(fotografía Pedro Tejedor).
EL TIEMPO QUE NOS VIVE.
El mundo de la fotografía ha
cambiado de manera notable. Antes, una
foto se concebía con un golpe de
obturador, quedaba impresa en un negativo, entraba a la vida entre líquidos
reveladores, y mostraba su ser sobre un papel fotográfico. Tras ello, vivía con
la celeridad o lentitud que le otorgaba el tiempo. Con él iba envejeciendo
hasta quedar desdibujada, arrugada o rota. Luego, cuando ya no interesaba a
nadie, silenciosamente se desintegraba. Emulando a los seres vivos, podríamos
decir que nacía, vivía, se desgastaba y moría. Nada que ver con lo de ahora.
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Sonó el despertador del móvil, se levantó adormecida
y se dio una ducha rápida; se acicaló lo imprescindible, desayunó y se fue
rauda a tomar su bus. Las calles estaban aún soñolientas.
En el geriátrico, una luminosidad envuelta en
gasas difuminaba los pasillos. Ella saludó a la recepcionista, se puso su
uniforme, dejó sus cosas en su taquilla y salió a su zona dispuesta a trasmitir
cariño.
Inés era adorable. Una anciana frágil, con
una belleza intemporal que no obedecía a cánones ni métricas. Su cuerpo, oxidado
ya su movimiento, se había entregado a la dulce docilidad propia de las muñecas
de trapo. Cada mañana, cuando Julia llegaba, Inés la estaba esperando perdida
en su universo de silencio y sosiego. Solo sus ojos y su boca sabían encender
un punto incipiente de luz y de dulzura para ella. Solo Julia sabía leer ese
mensaje. Todo lo demás era rotundo e imperturbable silencio a su alrededor.
Julia lo había decidido. Y en lugar de
contribuir a aquel mutismo inalterable más propio de sepulcro, ella le hablaba
sin parar. Entraba a la habitación cual si entrara a una fiesta. Encendía la
luz. Le daba los buenos días como si Inés la entendiera y fuera a responderla.
Cuando se disponía a levantarla la abrazaba tierna y pausadamente. Luego la
desvestía cuidando su presumible pudor. La llevaba a la ducha. Templaba el agua
y la duchaba acariciándola con la esponja. Y todo esto hablándole como una
auténtica cotorra. Le contaba de todo: de la vida y del tiempo, de sus
sentimientos, del zote de su esposo, del desagradecido de su hijo, de los
melindres de su niña. Pero también le hacía preguntas, que –claro está- ella no
contestaba. Le refería acontecimientos políticos, chismes del corazón, sucesos
locales, detalles de tendencias y modas, y hasta los últimos experimentos que
ella se había atrevido a acometer en su propia cocina. Todo, todo con una
locuacidad enloquecida. Hasta tal punto era así, que sus compañeras se reían de
ella y la tildaban de loca. “Julia, estás majara; como si la abuela te
estuviera entendiendo y fuera a responderte”. También le cantaba cuplés, coplas
y tangos.
No, Inés, no iba a responderle, claro que no;
bien lo sabía ella. Pero Julia la miraba con el embeleso de quien mira con
respeto infinito a una entrañable fotografía antigua. Nada sabía de su vida
anterior, nada de su carácter ni de su profesión. Nada sabía de ella y nada le
importaba saber. Julia contemplaba a aquella figura que el tiempo inexorable y
el paso de la vida había ido desdibujando a su capricho y sin razón aparente.
Como un retrato impreso en papel aquella mujer, aquel ser humano se iba desvaneciendo
y, a ella, aquella realidad y aquel, a la vez, rudo misterio la impresionaba y
la conmovía. Tanto que aquella había llegado a ser la razón de su vida.
Así, cuando terminaba su turno, Julia le
tiraba un beso, se iba a su taquilla, dejaba su uniforme, se vestía de calle,
se despedía de la recepcionista. Y ya en la calle, se ponía sus auriculares, y
se iba escuchando su música a la vez que ella misma cantaba. Y no le importaba
en absoluto que la gente por la calle se quedara mirándola, riendo o
murmurando.
J.Y.