(Cuando formulamos una pregunta esencial, solo nos responde un inmenso y ensordecedor silencio).
1
1982 Frontera
kurda, entre Irán e Irak.
Puntos de plata herían con su tajo de hielo el
cielo azulado y hacían retumbar el alma del viejo tambor de las montañas. Por
las noches un diluvio hiriente quemaba el horizonte con mil rosas de fuego, que
también cauterizaban la piel y las entrañas de la gente. Mascando polvo y
terror, como ratas despavoridas, los kurdos se hundían en las huras de los rojos
farallones como en un pellejo seco de carnero que hubiera sido olvidado a la
rudeza del sol.
Agotado, con un enorme tablero a la espalda,
cual torturante caparazón, Said avistó la aldea casi calcinada. “¿Alguien
quiere aprender?” Gritaba su boca hambrienta y seca ante un silencio impasible.
“Sólo pido comida”. Nadie le respondió. Nadie atendió su presencia. Pero como no lo apedrearon, se agazapó
derrumbado junto a una tapia de raidos y dorados adobes. A la puesta del sol, una
mano le dejó agua, un trozo de pan y unas aceitunas. Comió con ansia y se
durmió.
Todos los muchachos eran acémilas
que, escabullendo riesgos, trasegaban mercaderías de uno a otro lado de la
línea al amparo de la mayor negrura. Por el día dormitaban ociosos. Los más
pequeños no se atrevían ni a llorar, no habían tenido nunca ni el derecho a
hacerlo. Silencio y terror era su aire.
2
1990 Aldea
kurda.
Un remolino de harapientos lisiados lo
rodeaba cada mañana apenas salía de su covacha a la primera hora. Una algarabía
de risas, empujones, muñones o pies descalzos disputando poder asir su mano. ¡Merheba
mamoste! ¡Rojbas mamoste! El sol ya abrasaba. El trayecto era toda una fiesta. El
rincón de dos tapias carbonizadas sujetaba un entrelazado de ramas secas de
palmera. Allí solo la negra pizarra que él
trajera a su espalda, surcada de sabios arañazos. Unos pocos asientos de
adobe. La dicha de aprender ponía música, alegría y sonrisa en los rostros
curtidos y ojos negros. Cuando la nieve tendía su blancor de frío intenso, se quedaban
apretados en su cubil, entre el humo y la oscuridad, pero el espíritu era igual
de luminoso.
Cuando dijeron que había
terminado la guerra, le asignaron un lugar para que atendiera a los pequeños y tullidos;
los otros debían seguir con el acarreo nocturno entre las fronteras. Según
crecían, se les buscaba una tarea más provechosa para la familia. Los bancales,
las cabras…
3
2017 Un día del
mes ocho (shaar tminia).
Sin previo aviso, la oscuridad tronó hacia
Occidente. Las montañas sin razón bramaron como en los viejos tiempos. Fue un
único rugido seco. La aldea soñolienta y despavorida se echó de bruces a las
calles. La trágica negrura lo cubría todo. Ni la luna ni una sola estrella hacían
de vigías en el cielo. Los ojos soñolientos se desorbitaron. Y los instintivos
y desgarrados gritos de las mujeres tejieron de dolor la noche ya ajusticiada.
Los hombres urgieron sus pies descalzos por el empinado sendero que unía las
dos tierras. Las ansias y los resuellos les ahogaban.
Lo trajo al clarear su padre. Inerte.
La desolación y el dolor sellaron a los ayes. Ceñido en un lienzo níveo lo
soterraron mirando hacia La Ciudad Santa. Su hermano, el pequeño Beh, que ya los
acompañaba aquella noche en el mercadeo furtivo no volvió a articular palabra
alguna. Tal vez había gritado a Allah, y seguía a la espera de que Él le respondiera
a su ingenua y dolorida pregunta: “¿Por qué?”
4
Tras el dolor.
La escuela de Said recibió al silente. El
maestro rogó a su padre. Le argumentó que, aunque fuera un aturdido absorto,
seguro que era mejor estar allí que permanecer aislado. Los muchachos en los
ratos de asueto pateaban un rebujo de trapos viejos y gritaban alegres. Beh, apartado
en un rincón del recinto exterior, trazaba con su dedo sin cesar hermosas formas
vegetales sobre el polvo. De vez en cuando, la algarabía, cual tormenta de
arena, acudía y pateaba la obra disfrutando su hazaña. Él les miraba enajenado
sin reacción alguna. Tal vez volvía a preguntarse: “¿Por qué? El maestro lo
contemplaba paciente y entrañable. Permitía la agresión confiando en que un día
el muchacho se enfurecería contra los saboteadores. Mientras, le ofrecía una dulce
sonrisa de complicidad. Sus ojos se cruzaban, solo eso.
Un día Beh dibujó una palabra
santa: Cuando los muchachos fueron para desbaratar el grafismo, el maestro
Said grito airado: Alto ahí!!! Todos quedaron petrificados. De inmediato
entendieron la razón de la encolerizada voz de su maestro. El nombre de Dios era
intocable.
5
El agua, la
tierra, el sol.
Aquel día los chicos se fueron silenciosos a
sus casas. El maestro se retiró pensativo. Beh siguió en su mundo ajeno al
incidente. El viernes, el maestro Said, tras asistir al rezo en la mezquita,
bajó paseando hasta el abrevadero. Los días eran largos y, allí, el frescor del
agua mitigaba el calor. En su interior seguían conmoviéndole los preciosos
grafismos que trazaba el muchacho. Su arte era asombroso. Sin duda, Allah lo
bendecía y era Él quien movía su alma y su mano.
Al comenzar la
jornada siguiente, propuso a sus chicos bajar hasta el oasis. Allí la tierra empapada
era bermeja y arcillosa. Jugaron en el barro. Les enseñó a amasarlo con los
pies y a hacer figuras y tortas de greda. Se embarraron, a pesar de haberse
remangado. No importaba, con el sol, aquellas salpicaduras se iban apenas se frotaban.
El regocijo fue máximo. El maestro Said ya no estaba enfadado. En unas
parihuelas improvisadas con palos y juncos se llevaron una buena carga de aquel
barro rojizo. Llegaron a la aldea, embadurnados pero exultantes.
Desde aquel día, la exigua escuela
del maestro Said está decorada con las más bellas placas de arcilla
esgrafiadas. Motivos vegetales, aves, alabanzas a la deidad, decoran aquel
rincón donde se ama la sabiduría: todas las expresiones de la Sabiduría. El maestro
Said sigue sonriendo con cariño al silencioso Beh. Mientras, el tiempo sigue su
curso inexorable. Eso es la vida: solo eso.
j.y.
j.y.