viernes, 26 de febrero de 2016

(54) (26.2.2016) LA CHUSMA INDECENTE DE LOS DESARRAPADOS SIRIOS.


 LA CHUSMA INDECENTE DE LOS DESARRAPADOS SIRIOS.






En esto de escribir, hay veces -quizás pocas veces, pero algunas- que uno quisiera entrar en lo más profundo de sí, aunar la máxima sensibilidad, recurrir a la mayor inteligencia, habilidad y elocuencia que posee. Hay veces que uno, más que querer, necesita ser lúcido, seductor, profundo, veraz y contundente. Hay veces que uno se exige a sí mismo ser, sencillamente, portentoso. Son esas veces que uno no vive para sí, no trabaja para sí, no piensa para sí, no pide para sí; no escribe, pues, para sí ni para otros ni para nadie. Es entonces cuando no importa ni gustar, ni atraer, ni sorprender, ni entusiasmar. Son esos momentos en los que uno ansía imperiosamente que todo aquello que le ha sido concedido -e incluso lo que no le ha sido dado- se ponga a su servicio, porque el acto, el momento o el suceso es tan medular y terrible que requiere que la gran orquesta de su cosmos personal e íntimo truene al unísono y deje atónito, sobrecogido, aturdido y apabullado al auditorio. Son esos momentos en los que uno, aterrado, sabe que por terrible que parezca la afirmación, pese a lo que nos decía el poeta Blas de Otero, no nos queda ni siquiera la palabra. 

Cuando esto sucede es que tampoco quedan lágrimas que llorar, ni dolor del que dolerse, ni argumento eficaz que esgrimir, ni cariño al que apelar o en el que envolverse, ni siquiera esperanza en la que refugiarse.

Visité hace pocos años Siria. El país entero me pareció uno de los más seductores y bellos de cuantos he conocido. Pleno de exotismo, historia, arte, tradiciones, amabilidad, sencillez, y belleza. Paseé libremente por las calles de Damasco embelesándome por cuanto veía, escuchaba, olía y me invitaba a soñar. Recorrí su bazar Al Hamidiyah y su zoco, incluso, a la hora insólita en la que los compradores ya se han retirado y los comerciantes recogen sus mercancías y barren y riegan el suelo, y todo se va adormeciendo y entrando en una atmosfera  silenciosa, irreal y fantástica donde el tiempo no cuenta. Fue durante los días de Ramadán y me senté a fumar un narguile con tabaco con sabor a manzana, en una terraza frente a la impresionante fortaleza de Alepo, imaginando sucesos y ficciones sin límite. A mi lado, las familias celebraban gozosas sus banquetes de final del ayudo en medio de una noche amable y estrellada. Tras serpentear por callejuelas misteriosas y penetrar por puertas y pasillos de leyenda, comí apaciblemente en un patio entrañable y bucólico del barrio armenio, mientras una música de laud árabe, de diez cuerdas, me trasportaba a mundos ensoñados. Visité a altas horas de la noche las ruinas de Palmira, siendo testigo de cómo, por el camino que rodeaba los colosales vestigios, circulaban, de regreso a sus casas, hombres trabajadores en sus humildes, destartaladas y coloristas motocicletas. Estuve durante tiempo sin cuenta deambulando por la gran mezquita de los Omeyas escuchando, como un rumor adormecedor, la salmodia del imán y sus discípulos, a la vez que me dejaba conmover y arrebatar por su estética grandiosa y fascinante. Hasta me invitaron, con hospitalaria amabilidad, a entrar en unos baños de hombres en los que la pileta de la entrada daba la bienvenida salpicando, entre el vaho blanquecino, con un goteo que parecía dorado e irreal. Hice, incluso, mis abluciones y fui testigo de la oración sentida y fervorosa en la mezquita chiita Al Sayyida Ruqayya sin el menor temor y ninguna hostilidad.

Hoy busco entre la muchedumbre de aquellas gentes convertidas en míseros náufragos, en harapientos y errabundos mendigos, en tristes caminantes repudiados y maltratados cual bestias indeseables, confinadas al frío, el barro y la indigencia, aquellas caras que recuerdo, aquellas miradas luminosas, aquellas sonrisas -pues entonces sonreían, aunque, uno, no pueda hoy creerlo-.

Dicen, los que saben de eso, que la sensibilidad ante la tragedia ajena es una cuestión de empatía, de imagen reflejada en espejo. Que uno se solidariza y sufre por aquello que cree que pudiera sucederle a él mismo. Pues bien: esa gente que vemos y aborrecemos, que maltratamos y olvidamos son  (eran) -os lo aseguro- como cualquiera de nosotros. No son una chusma de desarrapados. Son comerciantes, conductores de autobús, médicos, recepcionistas de hotel, maestros, amas de casa, farmacéuticos, peluqueros, ingenieros, policías, cocineros, enfermeras, fontaneros, taxistas que huyen de la guerra y sólo ansían vivir. Porque -os lo aseguro-, aparentemente, en Siria, la vida cotidiana fluía igual que fluye hoy la nuestra; igual. 

Mientras todo esto pasa, la vergüenza tiñe, desfigura y gangrena la cara repugnante de una Europa que cada vez es más ruin, malvada e insolidaria. El sueño del proyecto europeo es una bazofia que hoy sólo produce hedor y nauseas cual carroña podrida. Ese es nuestro feudo, esos nuestros valores, creencias y principios. Quemamos sus albergues, pagamos a los turcos, cual sicarios, para que los detengan, y nos hagan el trabajo sucio. Escupimos abiertamente a la cara de su dignidad. Y esa inmunda empresa es la que gestionan nuestros inútiles e impúdicos líderes políticos. ¡Maldita sea esta mugrienta Europa! ¡Malditos los que la sustentamos! 


j. yáñez



    Fotos de Pedro Tejedor Martín  (¿Qué habrá sido de ellos?).

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