viernes, 29 de enero de 2021

 (72)  Una lágrima antigua.

 

 

 

 

   Inés miró a través de los cristales. Era un día invernal con luz de plata vieja, lluvioso aunque no frío. Su mirada perennemente acuosa desde cuando la guerra, se unió a las largas lágrimas que bajaban por el vidrio como niños traviesos que se resbalaran por un tobogán. El viento rompía sobre él con desigual pero obstinado afán, mitad lucha fingida, mitad juego violento. Se estaba bien allí frente a la ventana, sentada junto al radiador con la manta de punto sobre las rodillas. Sensación de abrigo y seguridad ante la  terca intemperie.

Hasta allí la aproximaba en su silla de ruedas la auxiliar que cada día venía a levantarla, asearla, ponerle su colonia de Álvarez Gómez y servirle el desayuno. Era una chica muy joven. Seguro que era alguien a quien querían en su casa. Siempre traía buen humor y siempre le decía algún piropo, que ella no se creía, pero que la reconfortaba y la hacía recordar  pasadas lozanías.

La habían llevado a la Residencia cuando ya vio su hijo que no se manejaba para vivir sola. A Inés el pueblo le gustaba mucho, pero… Al Jenaro lo habían dado tierra, iba ya para seis años. Y, tras eso, a ella ya no le quedaba faena alguna que hacer. “Ya ve usted, total, para una sola y las pitas…” La vida era así, te iba quitando todo poco a poco: fuerzas, vista, familia, memoria, ilusiones y hasta a las gallinas. Y, así, te iba arrinconando, hasta que un día te dejaba sin oficio y sin sueños. Entonces solo te restaban los recuerdos que se iban difuminando como humo de niebla…

Cuando la llevaron, su nuera, que era muy cariñosa, le trajo un geranio de un rojo como de brasa encendida. Así es que vinieron, ella, la maleta y el geranio.

En el buen tiempo pedía que se lo sacaran al alféizar. Pero un día avanzado el otoño, se le olvidó meterlo, vino el relente y se lo amustió. Inés le habló para animarlo, lo regó un poquito, trató de convencerlo de que resucitara, pero no hubo manera. Vamos, que se le fue con dios como el pobre Jenaro. Así es que ahora estaba sola. Únicamente tenía lo que el día quisiera acarrearle: sol, nublado, lluvia, viento, silencio o sereno aburrimiento. Es decir; lo que al día se le antojara administrarle. Por eso, sin que la vieran, desmigajaba una galleta de las del desayuno, y cuando podía la echaba al alféizar por ver de llamar el hambre de algún animalito. En este mundo siempre había algún necesitado; bien lo sabía ella.

Y así fue. Era un pajaruco feúcho, más bien chiquito, tal vez sin nido ni acomodo, pero muy vivaracho. Cuando lo vio por primera vez se le escapó un hilo de esperanza, una sonrisa tenue e insegura.  Pero, cuando volvió puntual al día siguiente le dio un pellizco el corazón, casi como, cuando de joven, veía en el baile a un mozo frondoso y bien plantado que la hiciera tilín; qué cosas… Y, tras esto, ya supo que tenía un…, bueno, un lo que fuera. Y dio en pensar dónde viviría el animalito, si tendría familia; vamos: pareja, hermanos, padres, abuelos, compañeros, y la entró la congoja. Esa angustia que viene siempre fuertemente amarrada al cariño. Desde entonces se convirtió en su cuidado y su preocupación, pero también en su alegría y su razón de vivir, por exagerado que esto pudiera parecer. “Uno vive a veces por cosas tan insignificantes" -pensó-, y se miró a las manos vacias y arrugadas.

No dijo nada a nadie, ni siquiera a Rosana que era la chica que la atendía. Decidió que aquel sería su secreto, vamos: como su amor prohibido y misterioso. Menuda ocurrencia. Entonces se dio cuenta de lo importante que era tener “un secreto”. Nadie debería dejar de tener los suyos. Tener secretos era ser propietario. Pero si se contaban, uno se queda sin nada y además se convertía en rehén de otros.

Las gentes en sus vidas siempre tienen secretos, son su patrimonio, su intimidad inviolable. Pero cuando uno envejece y se hace dependiente, lo peor de todo -pensó- es que uno se queda sin intimidad; sin secretos. A ella le costó mucho que comenzaran a ducharla. No es que no agradeciera los cuidados ni que ella fuera sucia o mojigata, pero eso de que la tuvieran que ver desnuda; eso la rompía cada día el alma. “Y mire usted qué memez, si bien sé yo que todos tenemos los mismos colgajos y fofas entretelas. Pero cuando a una se lo tienen que ver todo los de fuera, pues qué quiere que le diga, que una pierde lo que es suyo y se queda desvalijada y como a la intemperie para siempre”.

Todo iba muy bien. Nicolasín venía a diario aunque lloviera, saltaba vivaracho, picoteaba las migas satisfecho, daba algunos respingos, algún vuelo corto juguetón, y luego se marchaba y, si te he visto, no me acuerdo. Y hasta el día siguiente. Pero a ella con eso le bastaba. A Inés le gustaba perfumarse y acicalarse, aunque él no pudiera percibir su olor a flores frescas.

Así discurría su vida hasta que un día, la bajaron a la sesión de fisioterapia, y Maruja, aprovechó  para hacer una limpieza más general del cuarto.

-Inés. Te he dejado la habitación como los chorros del oro. Hasta te he  echado zotal y lejía en la repisa exterior de la ventana, que nos la tenían perdida de cagadas los condenados pájaros. Esos ya no vuelven a ensuciarnos; que se vayan al diablo.

Inés abrió los ojos con una hila de espanto que aún le restaba rezagada de cuando la guerra. Luego, casi inaudible, dio las gracias por el servicio. Y cuando se cerró la puerta y se quedó sola, una lágrima gruesa le resbaló por la cara y le bajó hasta hundírsele en el calor de su cuello. Entonces un traqueteo seco le retumbó en las sienes y recordó los fogonazos de los fusilamientos. Y en un lugar remoto de sus ojos apareció el sucio y desconchado paredón de las ejecuciones a las afueras de su querido pueblo. Ese tapión que ella luego nunca pudo volver a mirar, y ante el que, al pasar, siempre había bajado la mirada. Matar era matar, en cualquiera de sus formas –pensó. ¡Maldita cosa!

j.yáñez 



miércoles, 20 de enero de 2021

(71) De la vida a la existencia.

 

El amanecer era espléndido, aunque un vientecillo de seda cosquilleaba las hojas tiernas de los árboles moviéndolas cual livianas monedas de un pañuelo de danza. A lo lejos, la cinta plateada del río Pleitos zigzagueaba como una sierpe de abalorios de cristal verdoso. Todas las delegaciones habían vivaqueado al raso en el bosquecillo de laureles, junto a la peña Hiampea. En esas frondas se sabía que holgaban, coquetas e incitantes, las musas protectoras de la poesía y el canto. También espiaban por allí las ninfas y las náyades de las fuentes. Entre el templo de Atenea Pronaia y el manantial de Castalia, los atletas casi dispuestos para la formación exhalaban un halo de impaciencia, congoja y emoción al mismo tiempo. Todos miraban, furtivos e implorantes, hacia las crestas del sagrado Parnaso, que se erigía sobre ellos, soberbio, pero velado entre nubes de lana blanca cardada.

Tras purificarse en las aguas vivificantes de la sagrada fuente, las delegaciones, en perfecta formación ya, iniciaron su aproximación al Sagrado Santuario de Apolo. La tierra palpitaba con sus pasos acompasados como un tambor contundente y gozoso. La fronda exhalaba el frescor de las mil hierbas tiernas.

Entrar en el recinto santo por la puerta de Milcíades le cerró la garganta y le vidrió los ojos. La solemne procesión de las delegaciones, atletas, músicos y helanódicas ascendió con suntuosa lentitud, deteniéndose para honrar cada monumento. La Vía Sacra era un emporio de brillo y de grandeza: el exvoto espartano a Egospótamos, las esculturas de Polímedes de Argos, el tesoro de Sición, el de los Sifnos, el de Tebas; el tesoro de Atenas, el Bouleterión, la Esfinge, la roca de la Pitonisa, la columna de Naxos, la stoa de Atenas; el tesoro de Corinto, el Pritáneo; el Trípode de Platea, el carro de Oro de Rodas, la stoa de Atalo, el Santuario de Neoptolemo, el monumento de Tesalia. Y, por fin, el imponente santuario de Apolo. Imposible sujetar una lágrima.

 

Participar en los Juegos Píticos otorgaba una gloria difícil de cuantificar. Para él, como representante de Atenas, jamás podría caber mayor honor.

Al  pasar la larga comitiva junto al ónfalos, hito donde se consideraba que estaba el ombligo del mundo, cerró los ojos y aspiró el aroma de la gloria. Ahora el calor de la mañana era ya sofocante. El ardiente Helios presidía en lo más alto del cielo. Poco tiempo después su pie descalzo pisaba la faja de mármol que señalaba la línea de salida en el estadio. El gentío rugía de entusiasmo. Notó que un calor asfixiante o un fuego extraño le ahogaba las entrañas. Participar en los Juegos Píticos en el lugar donde Neoptolemo, hijo de Aquiles, había sido asesinado por Orestes, era algo que para un griego lo colmaba de dicha. Sin duda, la corona de laurel lo aguardaba.


La carrera se resolvió en un instante. Exánime y reseco, sin aliento posible, sintió el ahogo feroz de la derrota. El bramido de la muchedumbre le golpeaba el cráneo hasta el aturdimiento.  Desorientado, huyó del lugar e, incierto, corrió ladera abajo. Atrás quedaba para siempre el esplendor de la gloria y sus áureos clamores.

 

Inconsciente se cobijó en la columnata del templo que miraba, ajena e impertérrita, al abismo del valle. Hundido y humillado, buscó a lo lejos, con la vista nublada, el golfo de Corinto. La extenuación debió derribarle y le sumió en el desfallecimiento del desencanto y el sueño. Ya de noche, despertó. No había nadie. El recinto del Santuario estaba profundamente mudo y vacío. Se izó inseguro. Sintió una punzada en la espalda. Paso, instintivamente, su dedo. Y, a la luz de una luna fría de gasa plateada, sintió una serosidad. Llevó su dedo a los labios y gustó el sabor ferruginoso de la sangre. Una pequeña concha de molusco, incrustada en el tambor de la columna en la que había estado apoyado, le había herido levemente la espalda.         

 

Pasó la vida. Una vida vulgar y sin laureles. La vida serena de un buen alfarero en el barrio de Keramikós. Un día, al final de su tiempo, volvió al Santuario de Apolo y buscó el lugar donde había reposado el día de su derrota. Allí estaba. Lo recordó con extraña precisión. Y allí estaba la pequeña concha que le hirió en la espalda; él aún tenía su diminuta marca. Se sentó apaciblemente en el mismo lugar. Volvió a mirar hacia Corinto. Entonces una voz suave le dijo: 

“Aquí estás de nuevo. Nada ha cambiado. Tu vida como humano ha sido la que debía ser; tan solo eso. Nunca se es, ni más ni menos, que lo que nos depara el inmenso misterio. Al fin y al cabo, todos somos, irremediablemente, mortales e infinitos. Vamos deambulando por donde se nos dicta, sin nuestro concurso; adoptando y aceptando diferentes modos de existencia. Yo, ayer, molusco ágil en un mar remoto y proceloso. Hoy, fósil atrapado en el tambor de este sagrado fuste. Mañana, grano de tierra tras un derrumbe futuro pero irrefutable. No te aflijas, la vida acabará, la existencia jamás. La clave está en ser dócil ante ese misterio. Nadie es más que nada. Aquel día creíste perderlo todo. Hoy puedes aprenderlo todo”. 

Miró a la concha. El sol arrancaba de aquel molusco muerto hace miles y miles de años un brillo de nácar redivivo. Acercó el dedo a sus labios y, luego, con la humedad de un beso, la toco con él. Entonces comprendio que el universo entero estaba "vivo" porque palpitaba a través de la existencia eterna. Así era el misterio.

j.yáñez