miércoles, 20 de enero de 2021

(71) De la vida a la existencia.

 

El amanecer era espléndido, aunque un vientecillo de seda cosquilleaba las hojas tiernas de los árboles moviéndolas cual livianas monedas de un pañuelo de danza. A lo lejos, la cinta plateada del río Pleitos zigzagueaba como una sierpe de abalorios de cristal verdoso. Todas las delegaciones habían vivaqueado al raso en el bosquecillo de laureles, junto a la peña Hiampea. En esas frondas se sabía que holgaban, coquetas e incitantes, las musas protectoras de la poesía y el canto. También espiaban por allí las ninfas y las náyades de las fuentes. Entre el templo de Atenea Pronaia y el manantial de Castalia, los atletas casi dispuestos para la formación exhalaban un halo de impaciencia, congoja y emoción al mismo tiempo. Todos miraban, furtivos e implorantes, hacia las crestas del sagrado Parnaso, que se erigía sobre ellos, soberbio, pero velado entre nubes de lana blanca cardada.

Tras purificarse en las aguas vivificantes de la sagrada fuente, las delegaciones, en perfecta formación ya, iniciaron su aproximación al Sagrado Santuario de Apolo. La tierra palpitaba con sus pasos acompasados como un tambor contundente y gozoso. La fronda exhalaba el frescor de las mil hierbas tiernas.

Entrar en el recinto santo por la puerta de Milcíades le cerró la garganta y le vidrió los ojos. La solemne procesión de las delegaciones, atletas, músicos y helanódicas ascendió con suntuosa lentitud, deteniéndose para honrar cada monumento. La Vía Sacra era un emporio de brillo y de grandeza: el exvoto espartano a Egospótamos, las esculturas de Polímedes de Argos, el tesoro de Sición, el de los Sifnos, el de Tebas; el tesoro de Atenas, el Bouleterión, la Esfinge, la roca de la Pitonisa, la columna de Naxos, la stoa de Atenas; el tesoro de Corinto, el Pritáneo; el Trípode de Platea, el carro de Oro de Rodas, la stoa de Atalo, el Santuario de Neoptolemo, el monumento de Tesalia. Y, por fin, el imponente santuario de Apolo. Imposible sujetar una lágrima.

 

Participar en los Juegos Píticos otorgaba una gloria difícil de cuantificar. Para él, como representante de Atenas, jamás podría caber mayor honor.

Al  pasar la larga comitiva junto al ónfalos, hito donde se consideraba que estaba el ombligo del mundo, cerró los ojos y aspiró el aroma de la gloria. Ahora el calor de la mañana era ya sofocante. El ardiente Helios presidía en lo más alto del cielo. Poco tiempo después su pie descalzo pisaba la faja de mármol que señalaba la línea de salida en el estadio. El gentío rugía de entusiasmo. Notó que un calor asfixiante o un fuego extraño le ahogaba las entrañas. Participar en los Juegos Píticos en el lugar donde Neoptolemo, hijo de Aquiles, había sido asesinado por Orestes, era algo que para un griego lo colmaba de dicha. Sin duda, la corona de laurel lo aguardaba.


La carrera se resolvió en un instante. Exánime y reseco, sin aliento posible, sintió el ahogo feroz de la derrota. El bramido de la muchedumbre le golpeaba el cráneo hasta el aturdimiento.  Desorientado, huyó del lugar e, incierto, corrió ladera abajo. Atrás quedaba para siempre el esplendor de la gloria y sus áureos clamores.

 

Inconsciente se cobijó en la columnata del templo que miraba, ajena e impertérrita, al abismo del valle. Hundido y humillado, buscó a lo lejos, con la vista nublada, el golfo de Corinto. La extenuación debió derribarle y le sumió en el desfallecimiento del desencanto y el sueño. Ya de noche, despertó. No había nadie. El recinto del Santuario estaba profundamente mudo y vacío. Se izó inseguro. Sintió una punzada en la espalda. Paso, instintivamente, su dedo. Y, a la luz de una luna fría de gasa plateada, sintió una serosidad. Llevó su dedo a los labios y gustó el sabor ferruginoso de la sangre. Una pequeña concha de molusco, incrustada en el tambor de la columna en la que había estado apoyado, le había herido levemente la espalda.         

 

Pasó la vida. Una vida vulgar y sin laureles. La vida serena de un buen alfarero en el barrio de Keramikós. Un día, al final de su tiempo, volvió al Santuario de Apolo y buscó el lugar donde había reposado el día de su derrota. Allí estaba. Lo recordó con extraña precisión. Y allí estaba la pequeña concha que le hirió en la espalda; él aún tenía su diminuta marca. Se sentó apaciblemente en el mismo lugar. Volvió a mirar hacia Corinto. Entonces una voz suave le dijo: 

“Aquí estás de nuevo. Nada ha cambiado. Tu vida como humano ha sido la que debía ser; tan solo eso. Nunca se es, ni más ni menos, que lo que nos depara el inmenso misterio. Al fin y al cabo, todos somos, irremediablemente, mortales e infinitos. Vamos deambulando por donde se nos dicta, sin nuestro concurso; adoptando y aceptando diferentes modos de existencia. Yo, ayer, molusco ágil en un mar remoto y proceloso. Hoy, fósil atrapado en el tambor de este sagrado fuste. Mañana, grano de tierra tras un derrumbe futuro pero irrefutable. No te aflijas, la vida acabará, la existencia jamás. La clave está en ser dócil ante ese misterio. Nadie es más que nada. Aquel día creíste perderlo todo. Hoy puedes aprenderlo todo”. 

Miró a la concha. El sol arrancaba de aquel molusco muerto hace miles y miles de años un brillo de nácar redivivo. Acercó el dedo a sus labios y, luego, con la humedad de un beso, la toco con él. Entonces comprendio que el universo entero estaba "vivo" porque palpitaba a través de la existencia eterna. Así era el misterio.

j.yáñez


3 comentarios:

  1. Javier un placer leerte de nuevo; como siempre, tu prosa hermosa subyugante y sorprendente. Bienvenido de nuevo. Salud

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