"La batalla de Anghiari", de Peter Paul Rubens, 1603, Museo del Louve, París (Francia).
(copia de un fresco de Leonardo da Vinci, 1503-06, desaparecido, Palazzo Vecchio, Florencia (Italia).
Nota: Según una leyenda medieval, el bálsamo de Fierabrás (brazo bravo) era una pócima
maravillosa. El rey sarraceno Balán y su hijo el gigante Fierabrás, al conquistar Roma, robaron los restos del lenitivo con
el que fue embalsamado el cuerpo de Jesús. Dicha mixtura tenía el poder
de curar las heridas a quienes la ingerían acompañándola con ochenta padrenuestros,
ochenta avemarías, ochenta salves y ochenta credos. Esa capacidad del bálsamo
para sanar de forma milagrosa es, pues, la esencia de la leyenda que don Quijote transmite a su escudero en el capítulo XVII. El bálsamo
tenía cuatro ingredientes básicos: romero, aceite, sal y vino blanco. En este caso, a Sancho sólo le produjo diarrea, lo que don Quijote justificó por no ser éste un auténtico caballero.
Las batallas
inútiles.
Se detuvo.
Aflojó su armadura y la dejó en el suelo.
La celada tenía abollones, las grebas estaban
torcidas y el filo de la espada desgastado; ya no tenía escudo.
Las coyundas le habían hecho penetrantes heridas
sin que lo hubiera advertido. Costurones de vida.
Miró de frente con sus ojos grises entornados, y
comprobó que el cura seguía siendo cura, y el barbero, barbero. Y que el
bálsamo de Fierabrás no remediaba nada, ni aunque fuera acompañado de los
ochenta padrenuestros, las ochenta avemarías, las ochenta salves y los ochenta
credos de rigor, con los que garantizaba su efectividad don Alonso Quijano. Los
molinos eran, solo eso: molinos de viento y nada más.
Estaba muy cansado de aquel, ya, tan dilatado
viaje. Vivir cansaba mucho.
Se sentó costosamente bajo la sombra de su parra.
Se acercaba el otoño.
Las uvas estaban ya doradas, y el celaje de la
tarde era de betún y de fuego.
Miro sus manos secas y arrugadas; sarmientos
viejos, sucias raíces como recién desenterradas.
Entones comprendió que, aunque a veces hay agresiones incuestionables que hay que contestar, la mayoría de sus batallas
habían sido inútiles.
Inútiles las exteriores y lejanas, inútiles las próximas; inútiles las domésticas, e, inútiles también las íntimas y propias. Porque las batallas siempre se pierden, aun las que se ganan. Las batallas contra los enemigos son una mutua carnicería, cuyo resultado no garantiza la mejor opción, pues ésa es siempre secreta y está en manos del fututo; a todo ejército siempre lo ampara su dios. Las batallas contra aquellos a los que quieres, si las pierdes, te dejan un dolor más profundo, pero si las ganas te aportan una tremenda desolación (pensarlo). Y, sin embargo, siempre parece forzosamente necesario estar batallando para poder sobrevivir. Tremenda e incomprensible paradoja.
Caviló un poco más y concluyó que, a demás, lo
realmente terrible de los combates no era su crueldad, por mucha que esta
fuera, sino su absoluta y radical ineficacia, tantas y tantas veces.
Entró en sí y se quedó inmóvil, callado y
paciente como un lago sobre el que atardeciera.
Sólo el silencio resultaba ser la más conmovedora
de las músicas; la única música aceptable.
J. Yáñez.
¡Qué verdad!
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