jueves, 1 de febrero de 2018

(60) (01.02.2018) La niña de la caravana.




La niña de la caravana.

La caravana llegó al oasis al anochecer. El cielo borraba ya sus colores dorados, rojizos y naranjas, y cubría la bóveda con una gasa leve salpicada de numerosos puntitos luminosos. Todos se precipitaron hacia la charca. Se descalzaron y descamisaron, y sintieron la amorosa caricia de las aguas. Las mujeres se remangaron, pero se limitaron a mojarse la frente y los brazos. Pronto ellas se pusieron a sus tareas domésticas. Ellos atendieron a los camellos y levantaron la jaima. Y, muy poco después, todos estuvieron apaciblemente tendidos cenando en torno a la hoguera. Era el momento de reponer fuerzas, decir todo lo que el calor sofocante había impedido durante la jornada, contar historias y, con frecuencia, cantar y hacer sonar las palmas y los crótalos.

La niña solía, últimamente, quedarse muy callada. Todos le reprochaban su obstinado silencio, y lo atribuían a la edad. Entrar en el mundo de los mayores requería reflexión y cordura, se decían. Tras tres o cuatro viajes más por el desierto estaría ya preparada para desposarse.

El ambiente era sereno y entrañable. De pronto un rugido furioso despellejó la noche como un fiero arañazo. Un estruendo fugaz que, sin embargo, se alejó con la misma rapidez con la que había llegado. Apenas fue un instante. Todos se sobresaltaron y miraron al cielo. Abdel Jalîl se apresuró a tranquilizar a su gente: “Es un avión que va hacia Kurmira”.

Halima emocionada olvidó su silencio y preguntó a su padre “¿Y lo podremos ver mañana allí?”. Abdel Jalîl sentenció: “De ningún modo. Los aviones van mucho más lejos. Además allí no puede aterrizar, es un pequeño pueblo sin interés alguno”.

La muchacha volvió a reposar tranquila en su silencio. Desde muy pequeñita, cuando iban en la caravana, tapada hasta los ojos para guarecerse del sol y de la arena, solía mirar mucho al cielo. Y cuando distinguía en él un punto plateado, ponía ante sus ojos el índice y con él jugaba a perseguirlo. Imaginaba que era su dedo quien iba dejando aquella estela blanca que enseguida se difuminaba. Pero nunca había visto ella pasar uno tan bajo y haciendo semejante ruido.

El trayecto del día siguiente fue caluroso pero calmo. Calor inmenso y el monótono mecerse sobre el lomo de los camellos.
Llegaron a Kurmira a la puesta del sol. El celaje se había ido tornando un tanto cárdeno y ceniciento, como de vino turbio. Las primeras construcciones eran cual franjas ocres y rojizas que apenas si se distinguían del suelo arenoso.

De inmediato los hombres se sobresaltaron. El riguroso orden de la caravana se rompió incomprensiblemente. Las mujeres del grupo saltaron a tierra y comenzaron a mover sus lenguas profiriendo salgutas, esos agudos gritos árabes desgarradores, a la vez que con sus brazos se golpeaban el pecho y se retorcían en llantos. Los hombres corrieron despavoridos; no se sabía bien si huyendo o buscando a alguien inconcreto. Un olor acre lo invadía todo. Sólo se distinguían pequeñas columnas de humo negro que ascendían como ajenas y desinteresadas. Un silencio sepulcral se había asentado en el pueblo. Parecía que un sudario tétrico y rotundo hubiera cubierto la aldea para siempre.

La muchacha se quedó aterrada y sumida en el más terrible  de los silencios.

J. Yáñez.
 (Nota: Kurmira es un lugar imaginario, pero existen millares de Kurmiras)




(Foto. Pedro Tejedor) Teatro romano Palmira, 2009.



(Foto tomada de Internet. Mismo lugar, 2015. Adolescentes del "El" ajustician a 25 soldados sirios)















2 comentarios:

  1. Tanta ilusión por ver un avión y fue un desastre para todos.

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