(Nací en Cistierna, viví y trabajé en Villablino).
Casi habían pasado cincuenta años. Dejó su
coche en un lugar discreto, evitando así invadir el espacio. Aunque espacio era
lo que sobraba desde el cierre de la cuenca minera. Nada era como lo recordada,
pero sí podía intuirse el soterrado esqueleto de aquel pueblo como una osamenta
veraz, recia y persistente, cubierta por un polvo tenaz y una neblina tenue. Las
cinco de la tarde sonaron a caldero oxidado. Alzó la vista. La torre se erguía
impertérrita; sobria y desdeñosa como dama arrogante que no hiciera concesiones
a nadie. Santuario vacío atufando a sacristía vieja. Costaba creer en el
bullicio de antaño. Ahora todo era ausencia de rumores, de pálpitos y perros. Tras
un rato en sí mismo, y casi con pereza, halló un alojamiento. Cena frugal,
sábanas húmedas, y un adentrarse en las hilas del sueño impreciso y a tientas.
Cuando amaneció bajó hasta la estación. Un
espectro desnudo y atemporal se irguió ante sus ojos. La mañana era tibia, pero
un escalofrío inquietante lo cubrió como un ropón raído. Estructuras curvadas,
una pátina de herrumbre; ferrallas imprecisas,
raíles cosidos al suelo por las hierbas, vagonetas embarrancadas ante un mar de
mutismo, añoranzas y muerte. La cuenca minera era desolación, negrura y abandono.
Vestigios sordos de una guerra perdida en mil trincheras cruentas y
terribles. Un poco más allá, el limpio Sil discurría ajeno a todo, ceñido por
un corset de laderas luminosas y verdes.
La luz era cristal y plata por donde se posaba.
Recordó a su padre fatigado subiendo hasta la
bocamina. Se recordó a sí mismo, con el pelo al cero, el jersey azul
tejido por su madre, y los pantalones cortos con tirantes. Recordó el
olor del tazón humeante de café y migado de pan. Y recordó al canario.
Su padre lo llamaba Luisito. Cada mañana él se
encargaba de cambiarlo de jaula; apenas
medio palmo por lado. En cuanto le enfrentaba las puertas, el animalito pasaba de
una a otra con viveza de acróbata. Luego con el farol, el morral y la jaula,
subía a la zaga de su padre hasta la entrada del pozo Santa Ana. Allí se lo entregaba y esperaba hasta que el montacargas
los sumergía a ambos en la noche del pozo. Después bajaba a todo meter para no
llegar tarde a la escuela.
Por la tarde, al terminar, subía de nuevo y
esperaba a que la desabrida sirena bramara la conclusión del turno. Aguardaba
ansioso a ver emerger a su padre y a Luisito del negror de la tierra. Se le
desbocaba el corazón en cuanto veía moverse y chirriar la polea que anticipaba el
inminente ascenso. El pájaro saltaba gozoso en el minúsculo habitáculo en
cuanto avistaba la luz dorada de la tarde o el candil de la noche en invierno. Debía
celebrar que seguía con vida.
Cuando la silicosis desvencijó a su padre, y
la tos lo confinó, y la fiebre lo ató a la cama, él siguió subiendo cada día a
Luisito hasta el Santa Ana. Se lo entregaba a cualquiera de los de la
cuadrilla. Todos lo querían como a un salvador.
“Anda, llévales a Luisito para que les avise
si se sueltan los gases” –le decía su padre.
Así lo estuvo haciendo durante más de un año,
hasta que su padre acometió su propio vuelo. Y lo dejó de hacer, no porque le pesara
semejante tarea, sino porque, tras él, Luisito, tal vez convencido de que ya
había cumplido su misión, un día también se durmió para siempre. Pero lo hizo
por la noche, apaciblemente y en su jaula grande, junto al comedero con
cañamones, alpiste y agua fresca. Como quien reposa orgulloso tras la misión
cumplida. Ahora era la comarca entera quien había concluido su último trayecto. j.
yáñez
Morir en la cama (o en la jaula) es, quizás, el anhelado destino de quienes, por llevar una vida de riesgo, pueden temer un final peor.
ResponderEliminarMorir en la cama (o en la jaula) es también una forma de recordarse, más que de ser recordado.
El recuerdo no es, así, una forma de supervivencia, sino más bien la muerte misma. Lo es tanto como la premonición, cuando ambas no llegan tras un suceso imprevisto, sino que son como crónicas de lo largamente anunciado.
Gracias, Jose. Tus comentarios siempre enriquecen. Un abrazo.
ResponderEliminarUn abrazo, querido Javier.
EliminarSiempre es un placer abandonar la vorágine, aunque sea solo durante media hora, para leerte, dejar lo urgente y recalar en lo importante.
Me gusta.
ResponderEliminarY curioso este relato, muy breve y a la vez te mete estupendamente en ese mundo, en esa desolación de las personas y de los lugares; de lo que fueron y de lo que son
Gracias por aportar opiniones que completan y enriquecen siempre.
EliminarYa te he comentado mis sensaciones al leer tu relato y reitero lo dicho.
ResponderEliminarEsa forma de expresar momentos y sentimientos, con esas palabras tan nuestras, me llegan al corazón.
Gracias por todo lo que haces.
Gracias a ti por tu fidelidad y amable putualización.
EliminarGracias Javier
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