EN VIAJE HACIA
XIGATSE, TINGRI, EL ALTO DE LALUNG Y LA FRONTERA ENTRE ZANGMU Y KODARI (TIBET Y NEPAL).
(Fotos; Pedro Tejedor)
Rematamos este viaje con los detalles sobre
las últimas etapas. Son varios los días que llevamos por estas latitudes y ya
podemos asegurar que hemos sido capaces de percibir un poco de lo que son estas
tierras y estas gentes; su cultura y su forma de vida. Ahora las horas de
trayecto son más reflexivas. Entre el grupo, tras los días de convivencia, se
ha establecido una extraordinaria relación. Ya nos conocemos y los lógicos
recelos se han diluido; cada uno de nosotros sabe cuál es su sitio y la
aceptación de ello nos ofrece un buen ambiente de respeto y camaradería. El
paisaje pasa ante nosotros como la secuencia de una inhóspita tierra que nadie
habitara, pero en la que latiera un fuerte corazón y exhalara un aliento
fecundo.
Ahora nos dirigimos al pueblo de Xigatse. La
distancia es de unos 90 kilómetros. Se trata de una localidad de unos 80.000
habitantes. Comprobamos que es uno de esos lugares de Tíbet donde la
colonización china va borrando, como tenaz y devoradora termita, y sin
contemplaciones, todo vestigio de la cultura propia tibetana.
El atractivo de Xigatse lo constituye el
monasterio de Thasilhunpo, levantado en 1447, sede del Panchen Lama hasta
1989. El nombre significa algo así como
“Toda la fortuna y la gloria se encuentran aquí reunidas”. Y realmente es un
lugar celestial. De nuevo las riquezas son sorprendentes y apabullantes. Nos
impresiona sobre todo la estatua de un enorme Buda dorado, de 26 metros de
altura (como si la divinidad necesitara métricas humanas para ser más
divinidad). Dicen, sin rubor y con orgullo, que en su fabricación se emplearon 280
kilos de oro y 150 toneladas de latón, además de unas 1.400 piedras preciosas
entre diamantes, perlas, ámbares, lapislázulis, turquesas, esmeraldas, etc. Nos
ofusca y a la vez nos repugna encontrar una vez más, como en tantas y tantas
ocasiones, esa fastuosa ostentación a la que nos tienen tan acostumbrados todas
las religiones. Esa ostentación indecente que se asienta sobre la pobreza de
unos ingenuos fieles a quienes, sistemáticamente, se les promete una salvación
eterna que nunca llega, pero a quienes se les garantiza la miseria y el
desamparo más absoluto y denigrante durante toda su vida.
Este lugar, en su día, albergó 5000 monjes. Hoy son unos
600 los que lo ocupan. De nuevo las callejuelas estrechas y empinadas que escalan
el monte Drolmari, en cuya ladera se encuentra adosado el recinto
monástico. De nuevo, también, las misteriosas ventanas, las vetustas puertas;
esa desolación y ese silencio propio de una ciudad abandonada en la que, de vez
en cuando, surge la roja
silueta de un monje que de inmediato se esfuma y desvanece como espectro incorpóreo que
aborreciera ser importunado.
Sin
embargo, sobre todo el conjunto levita ese hálito de espiritualidad que resulta
consustancial a estos recintos. Se ve que el espíritu -superior a la condición
humana- es algo que está y se aposenta donde quiere. Las terrazas, los
edificios, los coloristas y brillantes murales con cientos de imágenes
alineadas de budas, las cubiertas doradas desafiando al sol, las telas ajadas
que parece lamer el tiempo al ritmo cansado que les imprime una apenas
perceptible brisa de la tarde.
Cualquier rincón sirve para untar con manteca
de yak y pegar en él monedas como ofrenda, cualquier rincón para albergar una
jofaina con candelas, cualquier estante para añadir unas flores de tela o
plástico de colores hirientes; todo exceso y profusión infinita.
Un monje acaricia a unos gatos deambulantes;
se ve que son buenos y viejos amigos. Una inmensa paz se extiende como un manto
a través de la luz mortecina de la tarde. Es tiempo de ir recapitulando todo lo
visto y sentido durante estos días; es tiempo de hacer inventario de
emociones.
Hasta después de que el sol se ha ocultado los fieles
siguen postrándose ante el santo recinto.
Cuando dejamos el monasterio nos espera una
ciudad en la que los niños son, como siempre, toda una garantía de esperanza.
También los artesanos se afanan en sus
talleres humildes y llenos de inspiración. Las deidades aquí parecen andar
mucho más claramente como por su casa; aún no son más que arcilla que los
hombres modelan ensimismados. Un oficio ancestral, ahora ya llevado a cabo a la
vera del teléfono móvil y del termo profusamente floreado.
Al día siguiente salimos para Tingri.
Los agricultores roturan la tierra
sirviéndose del empuje incansable de sus yaks. Las montañas peladas van
acompañándonos en nuestra ascensión por la altiplanicie. “El techo del mundo”
parece también el final de él.
Las humildes viviendas contrastan con el aseo
y la dignidad de los lugares santos.
Siempre hay un niño en el camino dispuesto
a saludarnos con su “Thasi delek”, su “hola” en tibetano. Pese a todo, el juego
y la sonrisa es siempre el lenguaje universal de los niños.
Llaman nuestra curiosidad de occidentales
jactanciosos esos aparatos que, cual dos enormes orejas plateadas, sirven para
atrapar la fuerza calórica del sol, surtiendo el efecto de un efectivo y
práctico infiernillo.
(Nuestro grupo al completo)
Cuando llegamos al paso Gyatso, a 5248 metros
de altitud, la luz es gélida y el viento es afilado y cortante. La majestuosa
imagen, que vemos al fondo, nos aviva la imaginación. Es el “Chomolangma” (La
madre del universo): el Everet.
(Foto tomada
de internet)
Estamos al pie de la cúspide del mundo. Aquí
encontramos a dos chicos y una chica españoles que están haciendo un largo
recorrido en bici por Oriente. Esto sí que nos deja impresionados y dispara
nuestra más ilusa envidia ¡Quién pudiera!
Tingri es un pueblo situado en la ladera
norte del Everest. Su altitud es superior a 5000 metros. Parece uno de esos
pueblos del los western, de calles desoladas, en las que los cardos secos son
arrastrados por una nube de viento polvoriento. Aquí pernoctaremos. El lugar
para hacerlo es sencillo, pero mejor de lo que esperábamos. Sólo está nuestro
grupo. Unas chicas tímidas y serviciales, con caras enrojecidas por el viento y
el frío, se las ingenian para que nos sintamos plenamente felices. Pollo y
patatas fritas son suficientes para hacernos sentir tal plenitud.
Xegar, es un pequeño pueblo a unos pocos
kilómetros.
(Una mujer lava sus verduras en el río)
(Una anciana reza sus oraciones)
Por la tarde visitamos el monasterio de
Xegar. Se trata de un ascenso que cuesta superar. El camino está muy deteriorado y, a veces, entraña algún riesgo.
Shelkar chode, es un monasterio hoy pequeño,
que está literalmente enclavado en una colina. La gran muralla desdentada por
los derrumbes y el maltrato del tiempo dan la medida del grandioso recinto que
en otro tiempo lo amparaba. Ahora, apenas una docena de monjes lo deben
habitar.
La vista desde aquí es impresionante y apaciguadora.
Pero además a diferencia de todos los demás
monasterios vistos, esta pequeña comunidad, ofrece lo entrañable de quien gusta
ser visitado por extraños. Los monjes nos enseñan todo cuanto el lugar atesora.
Están felices por nuestra presencia. Se sienten orgullosos de sus figuras
votivas hechas con mantequilla y harina de cebada. Pasamos junto a ellos un
rato entrañable del que yo guardo un especial recuerdo. Al despedirnos lo hacen
con un punto visible de añoranza. El “prior” nos invita a entrar en su
aposento. Resulta indescriptible. Un lugar íntimo para vivir y meditar; sólo
eso. Hay algo inexplicable que logra emocionarnos.
(Para mí guardo un suceso muy especial que me acontece esa tarde. Uno de los monjes jóvenes, tembloroso y turbado, solicita, a través de nuestra guía, poder hablar conmigo. Yo no soy una persona de fe, pero lo que me dice logra estremecerme. Creo que jamás me olvidaré ni de su cara ni del temblor de su voz. Seguramente no nos volveremos a encontar nunca más, pero entre nosotros se ha establecido, sin duda, un vínculo inquebrantable. Y me gustaría que supiera que creo firmemente en su sentimiento y su sinceridad).
Tras una noche en la que sentimos con mayor
evidencia los incómodos efectos del mal de altura, proseguimos nuestro viaje
hacia el Zhangmu.
La carretera se convierte en verdaderamente
terrible. Se trata de la llamada “Carretera de la amistad”; vía internacional
entre China y Nepal. En unos cuantos kilómetros hemos de descender casi 4000
metros, y los precipicios son realmente atemorizantes. El firme es deficiente y
la anchura de la vía es escasa. Cada vez que nos encontramos con un vehículo en
sentido contrario, yo me pongo a temblar. Mejor no mirar al suelo por la
ventanilla, la rueda parece ir al mismo borde de la carretera. El paisaje de un
verde intenso, hoy está patinado por la lluvia. Las nubes van y vienen. El sol
aparece y se esconde. Nada es previsible. Largas lenguas de agua caen en
cascadas libres de más de 200 metros.
La llegada a Zhangmu es desoladora. Este es
el lugar más horrible del mundo. Un enclave fronterizo, embutido entre la
maleza. Una larga calle tortuosa y empinada a la que vomitan cuantos
establecimientos atiborrados, misérrimos y sucios pudiera imaginarse. Y en toda
ella, cientos de vehículos aparcados, subiendo y bajando, tocando sus bocinas y
disputando - mediante bufidos de motor- para ver quién, como antílopes en celo,
logra imponer su derecho al paso. Llueve. Es una lluvia pertinaz e incómoda.
Aquí hemos de hacer noche. Este es el día terrible que siempre aparece -no se
sabe por qué- en todo viaje.
(foto tomada de Internet)
Animosos, tras alojarnos en nuestro hotel
(mejor no describirlo) salimos a la calle. Imposible estar en ella más de un
cuarto de hora. Son las cuatro de la tarde y únicamente, un figón oscuro, sucio
y abarrotado se presta a nuestro amparo. Si pudiéramos nos pondríamos a gritar
desaforados. En su defecto maldecimos contra el Tour operador. No hay remedio.
Continuamente, personas exhibiendo enormes tacos de billetes, nos ofrecen la
posibilidad de cambio. Pedimos a no se sabe qué deidad que las horas
transcurran cuanto antes. La habitación del hotel huele a humedad y muestra sus
señales de ella, y la televisión, último recurso, emite infames programas
gubernamentales lógicamente en chino. Una pizza de atún es todo nuestro
consuelo.
Amanece y nos disponemos a pasar por la
frontera entre China y Nepal, entre los pueblos de Zhangmu y Kodari. Hasta el nombre del pueblo
nepalí tiene otra musicalidad: Kodari. Sigue siendo un día lluvioso. Tal vez aquí
todos los días lo sean, a juzgar por la vegetación que parece que lo engulle
todo. Estamos como metidos en un tajo profundo de la tierra.
(Hay múltiples porteadores, en su mayoría mujeres, que se pasan el día entero
llevando sobre sus espaldas fardos enormes de mercancias de una a otra parte de la frontera.
Lo hacen a toda velocidad, para poder realizar el mayor número de transitos posible.)
El paso fronterizo también es algo inmundo.
Llegar a él nos ha supuesto, en no más de dos kilómetros, casi tres cuartos de
hora de intrincadas maniobras, frenazos y resoplidos de motor; bocinazos y
quiebros. De nuevo transitar este tramo ha sido entrar en encarnizada pelea por
avanzar tres metros. Cuando llegamos al lugar donde hemos de enseñar nuestros
pasaportes, nuestra amiga Maika nos dice que ha olvidado el suyo, junto a su
cartera, en el hotel. El salvoconducto es colectivo. A todos se nos revuelve
literalmente la bilis. Imaginar que ha de volver para ver si puede recuperarlo,
nos hace sentir profundamente mal. Un taxi es el único recurso. Un taxi y
esperar pacientemente casi una hora. Cuando, por fin, la vemos aparecer y
notamos que, pese a nuestras recriminaciones más o menos veladas, ella trae en
su rostro una sonrisa de solicitud de conmiseración a todos se nos esponja el
alma.
Pasamos la aduana. Férrea e imponente como
todo lo que está vestido con un uniforme de policía chino.
El puente entre una y otra bandera hay que
pasarlo a pie y cada cual tirando de su propia maleta. Las de Andrea y Nacho
son enormes, pero ella tiene arrestos para todo. El guía (inocente o ingenuo, o
no sabiendo muy bien el significado de algunos términos en español) nos ha
informado de que hay unas mafias muy organizadas que pueden hacernos este
transporte. Sólo ellos con su suprema influencia están autorizados a hacer este
servicio en connivencia con no se sabe quién. A nosotros el término “mafia” nos
dispara todas las alarmas y nos hace temblar. Equipaje, frontera china, mafia:
terrible.
Nos habían asegurado que al otro lado nos
esperaría un nuevo vehículo que nos llevaría de nuevo a Kathmandú.
Intencionadamente han debido esperar a que pasáramos este truculento trance
para decirnos que, inesperadamente un corrimiento de tierras, producido por las
lluvias de la noche anterior, ha cortado la carretera, por lo que un gran tramo
hemos de hacerlo por entre el barro, las piedras y con nuestras maletas a
cuestas.
Montamos todos cuantos podemos en tres
vehículos destartalados, cuyas puertas no cierran bien y a los que surten
combustible mediante una regadera, y, compartiendo espacio con nuestros
equipajes, nos desplazan cuanto es posible por entre fango, piedras y torrentes
de agua. La imaginada carretera ha desaparecido literalmente. Cuando los coches
ya no pueden proseguir su avance, unas mujeres se hacen cargo de nuestras
maletas. Son señoras de unos cuarenta o cincuenta años que, mediante unas
bridas que sujetan con sus cabezas, llevan a toda velocidad nuestros bártulos
por este lodazal calzando elementales chanclas. Lo hacen velozmente para poder
realizar más de un transporte. A mí la vergüenza me enrojece hasta las orejas y
prefiero sólo mirar al suelo. Luego me calmo pues compruebo que ellas se
sienten felices. Me explican que gracias a esto hoy ganarán lo que no
acostumbran. Trato de mitigar mi indecencia pagando mucho más de lo que me
demandan. Primer mundo; sentina del mundo.
Acomodados nuevamente en el autobús que desde
Kathmandú ha venido a recogernos proseguimos el viaje hasta la capital de
Nepal.
En medio del trayecto un alto puente
colgante, sólo apto para ser transitado a pie, nos permite disfrutar de un
paisaje selvático y grandioso. Los pueblos nepalíes que vamos encontrando nos
ofrecen un colorido que nos va esponjando.
(Un muchacho lava ropas en un torrente)
Una vez más, Nepal me parece un hermoso lugar
cargado de esencias, imágenes y gentes entrañables. Esencias que me van a hacer
para mí esta experiencia realmente inolvidable. De cada viaje siempre me llevo
un par de imágenes que son síntesis de todo lo vivido. Lhasa y Kathmadú son en
esta ocasión las que se imponen.
Un gran abrazo para cada uno de los componentes de este grupo que, sin conocernos previamente, hemos sabido hacernos, unos a otros, los días más entrañables y el viaje más fructífero e interesante.
Hasta siempre.
(Únicamente nos queda agradecer sinceramente -aunque ellos nunca sepan de este agradecimiento- a todas aquellas personas que nos han permitido visitar su país, fotografiar sus costumbres y sus rostros y, hasta entrometernos, con nuestra insolencia de fisgones turistas, en sus vidas. Para ellos todo nuestro respeto y consideración. Cada día creo más y defiendo que entre los paises del mundo no deberían existir las fronteras)
j.y.