La última singladura
Siempre
miraba al frente, seguro y firme.
Los vientos de todas las latitudes le habían
azotado el rostro sin piedad, y el
salitre de todos los océanos le había abrasado la piel hasta tornársela cual
bronce.
Con
frecuencia el capitán se colocaba a su lado y le ponía la mano sobre el hombro,
mientras su pipa humeaba. Le gustaba mirar, junto a él, al horizonte, a veces
claro a veces tenebroso, y sentir la
seguridad que su timonel le ofrecía
invariable- mente.
El
marinero acumulaba miles de singladuras en su cuerpo y sus recuerdos.
Atracaron
en un puerto del mar Tirreno. Bajaron a tierra firme igual que tantas veces.
La taberna
era oscura como cueva en la noche. Bebió vino grueso, ácido y negro, y dejó que
su mente se fuera sumiendo en un sueño remoto y apacible. Su cabeza se reposó
sobre el gastado tablero y sus dos brazos formaron un círculo protector en
torno a ella. Soñó toda su vida.
Un ruido
impropio lo despertó de repente. Entraba una
luz fría y polvorienta. Había amanecido.
Se levanto
veloz y salió precipitado, tal vez a trompicones. Dejó unas monedas asustadas,
que rodaron sobre el tablero mugriento y húmedo de vino.
El día era
luminoso y el tibio sol hiriente y de cristal. Achicó sus ojos y los protegió
con la visera de su mano para escudriñar más lejos. No podía creerlo. Su barco
se alejaba.
Forzó su
mirada gris y turbia, y divisó sobre el puente una silueta nueva aferrada al timón; su timón. Junto a ella, la
figura firme de su capitán apoyaba su brazo en el hombro del otro. Creyó
incluso distinguir el humo voluptuoso de su pipa.
Incrédulo,
se dio la vuelta y, renqueando, logró llegar al poyo de piedra de la entrada de la cantina. Desarbolado,
dejó caer su cuerpo. Miró sus brazos llenos de cicatrices. Miró sus pies
curtidos por el frío y la humedad de años. Y con sus ojos grises y
transparentes miró su vida como un despojo que ya nadie apreciaba. Y, sin
embargo -pensó- había que seguir. Se puso en pie y se fue navegando, ahora ya,
sobre la tierra firme.
Un grupo
bullicioso de chiquillos lo rodeó. Su alegría desbordante les entrelazaba en un
juego infinito.
"Marinero
¿nos cuentas una historia?" -preguntaron entre gritos y risas.
"Sí
¿cómo no?" -les dijo él.
Uno, más
pequeño y confiado, se cogió de su mano dispuesto a escuchar. Entonces se dio cuenta de que la
vida, al final, sin que él lo supiera, lo había convertido en sabedor de historias;
en maestro de sueños.
J. Yáñez.
Gracias por escribir historias tan bellas.
ResponderEliminarSencillo y transparente
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