sábado, 31 de marzo de 2018

(64 31.03.2018) El tiempo que nos vive.



                                                                                                                    (fotografía Pedro Tejedor).


EL TIEMPO QUE NOS VIVE.

El mundo de la fotografía ha cambiado de manera notable. Antes, una  foto se concebía  con un golpe de obturador, quedaba impresa en un negativo, entraba a la vida entre líquidos reveladores, y mostraba su ser sobre un papel fotográfico. Tras ello, vivía con la celeridad o lentitud que le otorgaba el tiempo. Con él iba envejeciendo hasta quedar desdibujada, arrugada o rota. Luego, cuando ya no interesaba a nadie, silenciosamente se desintegraba. Emulando a los seres vivos, podríamos decir que nacía, vivía, se desgastaba y moría. Nada que ver con lo de ahora.

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Sonó el despertador del móvil, se levantó adormecida y se dio una ducha rápida; se acicaló lo imprescindible, desayunó y se fue rauda a tomar su bus. Las calles estaban aún soñolientas.
En el geriátrico, una luminosidad envuelta en gasas difuminaba los pasillos. Ella saludó a la recepcionista, se puso su uniforme, dejó sus cosas en su taquilla y salió a su zona dispuesta a trasmitir cariño.

Inés era adorable. Una anciana frágil, con una belleza intemporal que no obedecía a cánones ni métricas. Su cuerpo, oxidado ya su movimiento, se había entregado a la dulce docilidad propia de las muñecas de trapo. Cada mañana, cuando Julia llegaba, Inés la estaba esperando perdida en su universo de silencio y sosiego. Solo sus ojos y su boca sabían encender un punto incipiente de luz y de dulzura para ella. Solo Julia sabía leer ese mensaje. Todo lo demás era rotundo e imperturbable silencio a su alrededor.

Julia lo había decidido. Y en lugar de contribuir a aquel mutismo inalterable más propio de sepulcro, ella le hablaba sin parar. Entraba a la habitación cual si entrara a una fiesta. Encendía la luz. Le daba los buenos días como si Inés la entendiera y fuera a responderla. Cuando se disponía a levantarla la abrazaba tierna y pausadamente. Luego la desvestía cuidando su presumible pudor. La llevaba a la ducha. Templaba el agua y la duchaba acariciándola con la esponja. Y todo esto hablándole como una auténtica cotorra. Le contaba de todo: de la vida y del tiempo, de sus sentimientos, del zote de su esposo, del desagradecido de su hijo, de los melindres de su niña. Pero también le hacía preguntas, que –claro está- ella no contestaba. Le refería acontecimientos políticos, chismes del corazón, sucesos locales, detalles de tendencias y modas, y hasta los últimos experimentos que ella se había atrevido a acometer en su propia cocina. Todo, todo con una locuacidad enloquecida. Hasta tal punto era así, que sus compañeras se reían de ella y la tildaban de loca. “Julia, estás majara; como si la abuela te estuviera entendiendo y fuera a responderte”. También le cantaba cuplés, coplas y tangos.

No, Inés, no iba a responderle, claro que no; bien lo sabía ella. Pero Julia la miraba con el embeleso de quien mira con respeto infinito a una entrañable fotografía antigua. Nada sabía de su vida anterior, nada de su carácter ni de su profesión. Nada sabía de ella y nada le importaba saber. Julia contemplaba a aquella figura que el tiempo inexorable y el paso de la vida había ido desdibujando a su capricho y sin razón aparente. Como un retrato impreso en papel aquella mujer, aquel ser humano se iba desvaneciendo y, a ella, aquella realidad y aquel, a la vez, rudo misterio la impresionaba y la conmovía. Tanto que aquella había llegado a ser la razón de su vida.

Así, cuando terminaba su turno, Julia le tiraba un beso, se iba a su taquilla, dejaba su uniforme, se vestía de calle, se despedía de la recepcionista. Y ya en la calle, se ponía sus auriculares, y se iba escuchando su música a la vez que ella misma cantaba. Y no le importaba en absoluto que la gente por la calle se quedara mirándola, riendo o murmurando. 
J.Y.

6 comentarios:

  1. Muy conmovedor Javier, yo conozco alguna que otra Julia que dan besos que alimentan y aportan una alegría difícil de imitar de tan sincera.

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    1. Gracias, Carmen. Yo tengo la inmensa dicha de que este relato no es más que el poner en palabra escrita lo que me cuenta y transmite de primera mano alguien que tengo muy cerca y que nos engrandece a todos los que estamos en su entorno. Cuando eso se nos da, uno no puede sino sentirse inmensamente afortunado.

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  2. voy leyendo estos relatos que vas publicando, este, además de lo que cuenta, lo veo como una metáfora de la vida, o mejor dicho, como una de las formas que hay de ir por la vida: con cascos, pero con los cinco sentidos y como si todo el mundo nos entendiera.

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  3. También conozco a alguna persona así, ahora que tengo a mi madre en la residencia las veo tratar a los mayores con esa afabilidad y dulzura que solo tienen aquellos que lo llevan en el corazón.
    Muy bien contando JAVIER.

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    1. Es una suerte tener gente así. Un abrazo y mis gracias por tu atención.

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