El peso de los días y la levedad del silencio.
El turista descendió de su autobús entusiasmado.
Liberó del protector al objetivo de su cámara y se ajustó la gorra con las
iniciales de los Yankees de New York para guarecerse del sol. Y junto a sus otros bulliciosos compañeros se dispuso,
altanero y prepotente, a descubrir los encantos del pueblecito rústico, cual un neo-conquistador
egregio e ilustrado.
Las calles humildes de Ollantaytambo se
ofrecieron ante él como suntuosas alfombras empedradas, silenciosas pero palpitantes.
El rumor del agua que discurría por las acequias que las flaqueaban se
establecía como un auténtico y ancestral compañero, sencillo, límpido y refrescante.
No había mucha gente. Apenas algunas mujeres
pequeñas y curtidas por el sol, que ofrecían artesanías de lana de alpaca que estaban
tejiendo sin tregua y sin alzar la mirada. Como reclamo o como atuendo
habitual, todas ellas iban vestidas con amplias polleras de múltiples colores y
sombreros como enormes platos dirigidos al cielo. Tal vez en la seguridad de
que de lo alto han de venir todas las provisiones.
Con un fingido punto de admiración, el
visitante fue capturando cuanto pudo de insólito o chocante. Le gustaba atrapar
todo aquello que, a su regreso, pudiera dejar pasmada a su parroquia.
Así, escudriñaba los nidos de pobreza, atraso o sencillez, cuanto más alarmantes
mejor para su álbum de rarezas, proclives después a magníficos melindres o
aspavientos de amigos y tertulias. Un viaje no era viaje si después no se alardeaba.
El guía, neurasténico, les arreó a todos
hasta el inicio de la subida al cerro arqueológico. Una empinada cuesta jalonada
de amplias terrazas. Al parecer, no había recorrido turístico que se preciara si
no iba acompañado de un sacrificio que hiciera rebufar a los partícipes. Era un estímulo
que aportaba caché a los toures en grupo y
tropel.
El hombre ascendió atlético y triunfal los
ciento cincuenta escalones. Su orgullo trepador le separó de la manada. Resopló
pero pudo. Coronó el primero y en solitario, y miró perplejo a su alrededor. Los
seis monolitos de cuarenta toneladas cada uno le paralizaron cual gendarmes airados: ¡Alto ahí! Miró al
Valle Sagrado de los Incas. Un inmenso silencio lo apabullaba todo. Su mente se
paralizó al instante. El espíritu innato al Templo del Sol lo sometió ipso facto. Echó mano de su información académica
y recapacitó: la cantera estaba a cuatro kilómetros, en la montaña del otro
lado. Tuvieron que bajar las moles, acarrearlas por el valle, vadear el río
Patakancha y subirlas hasta la elevación donde se encontraban ahora. ¡Qué
locura! ¿Qué podía justificar tamaño despropósito?
Solo un espíritu extraordinario era capaz de tan gigantesca
osadía. Sin duda ese era un misterio que obligaba a la paralización inmediata
de la estupidez, la prepotencia y las mentes mediocres. El hombre se apartó a
un lado, se sentó en una de las piedras de granito rosa que los del lugar
denominan “piedras cansadas”. Se abstrajo, se quedó en silencio y reflexionó.
Tal vez la única e incomprensible tarea del hombre en este mundo fuera identificar la enorme piedra de su
vida, acarrearla con ingente esfuerzo hasta allí donde su espíritu le guíe y le
reclame, en pos de un dios ininteligible y propio. Tal vez la única tarea del hombre fuera realizar el rudo esfuerzo de vivir sin preguntarse por qué ni para qué.
El hombre permaneció mudo durante largo rato, con la mirada perdida en el tiempo o, tal vez, encontrada en su infinito. Su silencio se transformó en intuición. Después se puso a hablar consigo mismo. Ahora el viaje había comenzado, sin duda ya, a ser un verdadero "viaje".
El hombre permaneció mudo durante largo rato, con la mirada perdida en el tiempo o, tal vez, encontrada en su infinito. Su silencio se transformó en intuición. Después se puso a hablar consigo mismo. Ahora el viaje había comenzado, sin duda ya, a ser un verdadero "viaje".
J.Y.
"Sísifo", Tizianno (1549) Museo del Prado, Madrid.
(fotos: Pedro Tejedor. "Ollantaytambo", Perú, oct.2007 )
Todos deberíamos probar a subir la piedra cual Sisifo. Muy bonita historia y las fotos de Pedro.
ResponderEliminarFrancisco Javier Yañez Sanchez Gracias, Carmen López Obra Artística. Efectivamente. Y a quien esté interesado en profundizar en esta cuestión, le sugiero leer el estupendo ensayo filosófico de Albert Camus "El mito de Sísifo". Un abrazo para los tres.
ResponderEliminarQue poco nos paramos a ver y pensar realmente en lo que vemos y hacemos en la vida.
ResponderEliminarCuánto desconocemos de los incas, aztecas y otras etnias sudamericanas.
Muy interesante la lectura.
Conocer otras culturas y otros pueblos, es conocernos un poco mejor a nosotros mismos. Gracias. Un abrazo.
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