lunes, 15 de enero de 2018

(59) (17.01.2018) La última singladura.

(Fotos: Pedro Tejedor) 




 La última singladura

Siempre miraba al frente, seguro y firme.
Los  vientos de todas las latitudes le habían azotado el rostro sin piedad, y  el salitre de todos los océanos le había abrasado la piel hasta tornársela cual bronce.

Con frecuencia el capitán se colocaba a su lado y le ponía la mano sobre el hombro, mientras su pipa humeaba. Le gustaba mirar, junto a él, al horizonte, a veces claro a veces tenebroso,  y sentir la seguridad que su timonel  le ofrecía invariable- mente.
El marinero acumulaba miles de singladuras en su cuerpo y sus recuerdos.

Atracaron en un puerto del mar Tirreno. Bajaron a tierra firme igual que tantas veces.
La taberna era oscura como cueva en la noche. Bebió vino grueso, ácido y negro, y dejó que su mente se fuera sumiendo en un sueño remoto y apacible. Su cabeza se reposó sobre el gastado tablero y sus dos brazos formaron un círculo protector en torno a ella. Soñó toda su vida.

Un ruido impropio lo despertó de repente. Entraba una  luz fría y polvorienta. Había amanecido.

Se levanto veloz y salió precipitado, tal vez a trompicones. Dejó unas monedas asustadas, que rodaron sobre el tablero mugriento y húmedo de vino.

El día era luminoso y el tibio sol hiriente y de cristal. Achicó sus ojos y los protegió con la visera de su mano para escudriñar más lejos. No podía creerlo. Su barco se alejaba.
Forzó su mirada gris y turbia, y divisó sobre el puente una silueta nueva  aferrada al timón; su timón. Junto a ella, la figura firme de su capitán apoyaba su brazo en el hombro del otro. Creyó incluso distinguir el humo voluptuoso de su pipa.

Incrédulo, se dio la vuelta y, renqueando, logró llegar al poyo de piedra  de la entrada de la cantina. Desarbolado, dejó caer su cuerpo. Miró sus brazos llenos de cicatrices. Miró sus pies curtidos por el frío y la humedad de años. Y con sus ojos grises y transparentes miró su vida como un despojo que ya nadie apreciaba. Y, sin embargo -pensó- había que seguir. Se puso en pie y se fue navegando, ahora ya, sobre la tierra firme.

Un grupo bullicioso de chiquillos lo rodeó. Su alegría desbordante les entrelazaba en un juego infinito.

"Marinero ¿nos cuentas una historia?" -preguntaron entre gritos y risas.

"Sí ¿cómo no?" -les dijo él.
Uno, más pequeño y confiado, se cogió de su mano dispuesto   a escuchar. Entonces se dio cuenta de que la vida, al final, sin que él lo supiera, lo había convertido en sabedor de historias; en maestro de sueños.                                               J. Yáñez.








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