domingo, 29 de abril de 2018

(66) 1.05.2018 Ser libre no es sencillo.




“Patroclo” Jacques Louis David (Musée Thomas Henry, Cherbourg, France)



Ser libre no es sencillo.


Sintió que la vida diaria le oprimía. Una sensación de asfixia ya insufrible como un trapo alojado en su garganta. Había llegado hasta allí, como todos, embaucado por un sistema de luces, fanfarrias y oropeles que iba arrollando a todos cual una apisonadora de seducción y de amarras. En un arranque de valentía se gritó a sí mismo; “Se acabó ¡quiero ser libre!” Fue un aullido de lobo solitario enfurecido. La decisión sonó dentro de su cabeza como un trueno dentro de una cacerola. Sin duda era una determinación complicada, pero él se sintió -por primera vez- como dicen que se sienten los benditos, los en gracia; los purificados. ¡Ser libre! ¿Qué podía haber mejor que eso? Y, además ¿no era ésa la aspiración más importante y digna de todo ser humano?   Y se puso manos a la obra.

Se despidió en su trabajo; tiró del cable del ordenador y dio una patada a la papelera. (Tenía algunos ahorrillos para subsistir).

Dejó a su familia, a los amigos, su casa, su país, y eligió un destino que consideró suficientemente lejano a toda vinculación y aceptablemente virgen. No llevó ni equipaje ni libros. Lo puesto y ya está. Ni cepillo de dientes. Averiguaría cómo era la higiene de los primitivos.

Rompió su agenda de contactos, tiró su teléfono móvil y desechó su tablet.

Llegado allí, abandonó horarios de comidas, de sueño, de… todo.

Los recuerdos se empeñaban en merodear en su cabeza como nubes sucias en tarde de borrasca. Se los sacudió como pudo, incluso a manotazos. ¡Fuera el tiempo pasado!

Se despojó incluso de sus ropas, pues, en su radicalismo liberador, consideró que le suponían un agobio y un insufrible lastre. El clima amable del lugar se lo permitía y, en la soledad del entorno, no causaba escándalo alguno un simple taparrabos. Los árboles y los animales eran todos mudos y muy liberales.

No obstante, la ética y la moral adquiridas le seguían apretando por dentro. Decidió darlas un hábil esquinazo. No le fue fácil, pero… ¡a la mierda con ellas!

Incluso, su idea de dios, era una coyunda que había que arrancar. Lo hizo, o creyó que lo hacía.

Sin gente, sin casa, sin país, sin horarios, sin recuerdos, sin ropas, sin principios, ni ética, ni moral, ni dios -por fin-  se sintió libre. O, al menos, muy próximo a ello.

Entonces respiró profundamente: inhaló con inmensa parsimonia. Exhaló pausadamente. Y se quedó a la espera de lo que sucedía.

Aguzó el oído.  Nada de nada resonó; sólo un inmenso silencio lo ocupaba todo.

De pronto, entendió que la libertad radical era una intemperie muda en la que uno dejaba de existir. Entendió que la libertad era un mero punto en el horizonte humano al que había que tender con firme convicción, como si fuera posible alcanzarlo, pero que su grandeza -como la de las auténticas verdades- residía en que era inalcanzable en su integridad. Desasirse enteramente era quedarse absolutamente solo, y eso resultaba aterrador.
Entendió que la libertad es un pacto consigo mismo y con los demás, que hay que acordar, sin falta, cada amanecer. Y no importa que cada anochecer comprobemos que, invariablemente, ha sido quebrantado. Ahora estaba seguro de que en ese empeño tenaz y en esa contrariedad constante residía su única realidad y el esencial equilibrio de lo que llamamos Libertad.
Y se dijo: Ojalá contáramos cada uno con un auriga como Patroclo para guiar los caballos de nuestros anhelos hacia la irrenunciable Libertad.
j.yáñez.        
                                                                                                   
“El hombre nace libre y, sin embargo, vive en todas partes entre cadenas”. (Rousseau).

domingo, 15 de abril de 2018

(65 15.04.2018) El hombre del Nirvana.


        Gompa de Ladakh.



El hombre del Nirvana


Cada mañana su madre miraba con ternura hacia el punto más alto de Ladakh. Allí, en el Gompa, vivía su hijo, y su corazón lo añoraba permanentemente. Sin duda, aquella cresta gélida, a tres mil quinientos metros de altura, debía ser el lugar más alto de la Tierra; el lugar más próximo al cielo y a la Divinidad. La blancura vertical de los muros del monasterio sobre la alfombra pura de la nieve así lo atestiguaba.

El muchacho se había obstinado en ser monje budista. Por ello lo entregaron al monasterio apenas hubo cumplido los diez años. Una sola túnica color teja y azafrán.

A pesar de los otros novicios, Lozan, pasaba el día junto al compañero de igual edad que le habían asignado. Los veinte grados bajo cero de día y los treinta de las noches, les aunaba en cuerpo, actos y en espíritu. Hasta el aliento mutuo había que aprovecharlo. Todo, pues, era mejor hacerlo juntos. Ocho meses de invierno.

Levantarse al alba, deshelar el agua para el aseo, adecentar su habitáculo, calentar el té con manteca para el desayuno utilizando estiércol seco, acarrear el agua, honrar a Buda, estudiar las escrituras sin descanso y la práctica perenne de la meditación, eran sus tareas diarias.

Aun pudiendo visitar a los suyos cuando lo deseara, su enorme celo y su imperioso anhelo de perfección, le hicieron prescindir de todo cuanto debilitara su fortaleza y distrajera su espíritu. La vida rigurosa y austera, y su tenacidad en la virtud, ocuparon toda su existencia. Con el paso inexorable del tiempo, su conocimiento de la filosofía budista y el desprendimiento de lo material, lo situaron en un plano de perfección al que todos los demás miraban. Así, en su juventud, Lozan, era ya un maestro, guía y luz para todo su entorno. Sus enseñanzas penetraban en las mentes y apresaban los corazones. Era justo, prudente, y desechaba la envidia, la codicia y los deseos efímeros. Por ello, muchos fieles deseaban conocerlo y recibir la bendición de sus ojos. Su bondad y su compasión eran un referente de ahínco y santidad. Su espíritu era firme como las montañas que siempre había sublimado en su soledad.

Un día llegó al monasterio un peregrino procedente del estado hindú de Himachal Pradesh, situado entre El Himalaya y el altiplano del Tíbet. Se había formado en Likir y, tras pasar muchas horas ante la estatua dorada de Shiva, había huido en busca de otra verdad. Venía atraído por la fama del hombre santo del Gompa de Ladakh.  .

Cuando se le permitió, se situó humildemente frente a Lozan. Ante él permaneció muchos días casi en éxtasis. Recibió todas sus enseñanzas. Gustó de todos sus aromas santos. Pero su mirada palidecía, su ánimo se vaciaba y su espíritu iba penetrando en un pozo de desencanto infinito. Pasado un tiempo, en el que hasta el color de su piel se tornó más grisáceo y más céreo, el hombre santo le interpeló.   

Él respondió sereno pero firme: “Nada me aporta vuestra santidad. Vuestra perfección es excelsa pero fría y egocéntrica. Habéis llegado al Nirvana, pero lo habéis hecho solo. Vuestra práctica de la meditación os ha conducido a la liberación de vuestros deseos y a la iluminación. Pero decirme: ¿Dónde están los demás? ¿Dónde el dolor y el sufrimiento de los otros? Sois un ejemplo bello pero no un compañero de nada ni de nadie. No me interesa quien sólo se salva a sí mismo. Mañana partiré. Tal vez no encuentre nunca lo que busco, pero esa búsqueda perenne será mejor que vuestro hermoso hallazgo en solitario”.

J. Yáñez.


(En las publicaciones 39 a 45 de este blog se describen algunos aspectos de los monasterios tibetanos)


Monasterio de Likir, en Himachal Pradesh. 



(Foto: Pedro Tejedor , Tibet 2011) 


(Monje Monasterio Sera, participando en el combate teológico-dialéctico)








(Lago sagrado Yamdrok)