio endógeno que comienza y acaba en sí mismo, además de ser un discriminador social que aparta a desamparados de ricos para perpetuar su distancia.


Quién puede soportar que la mentira se haya institucionalizado e infecte el ambiente, llegando a ser respirada por todos sin que nos asfixie y aniquile con su corrosidad infame. 


Quién puede asimilar que a la vejez se la pague todo el esfuerzo de una vida con la inyección del miedo, la incertidumbre y hasta la miseria.


Quién puede resistir que los dirigentes y los representantes más directos del pueblo hayan escarbado desaforadamente y se hayan tragado de forma avariciosa lo que era de todos, y ahora nos digan: “no sé” o “no me acuerdo”, y se enzarcen en un debate permanente de greguerías y requilorios legales que pretenden que se quede en nada.


Y cómo sobrellevar que, para reconducir todo esto, la solución es esquilmar y absorber con saña y sin tasa al más débil y, a la vez, halagar y babear ante los banqueros, los poderosos o los mafiosos de los macro casinos.


Y cómo admitir más horas de trabajo, menos salario y, sobre todo, más miedo y menos esperanzas.

Pues bien, cuando esto pasa es que la indecencia ha descendido hasta el empedrado, que el excremento social nos acorrala, que la perversidad nos viste y nos decora, que la purulencia nos maquilla la cara y nos lustra el cabello.


Un pueblo que llega  hasta aquí no puede quedarse quieto, a riesgo de que se escupa a sí mismo.


Miro al país y sólo veo desolación y tedio, aceptación paciente, sumisión humillante. Es un, a modo de, sopor beodo ante el televisor en el que unos cuantos juegan, profesional o comisionadamente, con el dolor real y con la lepra ajena. Nuestro único consuelo es el de aplaudir a quienes creemos que nos representan y esperar a que, con este entretener dialéctico, nos regalen un milagro que lo reponga todo como por ensalmo o magia. Pero esto no sirve sino para amamantar ingenuos. Los milagros no existen; los ricos nunca se han desprendido por su voluntad de nada.


Este es un país agónico. Es un solar desbastado por un cruel seísmo. Somos un estadio sin gente, un campo de batalla humeante, una lonja vacía en medio de la noche, un bazar saqueado.


Y esto… ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo este silencio más propio de muertos y de osarios? Sólo una marea total logra transfigurar la costa. Lo demás -ya dice Wert- es un jolgorio; una mera “fiesta de cumpleaños”.
 
j.y.

(48) LA INFECTA CACEROLA DE LOS LACAYOS DEL SR. MONIPODIO. (27.9.13)



 


Efectivamente, si uno mira a su alrededor, este nuestro solar patrio se ha revertido en un auténtico patio de Monipodio. Qué digo un patio, mejor una corrala infecta en la que las aguas fecales son arrojadas al centro del común sin ni siquiera el preceptivo grito de “agua va”. Si echamos ojo a “Rinconete y Cortadillo”, de la Novelas Ejemplares de Cervantes, uno siente de inmediato retortijones y malestar de cuerpo. Aquello era el siglo XVII y este el XXI; miserable avance. Y es que en la vecindad  nacional se ha afincado una auténtica cofradía del hampa, un gremio de la depravación que la administra y rige con la tozudez despótica de los iluminados. Es, pues, ésta la hermandad apiñada de los artesanos de la delincuencia y la haraganería.  Es toda una panoplia infame de cuervos y necios consagrados que han elevado la mentira a  axioma de beodez perenne. Así, predican sus mentiras con la enajenación propia de los trasfigurados, y cual si la Divina Gracia hablara por sus bocas a la vez que éstas exhalan sus pútridos y férvidos alientos de cínicos contumaces e irredentos. 

El cinismo, traído de la mano de esta infernal facundia, se ha instalado entre nosotros como una perniciosa hierba, como un gorgojo pérfido que pudre y engangrena. Peroratean al unísono bajo férreas consignas. Los fieles lameculos del que manda, abrigados en él cual miserables cachorros, repiten la retahíla que les dictan. Y una y otra vez vuelven a su renuente alarde de mentiras, a sus arengas ardorosas de macanas, a sus ejercicios de fuleros desnortados, a sus artificios de filfas y de trolas megalómanas. Ante tal situación sólo cabe taparse los oídos y esperar a ese único día en el que el pueblo pueda callarles con el dedo silenciador del voto. Hasta entonces esperar que el sainete  hispano sea lo menos injurioso que se pueda.
J.Y.

(47) Y OTRA VEZ A VUELTAS CON LA ROÑA (3.09.13)




                                                                        Foto: Pedro Tejedor (Roma 2008)

Buscando a ciegas la Bocca della Veritá.

Y vuelve otra vez la exhibición impúdica de la sarnosa roña nacional. Se ha consumido la holganza del estío, en la que los  mamarrachos del cinismo se han solazado para su moreneo y, como si de lo más normal del mundo se tratara, abre de nuevo los portones de la impúdica Spanish fashion permanent. Se trata de este vetusto caserón de desvergüenza,  fratricidio y superchería en el que nos vemos enlodados casi históricamente. Pero este parece ser, de forma irremediable, nuestro obligado y sempiterno albergue nacional.

Desde el mismo minuto uno del nuevo curso político (así llaman a una nueva ristra de manipulación, engaño y destrozo social) la farándula de los truhanes, chapuceros y rufianes se ha tirado de nuevo a las calles. Han perorateado a espita gutural abierta, cada uno en su blindado feudo, sus particulares bondades, aciertos y excelencias, y se han quedado repletos cual odres de lomo de porcino entre mantecas. Todo es mentira y todo involución.

Y una vez más, la gran orquesta del periodismo nacional les pone música, les corea, les sigue, les discute, les brinda cámara; en definitiva les hace el caldo gordo. Todo se convierte en imagen, en debate, en declaraciones, en reuniones; en chanza e histrionismo; en alimento confortabilizador  de las inertes y sufridas masas. Bien saben ellos que el miedo paraliza como el gas sarín y divide más que una brecha sísmica. El poder y la iglesia siempre se han servido de ello con pingües  rendimientos. Y, además, mientras los chistes nos repletan y aflojan, no solemos gritar.

Todo esto nos entretendría si tras el escenario, entre las bambalinas, el pueblo llano no estuviera chapoteando en la sentina del fango y de las heces que ellos han producido y siguen produciendo cada día. Son sus ratas las que muerden a los más desprotegidos (Y no voy a hacer relación de los millones de infectados por sus ponzoñas  víricas).

Sólo un plante nacional pacífico puede lograr que toda esta chusma de inútiles y malvados se marche a pastar a sus majadas. Este país necesita otra gente que crea, ame y proyecte. Lo demás ya está visto y, lo que es peor es que está también, trágicamente padecido.
J.Y.

(46) EXTRAÑOS BICHARRACOS (29.4.2013)




EXTRAÑOS BICHARRACOS

Asco, repugnancia y vómitos, es lo que produce esta cuerda de politicastros que han escamoteado, cual rufianescos trileros, el poder soberano del pueblo y se han enganchado, uncido y enrocado, como bueyes soberbios, al mando grosero, opresor y despótico. Miremos a la institución que miremos, ahí están todos, encastillados como cuervos voraces, con sus ojos saltones, sus graznidos hirientes, y su avidez más sádica. Mintieron y robaron. Manipularon la fiesta de la democracia y la ensuciaron con sus fauces glotonas y sus uñas pringosas, convirtiendo el convite del pueblo en una soez rapiña de pitanzas. Eso fueron las elecciones.

Sucias zarpas las suyas, a pesar de su apariencia, cuando decretan, aprueban y firman tanta injusticia, tanta ley miserable y, en definitiva, tanto sufrimiento y dolor para el pueblo. Malditas sean sus fórmulas cínicas y malvadas, sus circunloquios siniestros, sus mentirosos pronósticos. Esa verborrea retórica no es más que una sarta de componendas y eufemismos mediante los que sigue perpetuando la antigua verdad que afirma que “siempre los orondos culos de los ricos se arrellanan sobre las apaleadas y desvalidas espaldas de los miserables”. Maldito sea este escobillón de monaguillos, mercachifles y alguaciles que, a pesar de su despótica y macerada maldad, luego se achican y babean ante otros que les rigen y obligan. Al fin y al cabo no son más que burdos palanganeros de burdel despreciable.

Toda esta corrala de indecentes se ha subido a la gran apisonadora de su secta y van, cual algarabía triunfal de rústico y chabacano festejo de villorrio, machacando, como imparable máquina de destrucción, todo lo que se encuentran a su paso. Así se asola un país ante la atónita mirada de sus gentes.

Ante tanta devastación sólo cabe la unión y la respuesta. Las palabras nos informan, comunican y aúnan, pero solo la acción pacífica, ordenada y tenaz, detiene, exige y restituye.
J.Y.

(45) 11.2012 RUTA DE LOS MONASTERIOS: EL MONASTERIO DE THASILHUNPO, EL PEQUEÑO MONASTERIO DE XEGAR (y 12)



EN VIAJE HACIA XIGATSE, TINGRI, EL ALTO DE LALUNG Y LA FRONTERA ENTRE  ZANGMU Y KODARI (TIBET Y NEPAL).

 (Fotos; Pedro Tejedor)

Rematamos este viaje con los detalles sobre las últimas etapas. Son varios los días que llevamos por estas latitudes y ya podemos asegurar que hemos sido capaces de percibir un poco de lo que son estas tierras y estas gentes; su cultura y su forma de vida. Ahora las horas de trayecto son más reflexivas. Entre el grupo, tras los días de convivencia, se ha establecido una extraordinaria relación. Ya nos conocemos y los lógicos recelos se han diluido; cada uno de nosotros sabe cuál es su sitio y la aceptación de ello nos ofrece un buen ambiente de respeto y camaradería. El paisaje pasa ante nosotros como la secuencia de una inhóspita tierra que nadie habitara, pero en la que latiera un fuerte corazón y exhalara un aliento fecundo.


Ahora nos dirigimos al pueblo de Xigatse. La distancia es de unos 90 kilómetros. Se trata de una localidad de unos 80.000 habitantes. Comprobamos que es uno de esos lugares de Tíbet donde la colonización china va borrando, como tenaz y devoradora termita, y sin contemplaciones, todo vestigio de la cultura propia tibetana.


El atractivo de Xigatse lo constituye el monasterio de Thasilhunpo, levantado en 1447, sede del Panchen Lama hasta 1989.  El nombre significa algo así como “Toda la fortuna y la gloria se encuentran aquí reunidas”. Y realmente es un lugar celestial. De nuevo las riquezas son sorprendentes y apabullantes. Nos impresiona sobre todo la estatua de un enorme Buda dorado, de 26 metros de altura (como si la divinidad necesitara métricas humanas para ser más divinidad). Dicen, sin rubor y con orgullo, que en su fabricación se emplearon 280 kilos de oro y 150 toneladas de latón, además de unas 1.400 piedras preciosas entre diamantes, perlas, ámbares, lapislázulis, turquesas, esmeraldas, etc. Nos ofusca y a la vez nos repugna encontrar una vez más, como en tantas y tantas ocasiones, esa fastuosa ostentación a la que nos tienen tan acostumbrados todas las religiones. Esa ostentación indecente que se asienta sobre la pobreza de unos ingenuos fieles a quienes, sistemáticamente, se les promete una salvación eterna que nunca llega, pero a quienes se les garantiza la miseria y el desamparo más absoluto y denigrante durante toda su vida. 




Este lugar, en su día, albergó 5000 monjes. Hoy son unos 600 los que lo ocupan. De nuevo las callejuelas estrechas y empinadas que escalan el monte Drolmari, en cuya ladera se encuentra adosado el recinto monástico. De nuevo, también, las misteriosas ventanas, las vetustas puertas; esa desolación y ese silencio propio de una ciudad abandonada en la que, de vez en cuando, surge la roja silueta de un monje que de inmediato se esfuma y  desvanece como espectro incorpóreo que aborreciera ser importunado.


Sin embargo, sobre todo el conjunto levita ese hálito de espiritualidad que resulta consustancial a estos recintos. Se ve que el espíritu -superior a la condición humana- es algo que está y se aposenta donde quiere. Las terrazas, los edificios, los coloristas y brillantes murales con cientos de imágenes alineadas de budas, las cubiertas doradas desafiando al sol, las telas ajadas que parece lamer el tiempo al ritmo cansado que les imprime una apenas perceptible brisa de la tarde.



Cualquier rincón sirve para untar con manteca de yak y pegar en él monedas como ofrenda, cualquier rincón para albergar una jofaina con candelas, cualquier estante para añadir unas flores de tela o plástico de colores hirientes; todo exceso y profusión infinita.


Un monje acaricia a unos gatos deambulantes; se ve que son buenos y viejos amigos. Una inmensa paz se extiende como un manto a través de la luz mortecina de la tarde. Es tiempo de ir recapitulando todo lo visto y sentido durante estos días; es tiempo de hacer inventario de emociones. 


Hasta después de que el sol se ha ocultado los fieles siguen postrándose ante el santo recinto.



Cuando dejamos el monasterio nos espera una ciudad en la que los niños son, como siempre, toda una garantía de esperanza.


También los artesanos se afanan en sus talleres humildes y llenos de inspiración. Las deidades aquí parecen andar mucho más claramente como por su casa; aún no son más que arcilla que los hombres modelan ensimismados. Un oficio ancestral, ahora ya llevado a cabo a la vera del teléfono móvil y del termo profusamente floreado.


Al día siguiente salimos para Tingri.


Los agricultores roturan la tierra sirviéndose del empuje incansable de sus yaks. Las montañas peladas van acompañándonos en nuestra ascensión por la altiplanicie. “El techo del mundo” parece también el final de él.

Las humildes viviendas contrastan con el aseo y la dignidad de los lugares santos. 

Siempre hay un niño en el camino dispuesto a saludarnos con su “Thasi delek”, su “hola” en tibetano. Pese a todo, el juego y la sonrisa es siempre el lenguaje universal de los niños.



Llaman nuestra curiosidad de occidentales jactanciosos esos aparatos que, cual dos enormes orejas plateadas, sirven para atrapar la fuerza calórica del sol, surtiendo el efecto de un efectivo y práctico infiernillo.


(Nuestro grupo al completo)

Cuando llegamos al paso Gyatso, a 5248 metros de altitud, la luz es gélida y el viento es afilado y cortante. La majestuosa imagen, que vemos al fondo, nos aviva la imaginación. Es el “Chomolangma” (La madre del universo): el Everet.

     (Foto tomada de internet)

Estamos al pie de la cúspide del mundo. Aquí encontramos a dos chicos y una chica españoles que están haciendo un largo recorrido en bici por Oriente. Esto sí que nos deja impresionados y dispara nuestra más ilusa envidia ¡Quién pudiera! 


Tingri es un pueblo situado en la ladera norte del Everest. Su altitud es superior a 5000 metros. Parece uno de esos pueblos del los western, de calles desoladas, en las que los cardos secos son arrastrados por una nube de viento polvoriento. Aquí pernoctaremos. El lugar para hacerlo es sencillo, pero mejor de lo que esperábamos. Sólo está nuestro grupo. Unas chicas tímidas y serviciales, con caras enrojecidas por el viento y el frío, se las ingenian para que nos sintamos plenamente felices. Pollo y patatas fritas son suficientes para hacernos sentir tal plenitud.



Xegar, es un pequeño pueblo a unos pocos kilómetros.


     (Una mujer lava sus verduras en el río)

     (Una anciana reza sus oraciones)


Por la tarde visitamos el monasterio de Xegar. Se trata de un ascenso que cuesta superar. El camino está muy deteriorado y, a veces, entraña algún riesgo.

 




Shelkar chode, es un monasterio hoy pequeño, que está literalmente enclavado en una colina. La gran muralla desdentada por los derrumbes y el maltrato del tiempo dan la medida del grandioso recinto que en otro tiempo lo amparaba. Ahora, apenas una docena de monjes lo deben habitar.

La vista desde aquí es impresionante y apaciguadora.


Pero además a diferencia de todos los demás monasterios vistos, esta pequeña comunidad, ofrece lo entrañable de quien gusta ser visitado por extraños. Los monjes nos enseñan todo cuanto el lugar atesora. Están felices por nuestra presencia. Se sienten orgullosos de sus figuras votivas hechas con mantequilla y harina de cebada. Pasamos junto a ellos un rato entrañable del que yo guardo un especial recuerdo. Al despedirnos lo hacen con un punto visible de añoranza. El “prior” nos invita a entrar en su aposento. Resulta indescriptible. Un lugar íntimo para vivir y meditar; sólo eso. Hay algo inexplicable que logra emocionarnos.

(Para mí guardo un suceso muy especial que me acontece esa tarde. Uno de los monjes jóvenes, tembloroso y turbado, solicita, a través de nuestra guía, poder hablar conmigo. Yo no soy una persona de fe, pero lo que me dice logra estremecerme. Creo que jamás me olvidaré ni de su cara ni del temblor de su voz. Seguramente no nos volveremos a encontar nunca más, pero entre nosotros se ha establecido, sin duda, un vínculo inquebrantable. Y me gustaría que supiera que creo firmemente en su sentimiento y su sinceridad).  




Tras una noche en la que sentimos con mayor evidencia los incómodos efectos del mal de altura, proseguimos nuestro viaje hacia el Zhangmu.



La carretera se convierte en verdaderamente terrible. Se trata de la llamada “Carretera de la amistad”; vía internacional entre China y Nepal. En unos cuantos kilómetros hemos de descender casi 4000 metros, y los precipicios son realmente atemorizantes. El firme es deficiente y la anchura de la vía es escasa. Cada vez que nos encontramos con un vehículo en sentido contrario, yo me pongo a temblar. Mejor no mirar al suelo por la ventanilla, la rueda parece ir al mismo borde de la carretera. El paisaje de un verde intenso, hoy está patinado por la lluvia. Las nubes van y vienen. El sol aparece y se esconde. Nada es previsible. Largas lenguas de agua caen en cascadas libres de más de 200 metros.




La llegada a Zhangmu es desoladora. Este es el lugar más horrible del mundo. Un enclave fronterizo, embutido entre la maleza. Una larga calle tortuosa y empinada a la que vomitan cuantos establecimientos atiborrados, misérrimos y sucios pudiera imaginarse. Y en toda ella, cientos de vehículos aparcados, subiendo y bajando, tocando sus bocinas y disputando - mediante bufidos de motor- para ver quién, como antílopes en celo, logra imponer su derecho al paso. Llueve. Es una lluvia pertinaz e incómoda. Aquí hemos de hacer noche. Este es el día terrible que siempre aparece -no se sabe por qué- en todo viaje.


     (foto tomada de Internet)

 Animosos, tras alojarnos en nuestro hotel (mejor no describirlo) salimos a la calle. Imposible estar en ella más de un cuarto de hora. Son las cuatro de la tarde y únicamente, un figón oscuro, sucio y abarrotado se presta a nuestro amparo. Si pudiéramos nos pondríamos a gritar desaforados. En su defecto maldecimos contra el Tour operador. No hay remedio. Continuamente, personas exhibiendo enormes tacos de billetes, nos ofrecen la posibilidad de cambio. Pedimos a no se sabe qué deidad que las horas transcurran cuanto antes. La habitación del hotel huele a humedad y muestra sus señales de ella, y la televisión, último recurso, emite infames programas gubernamentales lógicamente en chino. Una pizza de atún es todo nuestro consuelo.

Amanece y nos disponemos a pasar por la frontera entre China y Nepal, entre los pueblos de  Zhangmu y Kodari. Hasta el nombre del pueblo nepalí tiene otra musicalidad: Kodari. Sigue siendo un día lluvioso. Tal vez aquí todos los días lo sean, a juzgar por la vegetación que parece que lo engulle todo. Estamos como metidos en un tajo profundo de la tierra.


    (Hay múltiples porteadores, en su mayoría mujeres, que se pasan el día entero
llevando sobre sus espaldas fardos enormes de mercancias de una a otra parte de la frontera.
 Lo hacen a toda velocidad, para poder realizar el mayor número de transitos posible.)

El paso fronterizo también es algo inmundo. Llegar a él nos ha supuesto, en no más de dos kilómetros, casi tres cuartos de hora de intrincadas maniobras, frenazos y resoplidos de motor; bocinazos y quiebros. De nuevo transitar este tramo ha sido entrar en encarnizada pelea por avanzar tres metros. Cuando llegamos al lugar donde hemos de enseñar nuestros pasaportes, nuestra amiga Maika nos dice que ha olvidado el suyo, junto a su cartera, en el hotel. El salvoconducto es colectivo. A todos se nos revuelve literalmente la bilis. Imaginar que ha de volver para ver si puede recuperarlo, nos hace sentir profundamente mal. Un taxi es el único recurso. Un taxi y esperar pacientemente casi una hora. Cuando, por fin, la vemos aparecer y notamos que, pese a nuestras recriminaciones más o menos veladas, ella trae en su rostro una sonrisa de solicitud de conmiseración a todos se nos esponja el alma.

Pasamos la aduana. Férrea e imponente como todo lo que está vestido con un uniforme de policía chino.

El puente entre una y otra bandera hay que pasarlo a pie y cada cual tirando de su propia maleta. Las de Andrea y Nacho son enormes, pero ella tiene arrestos para todo. El guía (inocente o ingenuo, o no sabiendo muy bien el significado de algunos términos en español) nos ha informado de que hay unas mafias muy organizadas que pueden hacernos este transporte. Sólo ellos con su suprema influencia están autorizados a hacer este servicio en connivencia con no se sabe quién. A nosotros el término “mafia” nos dispara todas las alarmas y nos hace temblar. Equipaje, frontera china, mafia: terrible. 

Nos habían asegurado que al otro lado nos esperaría un nuevo vehículo que nos llevaría de nuevo a Kathmandú. Intencionadamente han debido esperar a que pasáramos este truculento trance para decirnos que, inesperadamente un corrimiento de tierras, producido por las lluvias de la noche anterior, ha cortado la carretera, por lo que un gran tramo hemos de hacerlo por entre el barro, las piedras y con nuestras maletas a cuestas.






Montamos todos cuantos podemos en tres vehículos destartalados, cuyas puertas no cierran bien y a los que surten combustible mediante una regadera, y, compartiendo espacio con nuestros equipajes, nos desplazan cuanto es posible por entre fango, piedras y torrentes de agua. La imaginada carretera ha desaparecido literalmente. Cuando los coches ya no pueden proseguir su avance, unas mujeres se hacen cargo de nuestras maletas. Son señoras de unos cuarenta o cincuenta años que, mediante unas bridas que sujetan con sus cabezas, llevan a toda velocidad nuestros bártulos por este lodazal calzando elementales chanclas. Lo hacen velozmente para poder realizar más de un transporte. A mí la vergüenza me enrojece hasta las orejas y prefiero sólo mirar al suelo. Luego me calmo pues compruebo que ellas se sienten felices. Me explican que gracias a esto hoy ganarán lo que no acostumbran. Trato de mitigar mi indecencia pagando mucho más de lo que me demandan. Primer mundo; sentina del mundo.

Acomodados nuevamente en el autobús que desde Kathmandú ha venido a recogernos proseguimos el viaje hasta la capital de Nepal.




En medio del trayecto un alto puente colgante, sólo apto para ser transitado a pie, nos permite disfrutar de un paisaje selvático y grandioso. Los pueblos nepalíes que vamos encontrando nos ofrecen un colorido que nos va esponjando.

(Un muchacho lava ropas en un torrente)



Una vez más, Nepal me parece un hermoso lugar cargado de esencias, imágenes y gentes entrañables. Esencias que me van a hacer para mí esta experiencia realmente inolvidable. De cada viaje siempre me llevo un par de imágenes que son síntesis de todo lo vivido. Lhasa y Kathmadú son en esta ocasión las que se imponen.

Un gran abrazo para cada uno de los componentes de este grupo que, sin conocernos previamente, hemos sabido hacernos, unos a otros, los días más entrañables y el viaje más fructífero e interesante.
  
Hasta siempre.

(Únicamente nos queda agradecer sinceramente -aunque ellos nunca sepan de este agradecimiento- a todas aquellas personas que nos han permitido visitar su país, fotografiar sus costumbres y sus rostros y, hasta entrometernos, con nuestra insolencia de fisgones turistas, en sus vidas. Para ellos todo nuestro respeto y consideración. Cada día creo más y defiendo que entre los paises del mundo no deberían existir las fronteras)

j.y.