Viví mi infancia en Coria (Cáceres)
La tarde era como el flamear de una plancha
de cobre incandescente. Un bochorno aplanador encofrado entre las estrechas
calles empedradas y de fachadas blancas. Era el sopor amordazado de una perenne
y sacrosanta siesta.
Salían en estampida de la escuela. Carrera
desenfrenada y a trompicones por las calles. Entrada en casa con portazo anunciante,
liberación supersónica de bártulos y reclamo urgente de merienda. Olvidada ya
la escuela de la señora Margarita. De
sobre nombre “macho”. No porque la simpar docente exhibiera sugerencias
andróginas ¡qué va! Sino porque su descomunal apariencia era siempre la de un
oso pardo caminando a dos patas y vestido de luto. Por otra parte, poseía un
corazón enorme, una sosegada paciencia, una bondad infinita y un eructo eterno a
gazpacho con ajo. Vara de fresno de al menos cuatro metros, la permitía, sin
levantarse de su estrado, alcanzar a toda la geografía de la sucinta aula y,
por tanto, a todas las cabezas rapadas siempre al cero. Los piojos cohabitaban.
Doña Margarita “macho” no es que fuera maestra, pero sí hija de maestro
difunto, de quien, sin duda, se daba por sentado, que debía por fuerza haber
heredado las sapiencias suficientes e idóneas para desasnar criaturas.
Una rebanada de pan cubierta de dorado aceite
o densa nata, y nevada de azúcar, o un zoquete de pan y una onza (así se le
decía) de chocolate a la taza de “Gaspar Pérez”. Áspero como tierra endulzada pero
con la prometedora esperanza de encontrar en su entraña, envuelta en papel de
plata, una moneda de cinco pesetas; un duro de a veinte reales; una fortuna
enorme. Cuando eso se daba (porque sucedía a veces), se paraba la tarde de
emoción.
Y luego, sin pérdida de tiempo, a jugar al
toro. El manillar herrumbroso de una bici vieja, cogido del revés, era la
cornamenta. Y la chiquillería al
completo a gritar y a correr y a subirse a las rejas, pues el impostado morlaco
daba resoplidos feroces y envites rudos a diestra y siniestra con afanes
malévolos. Aquel toro fingido iba y venía, pasaba bajo los pies encaramados
envistiendo con furor de arrebato. El desafío erar bajarse de la reja, citarlo
desde lejos y, cuando se aproximaba, volver a encaramarse de un salto con
pericia de atleta y burlarlo. El alboroto entonces se desbordaba.
Luego a la pídola, al pañuelo. Y así hasta
dejar agotada a la tarde. Y ya, entre dos luces, trazar una pícara aventura de
escondite. “¿diecinueve y veinte… Ronda ronda, el que no se haya escondido que
se esconda!”
La llamada a la cena, iba despejando la calle
con un repetido: “¡Jo, ya me llama mi madre!”
Tras la colación se volvía a salir, pero ya a contar chistes , enjaretar
ocurrencias o sucesos de miedo, sentados en un círculo en el suelo. El calor en
las lanchas de pizarra seguía casi intacto.
Al requerirlos a dormir, el gesto de
desencanto iba de uno a otro, según les tocara la bola.
A él le dejaban arrimar la colchoneta al
borde del balcón. Con semejante bochorno conciliar el sueño resultaba
imposible. Era el momento de serenarse, perderse en las estrellas y viajar. La escasa
iluminación en la calle, le permitía ascender imaginariamente y diluirse en la
bóveda inmensa. Soñar así era el regalo final de un día vivido en plenitud y dicha.
Y recuerda: El taller de José el zapatero era
un bazar precioso de las mil y una noches. El portal de los de Rodrigo un
oasis de frescor casi indescriptible. La escalera de la señora Sandalia un
ascensor de cristal a lo eterno. El patio de la señora Antonia “la manica” un
jardín del Edén. La casa de Aurelia y Mari un remanso de dicha. Estaba el señor
Guillermo, el verato, el señor Domingo y
la señora Teresa con su mula cual mitológica acémila. Y más allá, tras la curva de la calle, la casa tenebrosa
del Coyote. Esa era la calle que llamaban del Cuerno, aunque en realidad y en finura
figuraba como calle de Gabriel y Galán. Menuda diferencia de nomenclatura.
Todo éste era el retablo magnífico y dorado de su
infancia; el equipaje verdadero de su vida. Y a él retornaba como a un refugio
seguro e infalible. Porque esa luz es siempre su faro, la auténtica verdad de su existencia.
j.yáñez
j.yáñez
Muchas gracias Javier por la magnifica y sentida descripción de estos recuerdos que hemos vivido los nacidos en los años 50.Saludos enclaustrados
ResponderEliminarSaludos también para ti al compartir recuerdos que a todos nos hacen poner en presente aquellos días felices de la infancia.
EliminarQue tiempos tan bonitos, muchas gracias Javier
ResponderEliminarQue tiempos tan bonitos, sin prisas....
ResponderEliminarGracias Javier
Que precisión en el detalle y recreo en aquella etapa de nuestras infancias.
ResponderEliminarDejas un sabor a nostalgia, a tiempos pasados que solo quedan en nuestros olores, sabores, colores.
Me acuerdo cuando Luis me contó de un tiempo en que estuvo con vosotros en Coria...
Un abrazo
Gracias siempre y un abrazo.
EliminarComo sabes, yo nací y pasé mis primeros años en esa calle del Cuerno cuyo escenario y personajes tan sugestivamente describes. Me haces rememorar tantas vivencias que constituyen, también para mí, la esencia de mis orígenes... Gracias.
ResponderEliminarGracias siempre a todos vosotros. Un abrazo muy fuerte.
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