miércoles, 18 de marzo de 2020

(70) La señora Consola





La señora Consolación había cumplido ochenta y cuatro años. Nació al poco de estallar la guerra. Todos en el pueblo la llamaban Consola. Para las de su quinta era como el nombre de un sencillo pero elegante mueble, no para cualquier casa. Aunque, ahora, a sus nietos les hacía gracia el nombre porque así llamaban ellos  a uno de esos  cacharros con los que se pasaban las horas, decían que jugando, frente a la tele. “Mire usted qué demonio de juego será ese”.

Ella se había casado con Nicanor, a quien todos le decían Canor. Se habían conocido siempre, y ya habían aprendido a leer y a escribir juntos, con las miras de poder cartearse cuando él se fuera de quinto al servicio. Así que, para ellos, todo debía estar predestinado desde siempre.

Se uncieron ante Dios un día apenas clareaba, solos con los padrinos, y  tras de pregonarse como era de ley. Ella con vestido de batista negra con florecitas blancas y él con un traje de pana también negro que conservaban ella con alcanfor en el arcón para ser su mortaja. Así era allí la tradición.

Solo tuvieron un hijo. A la maldita guerra le siguió una posguerra ruda y de miserias. Y aunque otros buscaron las ventajas de la cartilla de familia numerosa, ellos siempre fueron austeros hasta para el fornicio. Y cuando dieron la batida por la zona los del Seminario,  apuntaron a Miguel para ir con los curas. En el Diocesano hizo el muchacho el bachiller, aunque para eso ellos tuvieran que privarse de su ayuda y trabajar como mulos. Luego ya  se salió; no debía ser ese su sino. Y cuando fue a la mili a transmisiones y se licenció, entró en la Telefónica. Menuda diferencia. El orgullo les rebosaba a ambos; el muchacho tenía su espabilo y su valer.

Ya se casó por su cuenta; vamos, que ellos no tuvieron que aportarle la dote. ¿A ver de dónde? Ella no era mala, pero… A los nietos los adoraban, cuestiones de la sangre. Aunque lo que peor llevaba ella era lo de los nombres: Vanesa y Asier. Eso no podía ser bueno. Ni santos había que se los amparase. Diferente hubieran sido Carmen o Juana y Antonio o Pablo. A ella le gustaba cuando se los dejaban por las fiestas de agosto. Aunque menuda tarea, se mudaban dos veces al día y de arriba abajo ¡y venga lavadoras! “Mire usted, yo no sé para qué tanto. No puede ser que estén sucios. Nosotros nos mudábamos cuando llegaba el sábado. ¿Y hato nuevo? ¡Huy! una vez al año, para el día del Cristo. Ahora menudo derroche de ropas, detergentes y agua. Menos mal que mi  Miguel me trajo la lavadora, si no, no podría. Diferente  cuando había que ir a lavar a la fuente y romper el carámbano y tender en la hierba o la troje. Tener a los nietos era muy cansado, pero muy triste cuando se los llevaban. “Dios sabe si volveré a verlos”, pensaba ella para sus adentros sin decirlo.

Cuando ya se habían ido, ella se sentaba en la camilla frente a la ventana y dejaba que se fuera borrando poco a poco la estampa de la calle mientras mezclaba el rezo del rosario y los recuerdos. Canor en eso no la acompañaba “Quita mujer, déjame a mí de monsergas y preces”. Ella lo rezaba entre dientes y, a veces, se amodorraba, porque las letanías y el brasero de cisco le templaban nostalgias. Cuando ya no se distinguía la calle, bajaba la persiana y echaba las cortinas. Entonces se daba cuenta de qué solos estaban Canor y ella. Se querían mucho porque ya no tenían nada más que contarse; solo estar y ya está. ¡Qué jóvenes habían sido! Y cuantos pesares juntos.

Luego ella le pedía: “Canor echa un poco leña y atízame la lumbre” “Porque, mire usted, yo estoy enseñada a la lumbre de suelo. Ahí hago yo mis pucheros, y frío el chorizo y los huevos. Lo de la “vidriocerámica”, que dicen, solo la pongo cuando viene ella porque, si no, se lo dice a Miguel y me echan la bulla y dicen que todo huele a chamusco. Pero, para nosotros dos, yo me apaño así. Me recuerda a mi madre y las llamas me mecen y me embaen”. “Dice Canor que me quiere porque le hago muy ricas las sopitas de ajo y los torreznos. Menuda ocurrencia. Digo yo que por algo más será. No cree usted?”

Consola dice  siempre que ella no es de televisión, que muchas cosas no las entiende y que otras las tiene entendidas de más. La ponen, pero para que haga ruido y así les acompañe. Y cuando dan las doce se van para la cama. Canor ronca mucho antes que ella, pero ella también se duerme pronto. A ver, si no tiene otra cosa que hacer.  
                                                                                                                                               j. yáñez      

sábado, 7 de marzo de 2020

(69) El equipaje para una vida.



Viví mi infancia en Coria (Cáceres)


La tarde era como el flamear de una plancha de cobre incandescente. Un bochorno aplanador encofrado entre las estrechas calles empedradas y de fachadas blancas. Era el sopor amordazado de una perenne y sacrosanta siesta.

Salían en estampida de la escuela. Carrera desenfrenada y a trompicones por las calles. Entrada en casa con portazo anunciante, liberación supersónica de bártulos y reclamo urgente de merienda. Olvidada ya la escuela de la  señora Margarita. De sobre nombre “macho”. No porque la simpar docente exhibiera sugerencias andróginas ¡qué va! Sino porque su descomunal apariencia era siempre la de un oso pardo caminando a dos patas y vestido de luto. Por otra parte, poseía un corazón enorme, una sosegada paciencia, una bondad infinita y un eructo eterno a gazpacho con ajo. Vara de fresno de al menos cuatro metros, la permitía, sin levantarse de su estrado, alcanzar a toda la geografía de la sucinta aula y, por tanto, a todas las cabezas rapadas siempre al cero. Los piojos cohabitaban. Doña Margarita “macho” no es que fuera maestra, pero sí hija de maestro difunto, de quien, sin duda, se daba por sentado, que debía por fuerza haber heredado las sapiencias suficientes e idóneas para desasnar criaturas.

Una rebanada de pan cubierta de dorado aceite o densa nata, y nevada de azúcar, o un zoquete de pan y una onza (así se le decía) de chocolate a la taza de “Gaspar Pérez”. Áspero como tierra endulzada pero con la prometedora esperanza de encontrar en su entraña, envuelta en papel de plata, una moneda de cinco pesetas; un duro de a veinte reales; una fortuna enorme. Cuando eso se daba (porque sucedía a veces), se paraba la tarde de emoción.

Y luego, sin pérdida de tiempo, a jugar al toro. El manillar herrumbroso de una bici vieja, cogido del revés, era la cornamenta. Y  la chiquillería al completo a gritar y a correr y a subirse a las rejas, pues el impostado morlaco daba resoplidos feroces y envites rudos a diestra y siniestra con afanes malévolos. Aquel toro fingido iba y venía, pasaba bajo los pies encaramados envistiendo con furor de arrebato. El desafío erar bajarse de la reja, citarlo desde lejos y, cuando se aproximaba, volver a encaramarse de un salto con pericia de atleta y burlarlo. El alboroto entonces se desbordaba.
Luego a la pídola, al pañuelo. Y así hasta dejar agotada a la tarde. Y ya, entre dos luces, trazar una pícara aventura de escondite. “¿diecinueve y veinte… Ronda ronda, el que no se haya escondido que se esconda!”

La llamada a la cena, iba despejando la calle con un repetido: “¡Jo, ya me llama mi madre!”

Tras la colación se volvía  a salir, pero ya a contar chistes , enjaretar ocurrencias o sucesos de miedo, sentados en un círculo en el suelo. El calor en las lanchas de pizarra seguía casi intacto.

Al requerirlos a dormir, el gesto de desencanto iba de uno a otro, según les tocara la bola.

A él le dejaban arrimar la colchoneta al borde del balcón. Con semejante bochorno conciliar el sueño resultaba imposible. Era el momento de serenarse, perderse  en las estrellas y viajar. La escasa iluminación en la calle, le permitía ascender imaginariamente y diluirse en la bóveda inmensa. Soñar así era el regalo final de un día vivido en  plenitud y dicha. 

Y recuerda: El taller de José el zapatero era un bazar precioso  de las mil  y una noches. El portal de los de Rodrigo un oasis de frescor casi indescriptible. La escalera de la señora Sandalia un ascensor de cristal a lo eterno. El patio de la señora Antonia “la manica” un jardín del Edén. La casa de Aurelia y Mari un remanso de dicha. Estaba el señor Guillermo, el verato, el señor Domingo  y la señora Teresa con su mula cual mitológica acémila. Y  más allá, tras la curva de la calle, la casa tenebrosa del Coyote. Esa era la calle que llamaban del Cuerno, aunque en realidad y en finura figuraba como calle de Gabriel y Galán. Menuda diferencia de nomenclatura.
 
Todo éste era el retablo magnífico y dorado de su infancia; el equipaje verdadero de su vida. Y a él retornaba como a un refugio seguro e infalible. Porque esa luz es siempre su faro, la auténtica verdad de su existencia. 
                                                                                                                                        j.yáñez                                                                                

lunes, 24 de febrero de 2020

(68) Un final anunciado.






(Nací en Cistierna, viví y trabajé en Villablino).


Casi habían pasado cincuenta años. Dejó su coche en un lugar discreto, evitando así invadir el espacio. Aunque espacio era lo que sobraba desde el cierre de la cuenca minera. Nada era como lo recordada, pero sí podía intuirse el soterrado esqueleto de aquel pueblo como una osamenta veraz, recia y persistente, cubierta por un polvo tenaz y una neblina tenue. Las cinco de la tarde sonaron a caldero oxidado. Alzó la vista. La torre se erguía impertérrita; sobria y desdeñosa como dama arrogante que no hiciera concesiones a nadie. Santuario vacío atufando a sacristía vieja. Costaba creer en el bullicio de antaño. Ahora todo era ausencia de rumores, de pálpitos y perros. Tras un rato en sí mismo, y casi con pereza, halló un alojamiento. Cena frugal, sábanas húmedas, y un adentrarse en las hilas del sueño impreciso y a tientas.

Cuando amaneció bajó hasta la estación. Un espectro desnudo y atemporal se irguió ante sus ojos. La mañana era tibia, pero un escalofrío inquietante lo cubrió como un ropón raído. Estructuras curvadas, una pátina de herrumbre;  ferrallas imprecisas, raíles cosidos al suelo por las hierbas, vagonetas embarrancadas ante un mar de mutismo, añoranzas y muerte. La cuenca minera era desolación, negrura y abandono. Vestigios sordos de una guerra perdida en mil trincheras cruentas y terribles. Un poco más allá, el limpio Sil discurría ajeno a todo, ceñido por un corset de laderas luminosas y verdes. La luz era cristal y plata por donde se posaba.

Recordó a su padre fatigado subiendo hasta la bocamina. Se recordó a sí mismo, con el pelo al cero, el  jersey azul  tejido por su madre, y los pantalones cortos con tirantes. Recordó el olor del tazón humeante de café y migado de pan. Y recordó al canario.

Su padre lo llamaba Luisito. Cada mañana él se encargaba de cambiarlo de jaula;  apenas medio palmo por lado. En cuanto le enfrentaba las puertas, el animalito pasaba de una a otra con viveza de acróbata. Luego con el farol, el morral y la jaula, subía a la zaga de su padre hasta la entrada del pozo Santa Ana.  Allí se lo entregaba y esperaba hasta que el montacargas los sumergía a ambos en la noche del pozo. Después bajaba a todo meter para no llegar tarde a la escuela.

Por la tarde, al terminar, subía de nuevo y esperaba a que la desabrida sirena bramara la conclusión del turno. Aguardaba ansioso a ver emerger a su padre y a Luisito del negror de la tierra. Se le desbocaba el corazón en cuanto veía moverse y chirriar la polea que anticipaba el inminente ascenso. El pájaro saltaba gozoso en el minúsculo habitáculo en cuanto avistaba la luz dorada de la tarde o el candil de la noche en invierno. Debía celebrar que seguía con vida.

Cuando la silicosis desvencijó a su padre, y la tos lo confinó, y la fiebre lo ató a la cama, él siguió subiendo cada día a Luisito hasta el Santa Ana. Se lo entregaba a cualquiera de los de la cuadrilla. Todos lo querían como a un salvador.

“Anda, llévales a Luisito para que les avise si se sueltan los gases” –le decía su padre.

Así lo estuvo haciendo durante más de un año, hasta que su padre acometió su propio vuelo. Y lo dejó de hacer, no porque le pesara semejante tarea, sino porque, tras él, Luisito, tal vez convencido de que ya había cumplido su misión, un día también se durmió para siempre. Pero lo hizo por la noche, apaciblemente y en su jaula grande, junto al comedero con cañamones, alpiste y agua fresca. Como quien reposa orgulloso tras la misión cumplida. Ahora era la comarca entera quien había concluido su último trayecto.                                                                                                                            j. yáñez