(72) Una lágrima antigua.
Inés miró a través de los cristales. Era un día invernal con luz de plata vieja, lluvioso aunque no frío. Su mirada perennemente acuosa desde cuando la guerra, se unió a las largas lágrimas que bajaban por el vidrio como niños traviesos que se resbalaran por un tobogán. El viento rompía sobre él con desigual pero obstinado afán, mitad lucha fingida, mitad juego violento. Se estaba bien allí frente a la ventana, sentada junto al radiador con la manta de punto sobre las rodillas. Sensación de abrigo y seguridad ante la terca intemperie.
Hasta allí la aproximaba en su silla de ruedas la auxiliar que cada día venía a levantarla, asearla, ponerle su colonia de Álvarez Gómez y servirle el desayuno. Era una chica muy joven. Seguro que era alguien a quien querían en su casa. Siempre traía buen humor y siempre le decía algún piropo, que ella no se creía, pero que la reconfortaba y la hacía recordar pasadas lozanías.
La habían llevado a la Residencia cuando ya vio su hijo que no se manejaba para vivir sola. A Inés el pueblo le gustaba mucho, pero… Al Jenaro lo habían dado tierra, iba ya para seis años. Y, tras eso, a ella ya no le quedaba faena alguna que hacer. “Ya ve usted, total, para una sola y las pitas…” La vida era así, te iba quitando todo poco a poco: fuerzas, vista, familia, memoria, ilusiones y hasta a las gallinas. Y, así, te iba arrinconando, hasta que un día te dejaba sin oficio y sin sueños. Entonces solo te restaban los recuerdos que se iban difuminando como humo de niebla…
Cuando la llevaron, su nuera, que era muy cariñosa, le trajo un geranio de un rojo como de brasa encendida. Así es que vinieron, ella, la maleta y el geranio.
En el buen tiempo pedía que se lo sacaran al alféizar. Pero un día avanzado el otoño, se le olvidó meterlo, vino el relente y se lo amustió. Inés le habló para animarlo, lo regó un poquito, trató de convencerlo de que resucitara, pero no hubo manera. Vamos, que se le fue con dios como el pobre Jenaro. Así es que ahora estaba sola. Únicamente tenía lo que el día quisiera acarrearle: sol, nublado, lluvia, viento, silencio o sereno aburrimiento. Es decir; lo que al día se le antojara administrarle. Por eso, sin que la vieran, desmigajaba una galleta de las del desayuno, y cuando podía la echaba al alféizar por ver de llamar el hambre de algún animalito. En este mundo siempre había algún necesitado; bien lo sabía ella.
Y así fue. Era un pajaruco feúcho, más bien chiquito, tal vez sin nido ni acomodo, pero muy vivaracho. Cuando lo vio por primera vez se le escapó un hilo de esperanza, una sonrisa tenue e insegura. Pero, cuando volvió puntual al día siguiente le dio un pellizco el corazón, casi como, cuando de joven, veía en el baile a un mozo frondoso y bien plantado que la hiciera tilín; qué cosas… Y, tras esto, ya supo que tenía un…, bueno, un lo que fuera. Y dio en pensar dónde viviría el animalito, si tendría familia; vamos: pareja, hermanos, padres, abuelos, compañeros, y la entró la congoja. Esa angustia que viene siempre fuertemente amarrada al cariño. Desde entonces se convirtió en su cuidado y su preocupación, pero también en su alegría y su razón de vivir, por exagerado que esto pudiera parecer. “Uno vive a veces por cosas tan insignificantes" -pensó-, y se miró a las manos vacias y arrugadas.
No dijo nada a nadie, ni siquiera a Rosana que era la chica que la atendía. Decidió que aquel sería su secreto, vamos: como su amor prohibido y misterioso. Menuda ocurrencia. Entonces se dio cuenta de lo importante que era tener “un secreto”. Nadie debería dejar de tener los suyos. Tener secretos era ser propietario. Pero si se contaban, uno se queda sin nada y además se convertía en rehén de otros.
Las gentes en sus vidas siempre tienen secretos, son su patrimonio, su intimidad inviolable. Pero cuando uno envejece y se hace dependiente, lo peor de todo -pensó- es que uno se queda sin intimidad; sin secretos. A ella le costó mucho que comenzaran a ducharla. No es que no agradeciera los cuidados ni que ella fuera sucia o mojigata, pero eso de que la tuvieran que ver desnuda; eso la rompía cada día el alma. “Y mire usted qué memez, si bien sé yo que todos tenemos los mismos colgajos y fofas entretelas. Pero cuando a una se lo tienen que ver todo los de fuera, pues qué quiere que le diga, que una pierde lo que es suyo y se queda desvalijada y como a la intemperie para siempre”.
Todo iba muy bien. Nicolasín venía a diario
aunque lloviera, saltaba vivaracho, picoteaba las migas satisfecho, daba
algunos respingos, algún vuelo corto juguetón, y luego se marchaba y, si te he
visto, no me acuerdo. Y hasta el día siguiente. Pero a ella con eso le bastaba. A Inés le gustaba perfumarse y acicalarse, aunque él no pudiera percibir su olor a flores frescas.
Así discurría su vida hasta que un día, la bajaron a la sesión de fisioterapia, y Maruja, aprovechó para hacer una limpieza más general del cuarto.
-Inés. Te he dejado la habitación como los chorros del oro. Hasta te he echado zotal y lejía en la repisa exterior de la ventana, que nos la tenían perdida de cagadas los condenados pájaros. Esos ya no vuelven a ensuciarnos; que se vayan al diablo.
Inés abrió los ojos con una hila de espanto que aún le restaba rezagada de cuando la guerra. Luego, casi inaudible, dio las gracias por el servicio. Y cuando se cerró la puerta y se quedó sola, una lágrima gruesa le resbaló por la cara y le bajó hasta hundírsele en el calor de su cuello. Entonces un traqueteo seco le retumbó en las sienes y recordó los fogonazos de los fusilamientos. Y en un lugar remoto de sus ojos apareció el sucio y desconchado paredón de las ejecuciones a las afueras de su querido pueblo. Ese tapión que ella luego nunca pudo volver a mirar, y ante el que, al pasar, siempre había bajado la mirada. Matar era matar, en cualquiera de sus formas –pensó. ¡Maldita cosa!
j.yáñez
Las nieblas del tiempo lo borran "casi" todo. Sublime, Javier.
ResponderEliminarJuanángel, lo verdaderamente sublime es esa línea sinuosa a la que llamamos "escritura" que logra conectar a quien la traza con quien la reinterpreta y hace suya. Un ejercicio en equipo. Por ello, emisor y receptor son imprescindibles e, inseparablemente, necesarios. Gracias, pues.
ResponderEliminarPrecioso el texto; mientras lo leía me vino a la mente un montón de recuerdos, de gentes que vivieron esa nostalgia que deja la vida, esos recuerdos adaptados aunque, aún, vívidos, esos pequeños estímulos que animan el día a día. Magnifico relato. Gracias. Salud
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