La señora Consolación había cumplido ochenta
y cuatro años. Nació al poco de estallar la guerra. Todos en el pueblo la
llamaban Consola. Para las de su quinta era como el nombre de un sencillo pero
elegante mueble, no para cualquier casa. Aunque, ahora, a sus nietos les hacía
gracia el nombre porque así llamaban ellos a uno de esos
cacharros con los que se pasaban las horas, decían que jugando, frente a
la tele. “Mire usted qué demonio de juego será ese”.
Ella se había casado con Nicanor, a quien todos
le decían Canor. Se habían conocido siempre, y ya habían aprendido a leer y a
escribir juntos, con las miras de poder cartearse cuando él se fuera de quinto al
servicio. Así que, para ellos, todo debía estar predestinado desde siempre.
Se uncieron ante Dios un día apenas clareaba,
solos con los padrinos, y tras de pregonarse
como era de ley. Ella con vestido de batista negra con florecitas blancas y él con
un traje de pana también negro que conservaban ella con alcanfor en el arcón para
ser su mortaja. Así era allí la tradición.
Solo tuvieron un hijo. A la maldita guerra le
siguió una posguerra ruda y de miserias. Y aunque otros buscaron las ventajas
de la cartilla de familia numerosa, ellos siempre fueron austeros hasta para el
fornicio. Y cuando dieron la batida por la zona los del Seminario, apuntaron a Miguel para ir con los curas. En
el Diocesano hizo el muchacho el bachiller, aunque para eso ellos tuvieran que privarse
de su ayuda y trabajar como mulos. Luego ya se salió; no debía ser ese su sino. Y cuando fue a la mili a transmisiones
y se licenció, entró en la Telefónica. Menuda diferencia. El orgullo les
rebosaba a ambos; el muchacho tenía su espabilo y su valer.
Ya se casó por su cuenta; vamos, que ellos no
tuvieron que aportarle la dote. ¿A ver de dónde? Ella no era mala, pero… A los
nietos los adoraban, cuestiones de la sangre. Aunque lo que peor llevaba ella era
lo de los nombres: Vanesa y Asier. Eso no podía ser bueno. Ni santos había que
se los amparase. Diferente hubieran sido Carmen o Juana y Antonio o Pablo. A
ella le gustaba cuando se los dejaban por las fiestas de agosto. Aunque menuda
tarea, se mudaban dos veces al día y de arriba abajo ¡y venga lavadoras! “Mire
usted, yo no sé para qué tanto. No puede ser que estén sucios. Nosotros nos
mudábamos cuando llegaba el sábado. ¿Y hato nuevo? ¡Huy! una vez al año, para
el día del Cristo. Ahora menudo derroche de ropas, detergentes y agua. Menos
mal que mi Miguel me trajo la lavadora, si
no, no podría. Diferente cuando había
que ir a lavar a la fuente y romper el carámbano y tender en la hierba o la
troje. Tener a los nietos era muy cansado, pero muy triste cuando se los llevaban.
“Dios sabe si volveré a verlos”, pensaba ella para sus adentros sin decirlo.
Cuando ya se habían ido, ella se sentaba en
la camilla frente a la ventana y dejaba que se fuera borrando poco a poco la
estampa de la calle mientras mezclaba el rezo del rosario y los recuerdos.
Canor en eso no la acompañaba “Quita mujer, déjame a mí de monsergas y preces”.
Ella lo rezaba entre dientes y, a veces, se amodorraba, porque las letanías y el
brasero de cisco le templaban nostalgias. Cuando ya no se distinguía la calle,
bajaba la persiana y echaba las cortinas. Entonces se daba cuenta de qué solos
estaban Canor y ella. Se querían mucho porque ya no tenían nada más que
contarse; solo estar y ya está. ¡Qué jóvenes habían sido! Y cuantos pesares
juntos.
Luego ella le pedía: “Canor echa un poco leña
y atízame la lumbre” “Porque, mire usted, yo estoy enseñada a la lumbre de
suelo. Ahí hago yo mis pucheros, y frío el chorizo y los huevos. Lo de la “vidriocerámica”, que dicen, solo la
pongo cuando viene ella porque, si no, se lo dice a Miguel y me echan la bulla
y dicen que todo huele a chamusco. Pero, para nosotros dos, yo me apaño así. Me
recuerda a mi madre y las llamas me mecen y me embaen”. “Dice Canor que me quiere porque le hago muy ricas las sopitas
de ajo y los torreznos. Menuda ocurrencia. Digo yo que por algo más será. No
cree usted?”
Consola dice siempre que ella no es de televisión, que
muchas cosas no las entiende y que otras las tiene entendidas de más. La ponen,
pero para que haga ruido y así les acompañe. Y cuando dan las doce se van para
la cama. Canor ronca mucho antes que ella, pero ella también se duerme pronto. A
ver, si no tiene otra cosa que hacer.
j.
yáñez