jueves, 7 de abril de 2016

(56) (7.4.2016) Dejando que la vida nos fluya. (Vivir es vivir y dejar que el otro viva).





Dejando que la vida nos fluya.       (Vivir es vivir y dejar que el otro viva).



Sabido es que no el que tiene más poder, más fama o más dinero es el más feliz de la manada humana, aunque él se lo crea e intente engañar a sus congéneres. Con demasiada frecuencia asistimos a desenlaces terribles sucedidos a aquellos que creíamos más afortunados o a quienes  profesábamos más admiración o, incluso, más envidia. Esto se debe, sencillamente, a que el mundo en el que vivimos no es -ni ha sido nunca- un lugar equitativo y justo. Más bien, todo lo contrario o, al menos, un ámbito un tanto voluble y caprichoso. Pretender reclamar a la vida que nos conceda aquello que nos merecemos por nuestros esfuerzos o valías es, francamente, una reivindicación inútil e irrisoria. Aquí, si bien nada justifica el esperar beatíficamente la llegada de una gracia o un golpe de fortuna que nos lo arregle todo, tampoco está plenamente argumentado que el máximo tesón y la valía personal más alta han de obtener el mayor galardón o recompensa. ¡Qué va, qué va! Los dioses se deben desternillar de nosotros con semejantes chanzas.

Ante esta palmaria realidad, se debería imponer un esfuerzo decidido por aprender a vivir, teniendo en cuenta los parámetros y coordenadas de esta realidad implacable. Bregar y afanarse sí, pero sabiendo que el azar o los ingredientes fortuitos sobrevenidos tendrán mucho que ver en el resultado final de nuestro guiso. (Ahora, sin saber bien por qué, el reino entero se ha hecho de sumiller, cocinitas y artístico emplatado). Y, por el momento, no resulta posible controlar el azar u orientar en nuestro favor y beneficio la cornucopia de la diosa Fortuna, cual piñata  exuberante de festejo de impúberes. 

Cuando uno, empujado por la edad, es situado al borde del camino, se le regala, para su consuelo y compensación, la posibilidad de contemplar la ruta con otra perspectiva. El no estar en el “cuerpo de ejército”, ofrece la oportunidad de una desacelerada pero eficaz objetividad.

Se nos educó para que el trabajo y el esfuerzo fueran la diana indiscutible de nuestra vida. Se nos hizo entender que en tal persecución desaforada e irreflexiva estaba nuestro éxito. Lo ético, moral y sacrosanto era autoexigirnos y mortificarnos, y cuanto más mejor. Disciplinas y torturas eran un activo notoriamente en alza. La santidad, la gloria o la riqueza requerían de sangre, de sudor y de lágrimas. Obedientes, hicimos lo que se nos ordenaba sin cuestionarlo. Así, nos zambullimos a ciegas en la persecución de esa Arcadia, idílica y feliz, a la que debía conducirnos una auténtica “vía dolorosa”. De La Arcadia nos hablaron Cervantes, Lope de Vega o Garcilaso. El poeta romano Virgilio (siglo I a. C.) situó su obra Las Bucólicas en esos parajes gratos y placenteros; y a ellos se nos prometía arribar si cumplíamos la incuestionable prueba.

Para nosotros (crédulos Filípides), en la mayoría de los casos, esa maratón sin meta y, sobre todo, sin recompensa veraz, ha sido un fraude o un fiasco. La playa caribeña prometida no ha resultado más que un lodazal urbano de prisas, angustias, desvelos económicos, hándicaps sociales, esfuerzos permanentes y cruel frustración. Ante tal realidad, y para no reconocer nuestro engaño y fracaso, nos hemos inventado nuestra particular Arcadia. Siempre resulta un tanto vergonzoso aceptar que hemos sido burlados, y es algo más liviano y aliviador teñir de colorines lo terrible.



Como tantos, he perseguido con indudable ahínco la veracidad de la vida. Pretender tener bajo control lo que, en verdad, es incontrolable, es un esfuerzo extenuante y baldío. A estas alturas, creo que he entendido que la benevolencia ante los hechos ineludibles es siempre una postura más eficaz, saludable y real. Eso no quiere decir que lo domine o que, a veces, aún, no siga revelándome; ¡qué más quisiera yo! Quizás, ahí se afianza el misticismo cristiano y su estoicismo, el sufismo islámico y el pragmatismo budista, y sabido es que, alcanzar tales estadios del dominio de sí mismo, son “palabras mayores”. Dejar que la vida fluya por nosotros, ser dóciles ante los acontecimientos; activos pero sosegados y, en definitiva, pacientes y serenos, es una meta digna de alcanzar. Los movimientos sísmicos y ciclones son superados tan sólo por las construcciones flexibles. Vivir es vivir, y sólo eso. Esta verdad elemental y simple suele ser tremendamente difícil de entender, sobre todo, en Occidente. Vivir es tolerar, entender, amar, conciliar, respetar, atender y, sobre todo y ante todo, dejar que la existencia nos vaya desgastando paulatina, suave y dulcemente. En ningún caso es tratarse a sí mismo con la rudeza y la crueldad del sicario que, erróneamente, nos encajaron dentro de nosotros mismos, desde una educación judeocristiana y al amparo del imperante nacional catolicismo. Vivir es vivir y dejar que el otro viva; sólo eso.
j. yáñez


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