domingo, 16 de enero de 2022

(75) El elocuente peso del silencio.

 

El elocuente peso del silencio.

El paso de la vida lo había convertido en un hombre metódico y pausado. Cada mañana, tras el aseo y el desayuno, entraba en su biblioteca; su celda monacal. Un cuarto interior, a salvo de ruidos, en el que una hermosa vidriera matizaba siempre la luz del mismo modo, creando una atmósfera como de ámbar; íntima y serena. Dos de las paredes configuraban una esplendida librería de madera color miel, y las otras dos estaban enteladas en un suave tono siena.  Sobre una mesa rotunda de nogal, una lámpara tiffany parecía una libélula ingrávida que revoloteara sin desplazarse nunca. Aquel era su sanctasanctórum: su templo, su cripta; su mazmorra también. Allí se recluía y allí se encaraba cada día con el personaje que le ocupara, en un duelo pasional y terrible, a veces sublime y, otras, ominoso.

Allí se había enfrentado, cual Quijote a sus molinos, al Thomas Becket, de Anouilh, a El rey Lear, de Shakespeare, a Edipo Rey, de Sófocles.  Al Segismundo de don Pedro Calderón de la Barca, al insigne Max Estrella, del delirante Valle Inclán. Pero también a Galileo Galilei, de Brecht, a El Tartufo, de Moliere. Y otros muchos personajes, de Arthur Miller, Tennessee Willians, Luigi Pirandello, Chejov, Henrik Ibsen y cien más. E, incluso, había hecho una interpretación arriesgada y memorable. Se trató de un sorprendente montaje de la obra “Las criadas”, de Jean Genet, que hizo palidecer de entusiasmo a la crítica más exigente. Esto le supuso su auténtica consagración a nivel mundial.

Aquel su idílico nirvana lo hacía posible la regia mayordomía que ostentaba la inefable Mariana. Era una mujer de impresionante aspecto, de mirada directa y verbo sereno y parco pero contundente. Clara, oportuna y perspicaz, Mariana se había solidificado como el alma real de la familia. Primero cuando las niñas eran pequeñas, y sobre todo ahora que, Claudia, su esposa, había decidido pasar largas temporadas en la casa de la playa. Mariana se hacía ayudar por Purita, una muchacha joven, que ella misma había seleccionado para las labores domésticas. Mariana era una institución. Había criado a Claudia cuando era una niña. Y ella se la había traído a su casa cuando se casaron. La gran mujer servía de consejera desde el silencio, de pausado equilibrio en los conflictos, de juicio superior ante las decisiones. Ella, sin ejercer de secretaria, filtraba las llamadas, contenía las visitas, y hasta seleccionaba la correspondencia, que a veces era molesta y hasta abrumadora.

Tras el paso del tiempo, él y Claudia seguían profesándose un cálido cariño, aunque, eso sí, ya desprovisto de pasiones o ardores. Se podría decir que habían alcanzado una madurada templanza que les había hecho arribar a un loable pacto en el que brillaban: independencia, respeto, lealtad y afecto. Jamás se habían sido infieles. Y eso que a él siempre lo habían asediado atractivas mujeres y a ella dandis memorables.

Al “maestro” (así lo designaban los de la profesión y no pocos más) le gustaban los boatos y halagos de la gloria. El glamur y el oropel lo fascinaban. El Círculo de Intelectuales, las tertulias de académicos, los acontecimientos sociales en el Mandarín Oriental, en el Intercontinental, o en el The Westin Palace, que citara Hemingway, lo seducían sobremanera. También le agradaba dar recepciones en su casa, cuando su trabajo se lo permitía, puesto que el sublime tacto, exquisitez y equilibrio de Mariana como “event planner” lo dejaba siempre en las cotas más altas.

Desde que Medea y Talía, sus hijas, habían levantado el vuelo del hogar, a él le encantaba, de vez en cuando, pasarse por París o Bruselas para verlas de una manera siempre breve. Allí vivían ellas con sus respectivas parejas; hombre y mujer, en cada caso. Era un emocionante placer deambular por Montmartre sintiéndose un bohemio o tomarse una copa de Moët & Chandon bien frío en la plaza Vendome mirando, tras la cristalera del hotel Ritz, la columna que erigiera Napoleón para conmemorar su triunfo en Austerlitz. Pero también le encantaba paladear una copa de brandy con unos bombones de Lady Godiva, en la Grand Place, de Bruselas. Si bien, estos placenteros periplos los hacía siempre solo. Con sus hijas, a lo sumo, comía en un selecto restaurant, hablaban un rato, se informaban mutuamente de proyectos y luego se despedían con cariño.

Su mundo era el teatro; el teatro y su público. A él había dedicado toda su vida. Por él se había dejado seducir hasta obnubilarse. Y nada había que le importara más que aquella ebria enajenación que le producía subir al escenario. Vivía, pues, para su público. Y, del fervor adicto de éste, había recibido admiración, fortuna y pleitesía. ¿Qué más podía pedir? A cambio, él, se entregaba a diario con fruición a su arte.  Estudiaba y construía sus personajes con ahínco, y sufría en el intento desmedido de hacerlos suyos de un modo medular. Hasta tal punto que nada, absolutamente nada ni nadie, le importaba más que la excelsitud de su arte. En aquella arrebatadora vorágine se había sumido hasta llegar al punto de convertirse en un personaje más del deslumbrante y desmesurado gran teatro del mundo. Todas las horas del día, todos sus actos. Incluso, todos sus pensamientos y sentimientos no eran más que la obediencia ciega y penosa para ser aquel que la tiránica representación social esperaba de él. Todo un excitante y subyugador narcótico.

Cada tarde, tras un rato de reposo e interiorización de su personaje actual, Rafael, su chófer, lo esperaba en el garaje y lo conducía hasta la puerta misma del teatro. Allí se le abrían las puertas y todos, en el trayecto a su camerino, le mostraban su mejor semblante a la espera de recibir una mirada complaciente o un gesto propicio del gran divo.

Su camerino era un tabernáculo dedicado a sí mismo. Múltiples carteles recordaban sus triunfos más sonados en teatros del mundo. Su versatilidad lingüística le había permitido actuar en inglés y francés sin gran problema. Sentado frente a su espejo, constelado de lámparas, iniciaba el ritual diario de su maquillaje. Jamás había salido a escena sin él. Le había impresionado ver a los actores de la Ópera de Pekín maquillarse ante el público en el hall del teatro antes de comenzar la representación. Sí que en tales acontecimientos el maquillaje suponía algo inmensamente más profundo que el simple hecho de resaltar las facciones. Pero él creía que un actor debía conocer su rostro con minuciosidad para poder poner cada rasgo, cada rictus a merced de la representación. No le gustaba a él decir “función”, como siempre se decía entre todos los del gremio. Tampoco le agradaba aquello de desearse “mucha mierda”, haciendo alusión a cómo ensuciaban, hace años, las explanadas ante los teatros, los caballos de los múltiples carruajes que llevaban a los espectadores en los estrenos de gran éxito. Tras aquel sutil ritual, se concentraba en sí mismo y en profundo silencio entraba en una especie de éxtasis místico.

Cuando salía a escena, su enajenación ya era total, su transformación absoluta. Vivía para su impostura. Era como penetrar en un cofre de magia; en una vitrina de sueños. Allí estaba su público; la razón suma de su vida. Para ellos actuaba; para ellos sentía, hablaba: vivía. Tenía la rara habilidad de representar para personas concretas. Y así, con suma maestría, iba eligiendo, en la semioscuridad de la sala, a los espectadores uno a uno como un amante deseoso de seducir, de hipnotizar; de subyugar. Miraba y hablaba para cada persona elegida hasta que lograba que la mirada de ésta se le entregara sin reservas. Después pasaba a otra. De ese modo iba llenando el espacio de ojos refulgentes, de pequeños luceros en una centelleante galaxia. Dominaba el patio de butacas sin desatender, eso sí, a sus compañeros de escena. Era generoso y espléndido con ellos. Siempre la réplica exquisita, la intervención oportuna, el sublime matiz que les apoyara y engrandeciera. Le gustaban a él la intervención, sobre todo, con los personajes secundarios: Sempronio y Pármeno, de La Celestina; Ciutti y Brígida de Don Juan Tenorio; Enriqueta la Pisa Bien, de Luces de Bohemia. O el inefable Mercucio, de Romeo y Julieta. Este le enloquecía más que ninguno. Y así, cuando terminaba la obra, conseguía que su público se encontrase vibrante de emociones, plenamente deslumbrado, pues había asistido a algo inenarrable y ciertamente sublime. 

Y así fue también aquella noche. Cuando descendió el telón, el teatro entero prorrumpió en una inmensa ovación. Como era costumbre, comenzaron a comparecer en escena todos los actores por orden de menor relevancia. Los aplausos se iban incrementando a medida que aparecían los protagonistas principales. Él debía salir en el último lugar. Entonces las ovaciones eran máximas, el público se levantaba, los bravos y los vivas resonaban por toda la sala; caían desde el graderío por las plateas y hasta el patio de butacas como una cascada vibrante y luminosa. Y así lo hizo él: sereno, riguroso, sumamente elegante.

Salió al escenario, se colocó en el centro del elenco y, de pronto, todo enmudeció para él. Sí, enmudeció. La agitación y el entusiasmo entre los espectadores seguían siendo sumos. Sus compañeros sonreían complacidos. Y todos se inclinaban configurando la correspondiente guirnalda de agradecimiento. El telón descendió y se alzó en cuatro ocasiones. Todo debía ser igual que siempre, pero él no oía nada. Creyó sentir un leve desvanecimiento. Se reafirmó en sí mismo y con la cadencia de siempre abandonó el escenario rumbo a su camerino.

Apenas salió de las tablas, los sonidos volvieron. Aquello había pasado. Se desvistió, se limpió el maquillaje, recogió sus cosas y se dispuso a regresar a casa. Rafael lo esperaba en la puerta y el trayecto de vuelta fue igual que siempre, aunque aquella noche una llovizna suave lloraba sobre los cristales y hacía brillar la calzada como una pátina irreal. A esa hora ya no deambulaba mucha gente por las calles. La ciudad comenzaba a dormirse, como a difuminarse.

Al entrar, Mariana lo miró escrutante. “¿Ha sucedido algo?”, preguntó de inmediato, más que con su voz con su incisiva mirada. “No, nada. Un poco cansado, solo eso”, respondió él a sabiendas de que a ella no podía ocultarle nada.

Ella le sirvió una cena frugal. Y él se acostó enseguida. El próximo día sería, sin duda, un nuevo día.

No fue así. El siguiente día volvió a suceder exactamente lo mismo. Y al siguiente fue igual. Podía oírlo todo: en casa, en el teatro, en la calle,  en el escenario; todo menos los aplausos. En ese instante sus oídos se candaban, su cerebro parecía obturarse en las zonas en las que residiera la función del sonido.  

Aquella noche, tras acostarse, dejó la lámpara encendida. Pasado un buen rato, Mariana tocó suavemente en la puerta. A ella no podía ocultarle nada. “Sí, Mariana: pasa”. La mujer entró. Sus zapatillas de paño eran como un sosiego que fuera acariciando con ternura el encerado suelo. Acercó una silla a su cama y se dispuso a escuchar con su corazón, como siempre lo hacía.

Así fue como él comenzó a hablar en alta voz pero consigo mismo.

Entonces pasó ante su mente gran parte de su vida. ¿A qué obedecía todo aquello? ¿Qué era en realidad su existencia; su entrega, sus esfuerzos, sus renuncias, sus abandonos…? Cientos de personajes interpretados; cientos de vidas fingidas. La impostura como patrón de su existencia, hasta el punto de ni siquiera poder reconocerse a sí mismo. ¿Quién era él, en realidad?  ¿Merecía la pena aquella extraordinaria fama, el dinero, el reconocimiento? ¿Cuál había sido su moneda de pago? En verdad, los focos abrasaban, los aplausos y ovaciones ensordecían, los halagos empachaban hasta la voracidad y la gula más desmedidas.

El egotismo; aquel sentimiento omnipresente y exagerado de sí mismo. ¡Maldito botín! ¡Pútrido miasma!  Verdadero tirano, y despiadado e implacable verdugo. ¿Merecía realmente la pena venderlo todo por los aplausos, por la admiración, por la quincalla hueca y la bisutería falsa de la vanidad?

Habló para sí mismo pero en un templado y clarividente susurro. Como un insignificante regato de montaña a quien nadie escuchara. Mariana sí que lo estaba escuchando. Lo había escuchado durante toda la vida. Ella siempre escuchaba a todos desde su penetrante silencio. Ella era, una vez más, el nítido espejo que devolvía a cada uno su verdadero rostro, la omnisciente conciencia que hacía que cada cual se hablara a sí mismo con verdad y rigor, sin falsedad alguna.

Cuando él se detuvo, ella le miró a los ojos, le sonrió, le arregló el embozo y, sin siquiera preguntarle ni decirle nada, apagó la lámpara y salió de la habitación muy suavemente. Su misión estaba consumada. Él la sintió alejarse por el pasillo con su paso inconfundible como si se dirigiera hacia la eternidad. Soñó con inmensos paseos al amanecer por una playa desierta e infinita.  

El maestro nunca volvió a interpretar a nadie. Había llegado el momento de querer interpretarse a sí mismo. Tal vez el papel más importante y difícil para cualquiera que decidiera ser el actor de su propia vida. Y esta interpretación, a diferencia de todas las anteriores, solo tendría el íntimo y silencioso reconocimiento; el único reconocimiento que valía la pena.

 

“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

 Eclesiastés, Capítulo 1

 

J.Y.

domingo, 26 de diciembre de 2021

(74) La sublime dignidad de los proscritos. (De bobos y bufones).

 

 



 

 La sublime dignidad de los proscritos. (De bobos y bufones).

Eran  otros tiempos. En nuestro país cada pueblo instituía a su bobo; cada corte exhibía a su bufón.

 

MANUELA  tenía un marido entibador y dos “guajes”. El salario era ajustado,  pero iban tirando. Hasta que un día rugió a destiempo la agria sirena de la mina y, tras ella, se desbocaron las aciagas campanas de la iglesia. Y, al mediodía, bajaron desde la sucia boca, por la vereda ennegrecida y descarnada, tres cuerpos en parihuelas. Entonces se le quebró todo. Aunque el primer grito desabrido de Manuela no tuvo más remedio que recalar impotente en un dolor turbio y contenido. Un sufrimiento semejante a un charco enfangado y perenne en medio del hollín y la escoria de la mina. Y para rematar, tres semanas después, a la transida viuda no le vino la regla a su tiempo, y comenzó a crecerle la panza a porfía. ¡Virgen santa, que desatino! ¿Cómo Dios podía equivocarse tanto con los pobres?

 TOMÁS nació siete meses después, canijo, colorado en extremo y asustado cual si mirara perennemente al diablo. Las comadres, haciendo un cínico esfuerzo por halagar a la desabrigada madre, sentenciaron que el “rapaciño” estaba muy bien “compuestito”. Que era una forma suave de aseverar que era una birria de retoño con muy pocos posibles de mejora. Extremo que se confirmó cuando el muchacho dio en estar remolón en el asunto del andar, puesto que para el atrevimiento de la locomoción tardó en arrancar más de cien días. Y luego en lo del habla, qué decir.  Comenzó a mal-masticar las palabras, y así siguió sin que jamás pudiera predicar con soltura y manejar con atino letras, armonías o frases.

Y así, la torpeza en el tránsito y la lengua perezosa y de trapo, pronto lo condenaron a la tontuna social: “Tomasito el bobo”. Su madre lo achacaba al pasmo que a ella le supuso la muerte violenta de su hombre y al embarazo azaroso y lleno de negruras que la sobrevino. “Al mi cuitado le faltan luces, pero es muy buena esa criatura”; decía ella siempre con un punto de resignada dulzura.

 DON JUAN, que era el maestro del pueblo, pronto lo cobijó bajo su ala. Miraba con compasión a aquellos ojos que siempre presentaban redondez de incomprensión y pasmo. Él, con ternura infinita, trataba de distraer y disipar, cual sol sobre la niebla, aquel dolor infantil que parecía no tener contención ni fronteras. Y, como el muchacho era tardo en destrezas, se lo llevaba a su casa tras las horas de escuela y lo instruía en sueños, pinturas, músicas, viajes, inventos y mitologías. A la vez que lo libraba de la pueblerina y salvaje turba lacerante.

También, para mitigar la exigencia extraescolar, la mujer del maestro, doña Petra, solía invitarlos, a ambos cada tarde, a un chocolate con picatostes en invierno y a una limonada fresquita en verano. Ellos en casa ya no tenían hijos. Así, con sutil protección pero con férreo empeño, Tomás, aprendió a leer y escribir y, sobre todo a soñar y a construirse un mundo imaginario y mágico. Todo, al margen de aquel otro cruel y agresivo con el que el pueblo lo mancillaba desde que lo había instituido por unanimidad y sin remedio como “el tonto oficial del mísero villorrio”.

LA SEÑORITA IRENE era una viuda núbil. Tenía ya más de cincuenta años. Hija única, había atendido las enfermedades y muertes de sus ricos progenitores, entre primores, delicados organdís y devotas oraciones. Sin pensar nunca en ningún modo en lujurias ni en libidinosos devaneos. Tras el último óbito familiar, quedó metida en años pero arropada con singular fortuna. Sola y madura, empapada de novenas y bordados de filtiré y bolillos, pronto cayó en las redes del arcaico don Senén. Un crápula arrogante con más prosapia que cuartos, que pronto la embaucó con lisonjas y la atrajo al conyugio. Todo quedó en la ceremonia sacra, porque en el catre, la virginal dama se quedo a dos velas. Él decía que era de eyaculación seca, pero en realidad era de envite flácido y sin ningún posible o alegría. Un respiro le dio a ella el hecho de que, a los once meses, el taimado disparate, las espichó tras un vahído súbito. Y, ella, tras los llantos de rigor, los cirios chorretosos y las novenas pagadas con magnificencia, conservó su fortuna, los títulos de él, y su virtuosa castidad cual viuda incorruptible  a perpetuo.

“LA DRIGUERA”. Tomás llamaba así, con su lengua torpe de cartón, a aquel sitio, porque allí era donde él se cobijaba como animal herido. “La madriguera”, era un cuartucho en el jardín de la señorita Irene en el que se guardan las herramientas. La señorita Irene le había asignado a él las labores de jardinería. Por esas tareas le daba un estipendio y le permitía que utilizara aquel refugio para lo que él deseara. Un catre, una mesita y una silla, eran todo su mobiliario. Únicamente le impuso que en una de las paredes siguiera colgado un sencillo crucifijo. Pues, para ella, era la garantía de redención segura. Pero en aquel cuchitril de solo un ventanuco, Tomás se encontraba en la auténtica gloria. Hasta la señorita Irene le había hecho entrega de la llave; llave que solo él poseía. Ser dueño de una llave era ser el señor de algo casi propio; toda una categoría que lo enorgullecía.

“LA FLOR DE LA MANCHA”. Así figuraba como nombre en la botellita de tinta fina fabricada en La Solana (Ciudad Real) que, junto con un palillero azul celeste y un plumín de marca Johann Sindel, le había regalado don Juan en su dieciséis cumpleaños. Todo un magnífico equipamiento que a él le permitía ensimismarse y pasar, feliz, horas y horas escribiendo con esmerada caligrafía; tomando notas y confeccionando apuntes en su “driguera”. Aquel era su universo, y nada parecía pedir más a su sencilla existencia, a salvo de burlas, acometidas y desplantes.

LA CAJA DE CARTÓN. Completaba el utillaje de aquella su empresa, una pequeña caja de cartón a modo de archivador. En ella iba colocando con exquisita y marcial disposición cuantos papelitos iba él escribiendo, cual el fichero del más pulcro de los bibliotecarios que pudiera existir. En él coleccionó, día tras día, emoción tras emoción, pensamiento tras pensamiento, cuanto iba pasando ante sus ojos, por sus reconcomios y por su misma alma. “¡Dios mío, Tomasillo (que así lo llamaba don Juan), escribes más que “El Tostado”!

El Tostado había sido un Obispo de Ávila llamado don Alonso Fernández de Madrigal, quien escribió hasta la saciedad. Le explicó para su culturización el abnegado maestro.

LA ENTREGA. Pasados algunos años, un día, con solemnidad de prelado, Tomás, pidió al maestro que lo acompañara a la “driguera”. El entrañable prócer lo siguió complacido. Le encantaba a él dar largos paseos con el muchacho por las afueras del pueblo y visitar el jardín de doña Irene, que Tomasillo tenía siempre como un auténtico primor. La sorpresa fue cuando el muchacho no le mostró ni macizos de flores ni arriates, sino que, con ceremonioso ritual, le entregó su cajita de cartón. Lo hizo éste como quien estuviera confiando su auténtica alma, en el más puro acto de generosidad y devoción que alguien pudiera profesar. “Llévesela usted”, fueron las únicas palabras que acompañaron a aquella entrega mística.

LA LECTURA. Ya en su casa, en la penumbra de su galería y a la dorada y mortecina luz del atardecer, don Juan fue entrando en la maravilla apabullante del universo mágico de Tomás. Tras la lectura de los primeros papelillos, sus manos adquirieron un emocionado temblor y su espíritu le ocupó el corazón con una sorpresa infinita. ¿Cómo podía aquel muchacho atesorar tanta sutileza, inteligencia, perspicacia y madurez? ¿De dónde tanta cordura, elegancia y sensatez? En aquellos papelitos estaba recogida toda la vida del pueblo; la social y conocida, pero también la más íntima y secreta de sus habitantes. Mentiras, vicios, faltas, engaños, traiciones, amoríos, infidelidades, rencores, contubernios. Todos los habitantes figuraban allí como en una abigarrada panoplia, como en un  barroco retablo de vicios y virtudes, tallado por un iluminado artista omnisciente y omnipresente. Y, además, todo estaba descrito y anotado con la rigurosidad, el respeto y la distancia del mejor de los cirujanos. No existía ni un solo atisbo de crítica o valoración. Era, sencillamente, la visión del ojo riguroso de un auténtico dios superior e infinito.  

LA DEVOLUCIÓN. Don Juan, tras la completa lectura, cogió aquel tesoro bajo el brazo y con el ánimo suspendido fue a ver a Tomás hasta su madriguera. Con una mirada intensa, plena de respeto y amor, entregó la caja al muchacho. “Dios mío, Juanillo, solo puedo decirte que eres la persona más sorprendente que he conocido nunca”.  El muchacho cogió la caja como una fortuna recuperada, como una alhaja de valor sempiterno. Y con su lengua siempre torpe balbució algo que el maestro entendió como: “Solo quería que usted supiera cuánto ha logrado conmigo y cuánto le quiero: padre”.

LA HOGUERA. Y acto seguido arrimó una cerilla a unas cuantas ramas que tenía ya dispuestas en un extremo del jardín de la señorita Irene. Y, cuando las llamas fueron lenguas azules y doradas, volcó el contenido de la caja. Pronto el papel ardió con vivacidad y chisporroteo. Y, en pocos minutos, solo fueron cenizas entre los rescoldos y pavesas blancas como mariposas volando por el aire. “La hoguera de las vanidades”  se encargó de silenciar todo lo que debía seguir para siempre en silencio. El maestro posó la mano sobre el hombro de Tomasillo, como hacía a menudo, y le dijo: “Hijo mío vamos a dar nuestro paseo”.

 

Una vez más, el que era considerado como el más lerdo, resultaba ser el más sabio y lúcido de todos y el alma más pura y brillante.

j.yáñez

jueves, 18 de febrero de 2021

(73) Las vidas "vaciadas".

 


 Las vidas “vaciadas”.

Yo, Ambrosio Martín Pérez, para servir a dios y a usted, Que así me enseñaron a decir cuando chico, En la escuela, la de don Crescencio, que de aquella era el maestro del pueblo, Un rojo irredento, decía de él don Ambrosio, el cura, Que yo nunca he sabido lo que eso significa, Ni lo he querido averiguar, pues me imagino que no es cosa buena, Y don Crescencio, ser, era hombre de ley, Eso fue, más o menos, dos años después de que terminara la guerra, Menuda gazuza se pasaba de aquella, Servidor fue a escuela solo cuatro años, Luego ya con el ganao al monte, Primero a llevarle la comida a mi padre a mediodía, Luego ya con las cabras del pueblo, de continuo, desde que amanecía hasta el oscurecer, con frío, viento, lluvia o la calor, qué más da, Hasta que me hice quinto y me mandaron a servir a Melilla, Yo nunca había salido del pueblo, El mar no lo había ni siquiera barruntado, Y tampoco me había subido a un tren, Y a los moros tampoco los suponía tan negros y con faldas y con el trapo ese en la cabeza, Dos cabos con galones nos llevaron a todos, Yo, pues qué quiere que le diga, iba más bien pasmao, Para mí todo nuevo, Nos daban muchas voces y algunos empujones, Como si fuéramos talmente ganao, Para que nos aligeráramos decían, De aquí fuimos el Salustio y un servidor, Dos pájaros bobos, que se dice, En el cuartel, los primeros días muchos nervios y congojas y carreras con eso de formar y la diana, Yo ni a dormir me hacía, Luego ya nos enseñamos a decir “a la orden de usted” y  a hacer la instrucción, y nos acostumbramos al cetme, al tiro y a las maniobras, El rancho estaba muy bien. Di en, si no engordar, ponerme bien lustroso, Lo que más me gustaba eran las guardias, en la garita, solo, por la noche, viendo las estrellas que eran iguales como las de aquí, pero con olores a mar, Yo ya de aquella me hablaba con la Reme, No sé si nos habíamos hecho ya novios o no, Algún medio arrumaco sí nos habíamos hecho, Pero no habíamos pasado a mayores, Aunque yo, antes de ir a la mili, ya estaba algo verraco cuando andaba con ella; me daba golpes el corazón y se me entiesaban los bajos, Pero ella no me dejaba ni siquiera palparla, Si daba en acercarme, la entraba la risa floja, me daba manotazos, se santiguaba, decía Jesús Jesús, y se iba corriendo, Pa África anduvimos veinticuatro meses, Cuando volvimos ya veníamos como unos señoritos, Con la misma maleta de cartón atada con un cordel con la que nos fuimos, pero con otros aires, dónde va a parar, Se notaba que, tanto el Salustio como un servidos, ya teníamos mundo, que se dice, Mi padre me miró de arriba abajo receloso, con el cigarro apagado y seco a un lado de los labios, y no me dijo nada, La pobre de mi madre no dejaba de abrazarme y llorar, y también decía Jesús Jesús, pero con otro aquél que cómo lo decía antaño la Remedios, A ésta, cuando la vi, ya supe bien clarito que sí que éramos novios, Enseguida me dejó que la palpara algo, en lo oscuro, Y dimos en vernos todos los días, por la noche, Yo iba a su puerta, Ella por dentro del portal y yo por fuera, Eso era a horas en que ya hubiera entrado su padre y el pueblo entero estuviera recogido, Luego de estar un rato, cada uno a cenar a su casa, Pero yo me volvía ya cada noche con el regusto de un beso entre los labios, Y me sentía como un marajá, Que de aquella ya sabía yo que eso era como un rey de por ahí lejos, pero rey, Luego, nos pregonamos, y nos casamos, Nada de festejos, A las siete de la mañana, nos ayuntó don Ambrosio, que seguía teniendo la misma mala hiel de siempre, Y luego a almorzar, y yo para el monte y ella para el chozo a hacer los oficios, que siempre ella fue muy afanosa, Pero, al ser ya marido y mujer, ya cambiaron las cosas, Yo siempre he andado al ganao, pero fui mejorando, y hemos vivido bien; sin holguras pero con dignidad, Los dos hijos nos han salido buenos, Ellos sí han tenido escuela, Y después de su mili, los dos salieron con empleo, el grande de mecánico, el chico en La Renfe, Andan en la capital, y por aquí apenas si se asoman, A mí, desde que se me fue la Remedios se me secó la vida, Pero qué voy a hacerle, El pueblo también se ha ido resecando poco a poco, Ahora ya solo somos cuatro, Serapio y la Lorenza, el tío Majuelo, que le decimos, y yo, Yo tengo una chiva, la Conchita, me hace compañía, y nos repartimos la leche entre los cuatro, Nos vemos un rato cada día, pero luego cada cual a lo suyo, El Majuelo tiene atendido el camposanto, por si es necesario, Lo demás: tapiones de adobe costrosos y caídos, casas destripadas, y tejados hundidos como por una bomba añeja y silenciosa; polvo y calor en verano, y barro y frío en el invierno, Aquí el tiempo siempre es recio de cojones, con perdón por el dicho, Una vez a la semana viene el José Luis, nos trae el pan, algo de frutas, carne, y de vez en cuando pesca, Patatas, judías y lentejas tenemos para el año, Y si nos faltan a alguno, los otros no lo remediamos, Ah, también, el José Luis nos trae las boticas, y la pensión a primeros de mes, Le tenemos firmado un papel, Aquí no hay Ayuntamiento, pero nos tienen dado un teléfono, que lo custodio yo, por si nos pusiéramos malos o algo de eso, Han querido llevarnos a una Residencia, que dicen, pero los cuatro somos cuatro modorros, Qué le vamos a hacer, la querencia del pueblo y que somos antiguos y con medianas luces.

………………………..

Ambrosio está sentado en una silla baja. La lumbre en el suelo arde con brío. Lenguas rojas y doradas con perfiles azules lamen una pared sin edad con una costra negra y brillante como de azabache. El hombre juega con el atizador a leer embelesado las cenizas. Fuera el viento silba. Se le puede oír a través del embudo oscuro y grande de la chimenea. Ambrosio desgrana una y otra vez su eterno monólogo; es lo mismo de cada noche; el mismo de siempre. A su espalda, sobre una mesa vieja, fregada un millón de veces, está el televisor desgranando su parloteo ajeno e incesante. Él lo enchufa cada noche, pero jamás lo atiende. En un rincón, sobre un saco, descansa la Conchita. La cocina huele a un humo sin edad ni memoria.

El pueblo es un fantasma desolado y decrépito. Sobre él ha pasado la guerra implacable del tiempo. El camino de acceso es como una piel grande que una culebra hubiera abandonado al sol hace ya muchas mudas. Aquí no viene nadie. Únicamente, en la espadaña de la iglesia, cada año por San Blas, acuden las cigüeñas fieles a su nido. Tienen sus crías y animan el verano. Y, así, la vida, aunque reseca y muda, continúa.

j.yáñez

viernes, 29 de enero de 2021

 (72)  Una lágrima antigua.

 

 

 

 

   Inés miró a través de los cristales. Era un día invernal con luz de plata vieja, lluvioso aunque no frío. Su mirada perennemente acuosa desde cuando la guerra, se unió a las largas lágrimas que bajaban por el vidrio como niños traviesos que se resbalaran por un tobogán. El viento rompía sobre él con desigual pero obstinado afán, mitad lucha fingida, mitad juego violento. Se estaba bien allí frente a la ventana, sentada junto al radiador con la manta de punto sobre las rodillas. Sensación de abrigo y seguridad ante la  terca intemperie.

Hasta allí la aproximaba en su silla de ruedas la auxiliar que cada día venía a levantarla, asearla, ponerle su colonia de Álvarez Gómez y servirle el desayuno. Era una chica muy joven. Seguro que era alguien a quien querían en su casa. Siempre traía buen humor y siempre le decía algún piropo, que ella no se creía, pero que la reconfortaba y la hacía recordar  pasadas lozanías.

La habían llevado a la Residencia cuando ya vio su hijo que no se manejaba para vivir sola. A Inés el pueblo le gustaba mucho, pero… Al Jenaro lo habían dado tierra, iba ya para seis años. Y, tras eso, a ella ya no le quedaba faena alguna que hacer. “Ya ve usted, total, para una sola y las pitas…” La vida era así, te iba quitando todo poco a poco: fuerzas, vista, familia, memoria, ilusiones y hasta a las gallinas. Y, así, te iba arrinconando, hasta que un día te dejaba sin oficio y sin sueños. Entonces solo te restaban los recuerdos que se iban difuminando como humo de niebla…

Cuando la llevaron, su nuera, que era muy cariñosa, le trajo un geranio de un rojo como de brasa encendida. Así es que vinieron, ella, la maleta y el geranio.

En el buen tiempo pedía que se lo sacaran al alféizar. Pero un día avanzado el otoño, se le olvidó meterlo, vino el relente y se lo amustió. Inés le habló para animarlo, lo regó un poquito, trató de convencerlo de que resucitara, pero no hubo manera. Vamos, que se le fue con dios como el pobre Jenaro. Así es que ahora estaba sola. Únicamente tenía lo que el día quisiera acarrearle: sol, nublado, lluvia, viento, silencio o sereno aburrimiento. Es decir; lo que al día se le antojara administrarle. Por eso, sin que la vieran, desmigajaba una galleta de las del desayuno, y cuando podía la echaba al alféizar por ver de llamar el hambre de algún animalito. En este mundo siempre había algún necesitado; bien lo sabía ella.

Y así fue. Era un pajaruco feúcho, más bien chiquito, tal vez sin nido ni acomodo, pero muy vivaracho. Cuando lo vio por primera vez se le escapó un hilo de esperanza, una sonrisa tenue e insegura.  Pero, cuando volvió puntual al día siguiente le dio un pellizco el corazón, casi como, cuando de joven, veía en el baile a un mozo frondoso y bien plantado que la hiciera tilín; qué cosas… Y, tras esto, ya supo que tenía un…, bueno, un lo que fuera. Y dio en pensar dónde viviría el animalito, si tendría familia; vamos: pareja, hermanos, padres, abuelos, compañeros, y la entró la congoja. Esa angustia que viene siempre fuertemente amarrada al cariño. Desde entonces se convirtió en su cuidado y su preocupación, pero también en su alegría y su razón de vivir, por exagerado que esto pudiera parecer. “Uno vive a veces por cosas tan insignificantes" -pensó-, y se miró a las manos vacias y arrugadas.

No dijo nada a nadie, ni siquiera a Rosana que era la chica que la atendía. Decidió que aquel sería su secreto, vamos: como su amor prohibido y misterioso. Menuda ocurrencia. Entonces se dio cuenta de lo importante que era tener “un secreto”. Nadie debería dejar de tener los suyos. Tener secretos era ser propietario. Pero si se contaban, uno se queda sin nada y además se convertía en rehén de otros.

Las gentes en sus vidas siempre tienen secretos, son su patrimonio, su intimidad inviolable. Pero cuando uno envejece y se hace dependiente, lo peor de todo -pensó- es que uno se queda sin intimidad; sin secretos. A ella le costó mucho que comenzaran a ducharla. No es que no agradeciera los cuidados ni que ella fuera sucia o mojigata, pero eso de que la tuvieran que ver desnuda; eso la rompía cada día el alma. “Y mire usted qué memez, si bien sé yo que todos tenemos los mismos colgajos y fofas entretelas. Pero cuando a una se lo tienen que ver todo los de fuera, pues qué quiere que le diga, que una pierde lo que es suyo y se queda desvalijada y como a la intemperie para siempre”.

Todo iba muy bien. Nicolasín venía a diario aunque lloviera, saltaba vivaracho, picoteaba las migas satisfecho, daba algunos respingos, algún vuelo corto juguetón, y luego se marchaba y, si te he visto, no me acuerdo. Y hasta el día siguiente. Pero a ella con eso le bastaba. A Inés le gustaba perfumarse y acicalarse, aunque él no pudiera percibir su olor a flores frescas.

Así discurría su vida hasta que un día, la bajaron a la sesión de fisioterapia, y Maruja, aprovechó  para hacer una limpieza más general del cuarto.

-Inés. Te he dejado la habitación como los chorros del oro. Hasta te he  echado zotal y lejía en la repisa exterior de la ventana, que nos la tenían perdida de cagadas los condenados pájaros. Esos ya no vuelven a ensuciarnos; que se vayan al diablo.

Inés abrió los ojos con una hila de espanto que aún le restaba rezagada de cuando la guerra. Luego, casi inaudible, dio las gracias por el servicio. Y cuando se cerró la puerta y se quedó sola, una lágrima gruesa le resbaló por la cara y le bajó hasta hundírsele en el calor de su cuello. Entonces un traqueteo seco le retumbó en las sienes y recordó los fogonazos de los fusilamientos. Y en un lugar remoto de sus ojos apareció el sucio y desconchado paredón de las ejecuciones a las afueras de su querido pueblo. Ese tapión que ella luego nunca pudo volver a mirar, y ante el que, al pasar, siempre había bajado la mirada. Matar era matar, en cualquiera de sus formas –pensó. ¡Maldita cosa!

j.yáñez 



miércoles, 20 de enero de 2021

(71) De la vida a la existencia.

 

El amanecer era espléndido, aunque un vientecillo de seda cosquilleaba las hojas tiernas de los árboles moviéndolas cual livianas monedas de un pañuelo de danza. A lo lejos, la cinta plateada del río Pleitos zigzagueaba como una sierpe de abalorios de cristal verdoso. Todas las delegaciones habían vivaqueado al raso en el bosquecillo de laureles, junto a la peña Hiampea. En esas frondas se sabía que holgaban, coquetas e incitantes, las musas protectoras de la poesía y el canto. También espiaban por allí las ninfas y las náyades de las fuentes. Entre el templo de Atenea Pronaia y el manantial de Castalia, los atletas casi dispuestos para la formación exhalaban un halo de impaciencia, congoja y emoción al mismo tiempo. Todos miraban, furtivos e implorantes, hacia las crestas del sagrado Parnaso, que se erigía sobre ellos, soberbio, pero velado entre nubes de lana blanca cardada.

Tras purificarse en las aguas vivificantes de la sagrada fuente, las delegaciones, en perfecta formación ya, iniciaron su aproximación al Sagrado Santuario de Apolo. La tierra palpitaba con sus pasos acompasados como un tambor contundente y gozoso. La fronda exhalaba el frescor de las mil hierbas tiernas.

Entrar en el recinto santo por la puerta de Milcíades le cerró la garganta y le vidrió los ojos. La solemne procesión de las delegaciones, atletas, músicos y helanódicas ascendió con suntuosa lentitud, deteniéndose para honrar cada monumento. La Vía Sacra era un emporio de brillo y de grandeza: el exvoto espartano a Egospótamos, las esculturas de Polímedes de Argos, el tesoro de Sición, el de los Sifnos, el de Tebas; el tesoro de Atenas, el Bouleterión, la Esfinge, la roca de la Pitonisa, la columna de Naxos, la stoa de Atenas; el tesoro de Corinto, el Pritáneo; el Trípode de Platea, el carro de Oro de Rodas, la stoa de Atalo, el Santuario de Neoptolemo, el monumento de Tesalia. Y, por fin, el imponente santuario de Apolo. Imposible sujetar una lágrima.

 

Participar en los Juegos Píticos otorgaba una gloria difícil de cuantificar. Para él, como representante de Atenas, jamás podría caber mayor honor.

Al  pasar la larga comitiva junto al ónfalos, hito donde se consideraba que estaba el ombligo del mundo, cerró los ojos y aspiró el aroma de la gloria. Ahora el calor de la mañana era ya sofocante. El ardiente Helios presidía en lo más alto del cielo. Poco tiempo después su pie descalzo pisaba la faja de mármol que señalaba la línea de salida en el estadio. El gentío rugía de entusiasmo. Notó que un calor asfixiante o un fuego extraño le ahogaba las entrañas. Participar en los Juegos Píticos en el lugar donde Neoptolemo, hijo de Aquiles, había sido asesinado por Orestes, era algo que para un griego lo colmaba de dicha. Sin duda, la corona de laurel lo aguardaba.


La carrera se resolvió en un instante. Exánime y reseco, sin aliento posible, sintió el ahogo feroz de la derrota. El bramido de la muchedumbre le golpeaba el cráneo hasta el aturdimiento.  Desorientado, huyó del lugar e, incierto, corrió ladera abajo. Atrás quedaba para siempre el esplendor de la gloria y sus áureos clamores.

 

Inconsciente se cobijó en la columnata del templo que miraba, ajena e impertérrita, al abismo del valle. Hundido y humillado, buscó a lo lejos, con la vista nublada, el golfo de Corinto. La extenuación debió derribarle y le sumió en el desfallecimiento del desencanto y el sueño. Ya de noche, despertó. No había nadie. El recinto del Santuario estaba profundamente mudo y vacío. Se izó inseguro. Sintió una punzada en la espalda. Paso, instintivamente, su dedo. Y, a la luz de una luna fría de gasa plateada, sintió una serosidad. Llevó su dedo a los labios y gustó el sabor ferruginoso de la sangre. Una pequeña concha de molusco, incrustada en el tambor de la columna en la que había estado apoyado, le había herido levemente la espalda.         

 

Pasó la vida. Una vida vulgar y sin laureles. La vida serena de un buen alfarero en el barrio de Keramikós. Un día, al final de su tiempo, volvió al Santuario de Apolo y buscó el lugar donde había reposado el día de su derrota. Allí estaba. Lo recordó con extraña precisión. Y allí estaba la pequeña concha que le hirió en la espalda; él aún tenía su diminuta marca. Se sentó apaciblemente en el mismo lugar. Volvió a mirar hacia Corinto. Entonces una voz suave le dijo: 

“Aquí estás de nuevo. Nada ha cambiado. Tu vida como humano ha sido la que debía ser; tan solo eso. Nunca se es, ni más ni menos, que lo que nos depara el inmenso misterio. Al fin y al cabo, todos somos, irremediablemente, mortales e infinitos. Vamos deambulando por donde se nos dicta, sin nuestro concurso; adoptando y aceptando diferentes modos de existencia. Yo, ayer, molusco ágil en un mar remoto y proceloso. Hoy, fósil atrapado en el tambor de este sagrado fuste. Mañana, grano de tierra tras un derrumbe futuro pero irrefutable. No te aflijas, la vida acabará, la existencia jamás. La clave está en ser dócil ante ese misterio. Nadie es más que nada. Aquel día creíste perderlo todo. Hoy puedes aprenderlo todo”. 

Miró a la concha. El sol arrancaba de aquel molusco muerto hace miles y miles de años un brillo de nácar redivivo. Acercó el dedo a sus labios y, luego, con la humedad de un beso, la toco con él. Entonces comprendio que el universo entero estaba "vivo" porque palpitaba a través de la existencia eterna. Así era el misterio.

j.yáñez