La niña de la
caravana.
La caravana llegó al oasis al anochecer. El
cielo borraba ya sus colores dorados, rojizos y naranjas, y cubría la bóveda
con una gasa leve salpicada de numerosos puntitos luminosos. Todos se
precipitaron hacia la charca. Se descalzaron y descamisaron, y sintieron la
amorosa caricia de las aguas. Las mujeres se remangaron, pero se limitaron a mojarse
la frente y los brazos. Pronto ellas se pusieron a sus tareas domésticas. Ellos
atendieron a los camellos y levantaron la jaima. Y, muy poco después, todos estuvieron apaciblemente tendidos
cenando en torno a la hoguera. Era el momento de reponer fuerzas, decir todo lo
que el calor sofocante había impedido durante la jornada, contar historias y,
con frecuencia, cantar y hacer sonar las palmas y los crótalos.
La niña solía, últimamente, quedarse muy callada.
Todos le reprochaban su obstinado silencio, y lo atribuían a la edad. Entrar en
el mundo de los mayores requería reflexión y cordura, se decían. Tras tres o
cuatro viajes más por el desierto estaría ya preparada para desposarse.
El ambiente era sereno y entrañable. De
pronto un rugido furioso despellejó la noche como un fiero arañazo. Un
estruendo fugaz que, sin embargo, se alejó con la misma rapidez con la que había
llegado. Apenas fue un instante. Todos se sobresaltaron y miraron al cielo. Abdel
Jalîl se apresuró a tranquilizar a su gente: “Es un avión que va hacia Kurmira”.
Halima emocionada olvidó su silencio y
preguntó a su padre “¿Y lo podremos ver mañana allí?”. Abdel Jalîl sentenció:
“De ningún modo. Los aviones van mucho más lejos. Además allí no puede
aterrizar, es un pequeño pueblo sin interés alguno”.
La muchacha volvió a reposar tranquila en su
silencio. Desde muy pequeñita, cuando iban en la caravana, tapada hasta los
ojos para guarecerse del sol y de la arena, solía mirar mucho al cielo. Y
cuando distinguía en él un punto plateado, ponía ante sus ojos el índice y con
él jugaba a perseguirlo. Imaginaba que era su dedo quien iba dejando aquella
estela blanca que enseguida se difuminaba. Pero nunca había visto ella pasar
uno tan bajo y haciendo semejante ruido.
El trayecto del día siguiente fue caluroso
pero calmo. Calor inmenso y el monótono mecerse sobre el lomo de los camellos.
Llegaron a Kurmira a la puesta del sol. El
celaje se había ido tornando un tanto cárdeno y ceniciento, como de vino turbio. Las primeras
construcciones eran cual franjas ocres y rojizas que apenas si se distinguían
del suelo arenoso.
De inmediato los hombres se sobresaltaron. El
riguroso orden de la caravana se rompió incomprensiblemente. Las mujeres del
grupo saltaron a tierra y comenzaron a mover sus lenguas profiriendo salgutas, esos agudos gritos árabes desgarradores,
a la vez que con sus brazos se golpeaban el pecho y se retorcían en llantos.
Los hombres corrieron despavoridos; no se sabía bien si huyendo o buscando a
alguien inconcreto. Un olor acre lo invadía todo. Sólo se distinguían pequeñas
columnas de humo negro que ascendían como ajenas y desinteresadas. Un silencio
sepulcral se había asentado en el pueblo. Parecía que un sudario tétrico y
rotundo hubiera cubierto la aldea para siempre.
La muchacha se quedó aterrada y sumida en el
más terrible de los silencios.
J. Yáñez.
(Nota: Kurmira es un lugar imaginario, pero
existen millares de Kurmiras)
(Foto. Pedro Tejedor) Teatro romano Palmira, 2009.
Tanta ilusión por ver un avión y fue un desastre para todos.
ResponderEliminarTantas veces, tristemente, la realidad rompe la ilusión...
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