Gompa de Ladakh.
El hombre del
Nirvana
Cada mañana su madre miraba con ternura hacia
el punto más alto de Ladakh. Allí, en el Gompa, vivía su hijo, y su corazón lo añoraba
permanentemente. Sin duda, aquella cresta gélida, a tres mil quinientos metros
de altura, debía ser el lugar más alto de la Tierra; el lugar más próximo al
cielo y a la Divinidad. La blancura vertical de los muros del monasterio sobre
la alfombra pura de la nieve así lo atestiguaba.
El muchacho se había obstinado en ser monje
budista. Por ello lo entregaron al monasterio apenas hubo cumplido los diez
años. Una sola túnica color teja y azafrán.
A pesar de los otros novicios, Lozan, pasaba
el día junto al compañero de igual edad que le habían asignado. Los veinte
grados bajo cero de día y los treinta de las noches, les aunaba en cuerpo,
actos y en espíritu. Hasta el aliento mutuo había que aprovecharlo. Todo, pues,
era mejor hacerlo juntos. Ocho meses de invierno.
Levantarse al alba, deshelar el agua para el
aseo, adecentar su habitáculo, calentar el té con manteca para el desayuno utilizando
estiércol seco, acarrear el agua, honrar a Buda, estudiar las escrituras sin
descanso y la práctica perenne de la meditación, eran sus tareas diarias.
Aun pudiendo visitar a los suyos
cuando lo deseara, su enorme celo y su imperioso anhelo de perfección, le hicieron
prescindir de todo cuanto debilitara su fortaleza y distrajera su espíritu. La
vida rigurosa y austera, y su tenacidad en la virtud, ocuparon toda su
existencia. Con el paso inexorable del tiempo, su conocimiento de la filosofía
budista y el desprendimiento de lo material, lo situaron en un plano de
perfección al que todos los demás miraban. Así, en su juventud, Lozan, era ya
un maestro, guía y luz para todo su entorno. Sus enseñanzas penetraban en las
mentes y apresaban los corazones. Era justo, prudente, y desechaba la envidia,
la codicia y los deseos efímeros. Por ello, muchos fieles deseaban conocerlo y
recibir la bendición de sus ojos. Su bondad y su compasión eran un referente de
ahínco y santidad. Su espíritu era firme como las montañas que siempre había sublimado
en su soledad.
Un día llegó al monasterio un peregrino
procedente del estado hindú de Himachal Pradesh, situado entre El Himalaya y el
altiplano del Tíbet. Se había formado en Likir y, tras pasar muchas horas ante
la estatua dorada de Shiva, había huido en busca de otra verdad. Venía atraído
por la fama del hombre santo del Gompa de Ladakh. .
Cuando se le permitió, se situó humildemente frente
a Lozan. Ante él permaneció muchos días casi en éxtasis. Recibió todas sus
enseñanzas. Gustó de todos sus aromas santos. Pero su mirada palidecía, su
ánimo se vaciaba y su espíritu iba penetrando en un pozo de desencanto
infinito. Pasado un tiempo, en el que hasta el color de su piel se tornó más
grisáceo y más céreo, el hombre santo le interpeló.
Él respondió sereno pero firme: “Nada me
aporta vuestra santidad. Vuestra perfección es excelsa pero fría y egocéntrica.
Habéis llegado al Nirvana, pero lo habéis hecho solo. Vuestra práctica de la
meditación os ha conducido a la liberación de vuestros deseos y a la
iluminación. Pero decirme: ¿Dónde están los demás? ¿Dónde el dolor y el
sufrimiento de los otros? Sois un ejemplo bello pero no un compañero de nada ni
de nadie. No me interesa quien sólo se salva a sí mismo. Mañana partiré. Tal
vez no encuentre nunca lo que busco, pero esa búsqueda perenne será mejor que
vuestro hermoso hallazgo en solitario”.
J. Yáñez.
(En las publicaciones 39 a 45 de este blog se describen algunos aspectos de los monasterios tibetanos)
(En las publicaciones 39 a 45 de este blog se describen algunos aspectos de los monasterios tibetanos)
Sin palabras... cómo la perfección aísla de la consciencia y la capacidad de amar.
ResponderEliminarHay diferentes formas de encarar la vida. Cada cual es libre de buscar la suya.
EliminarSin palabras. En la cima del ego y la perfección no ha lugar al amor.
ResponderEliminarAmar es olvidarse de uno mismo o no es nada.
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