LA CHUSMA
INDECENTE DE LOS DESARRAPADOS SIRIOS.
En esto de escribir, hay veces -quizás pocas
veces, pero algunas- que uno quisiera entrar en lo más profundo de sí, aunar la
máxima sensibilidad, recurrir a la mayor inteligencia, habilidad y elocuencia
que posee. Hay veces que uno, más que querer, necesita ser lúcido, seductor,
profundo, veraz y contundente. Hay veces que uno se exige a sí mismo ser,
sencillamente, portentoso. Son esas veces que uno no vive para sí, no trabaja
para sí, no piensa para sí, no pide para sí; no escribe, pues, para sí ni para
otros ni para nadie. Es entonces cuando no importa ni gustar, ni atraer, ni
sorprender, ni entusiasmar. Son esos momentos en los que uno ansía
imperiosamente que todo aquello que le ha sido concedido -e incluso lo que no
le ha sido dado- se ponga a su servicio, porque el acto, el momento o el suceso
es tan medular y terrible que requiere que la gran orquesta de su cosmos personal
e íntimo truene al unísono y deje atónito, sobrecogido, aturdido y apabullado al
auditorio. Son esos momentos en los que uno, aterrado, sabe que por terrible
que parezca la afirmación, pese a lo que nos decía el poeta Blas de Otero, no nos queda ni siquiera la palabra.
Cuando esto sucede es que tampoco quedan
lágrimas que llorar, ni dolor del que dolerse, ni argumento eficaz que
esgrimir, ni cariño al que apelar o en el que envolverse, ni siquiera esperanza
en la que refugiarse.
Visité hace pocos años Siria. El país entero
me pareció uno de los más seductores y bellos de cuantos he conocido. Pleno de
exotismo, historia, arte, tradiciones, amabilidad, sencillez, y belleza. Paseé
libremente por las calles de Damasco embelesándome por cuanto veía, escuchaba, olía
y me invitaba a soñar. Recorrí su bazar Al Hamidiyah y su zoco, incluso, a la
hora insólita en la que los compradores ya se han retirado y los comerciantes
recogen sus mercancías y barren y riegan el suelo, y todo se va adormeciendo y
entrando en una atmosfera silenciosa, irreal
y fantástica donde el tiempo no cuenta. Fue durante los días de Ramadán y me
senté a fumar un narguile con tabaco con sabor a manzana, en una terraza frente
a la impresionante fortaleza de Alepo, imaginando sucesos y ficciones sin
límite. A mi lado, las familias celebraban gozosas sus banquetes de final del
ayudo en medio de una noche amable y estrellada. Tras serpentear por
callejuelas misteriosas y penetrar por puertas y pasillos de leyenda, comí
apaciblemente en un patio entrañable y bucólico del barrio armenio, mientras
una música de laud árabe, de diez cuerdas, me trasportaba a mundos ensoñados. Visité a altas horas de
la noche las ruinas de Palmira, siendo testigo de cómo, por el camino que rodeaba
los colosales vestigios, circulaban, de regreso a sus casas, hombres
trabajadores en sus humildes, destartaladas y coloristas motocicletas. Estuve
durante tiempo sin cuenta deambulando por la gran mezquita de los Omeyas escuchando,
como un rumor adormecedor, la salmodia del imán y sus discípulos, a la vez que
me dejaba conmover y arrebatar por su estética grandiosa y fascinante. Hasta me
invitaron, con hospitalaria amabilidad, a entrar en unos baños de hombres en
los que la pileta de la entrada daba la bienvenida salpicando, entre el vaho
blanquecino, con un goteo que parecía dorado e irreal. Hice, incluso, mis
abluciones y fui testigo de la oración sentida y fervorosa en la mezquita chiita
Al Sayyida Ruqayya sin el menor temor y ninguna hostilidad.
Hoy busco entre la muchedumbre de aquellas gentes
convertidas en míseros náufragos, en harapientos y errabundos mendigos, en
tristes caminantes repudiados y maltratados cual bestias indeseables,
confinadas al frío, el barro y la indigencia, aquellas caras que recuerdo,
aquellas miradas luminosas, aquellas sonrisas -pues entonces sonreían, aunque,
uno, no pueda hoy creerlo-.
Dicen, los que saben de eso, que la
sensibilidad ante la tragedia ajena es una cuestión de empatía, de imagen reflejada
en espejo. Que uno se solidariza y sufre por aquello que cree que pudiera sucederle
a él mismo. Pues bien: esa gente que vemos y aborrecemos, que maltratamos y
olvidamos son (eran) -os lo aseguro-
como cualquiera de nosotros. No son una chusma de desarrapados. Son
comerciantes, conductores de autobús, médicos, recepcionistas de hotel,
maestros, amas de casa, farmacéuticos, peluqueros, ingenieros, policías,
cocineros, enfermeras, fontaneros, taxistas que huyen de la guerra y sólo
ansían vivir. Porque -os lo aseguro-, aparentemente, en Siria, la vida
cotidiana fluía igual que fluye hoy la nuestra; igual.
Mientras todo esto pasa, la vergüenza tiñe, desfigura
y gangrena la cara repugnante de una Europa que cada vez es más ruin, malvada e
insolidaria. El sueño del proyecto europeo es una bazofia que hoy sólo produce
hedor y nauseas cual carroña podrida. Ese es nuestro feudo, esos nuestros
valores, creencias y principios. Quemamos sus albergues, pagamos a los turcos,
cual sicarios, para que los detengan, y nos hagan el trabajo sucio. Escupimos abiertamente
a la cara de su dignidad. Y esa inmunda empresa es la que gestionan nuestros inútiles
e impúdicos líderes políticos. ¡Maldita sea esta mugrienta Europa! ¡Malditos
los que la sustentamos!
Fotos de Pedro Tejedor Martín (¿Qué habrá sido de ellos?).
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