“Patroclo” Jacques
Louis David (Musée Thomas Henry, Cherbourg, France)
Ser libre no es sencillo.
Sintió que
la vida diaria le oprimía. Una sensación de asfixia ya insufrible como un trapo
alojado en su garganta. Había llegado hasta allí, como todos, embaucado por un
sistema de luces, fanfarrias y oropeles que iba arrollando a todos cual una
apisonadora de seducción y de amarras. En un arranque de valentía se gritó a sí
mismo; “Se acabó ¡quiero ser libre!” Fue un aullido de lobo solitario enfurecido. La decisión sonó dentro de su cabeza como un trueno dentro de una cacerola.
Sin duda era una determinación complicada, pero él se sintió -por primera vez-
como dicen que se sienten los benditos, los en gracia; los purificados. ¡Ser
libre! ¿Qué podía haber mejor que eso? Y, además ¿no era ésa la aspiración más
importante y digna de todo ser humano? Y se
puso manos a la obra.
Se despidió
en su trabajo; tiró del cable del ordenador y dio una patada a la papelera. (Tenía
algunos ahorrillos para subsistir).
Dejó a su
familia, a los amigos, su casa, su país, y eligió un destino que consideró suficientemente
lejano a toda vinculación y aceptablemente virgen. No llevó ni equipaje ni
libros. Lo puesto y ya está. Ni cepillo de dientes. Averiguaría cómo era la
higiene de los primitivos.
Rompió su
agenda de contactos, tiró su teléfono móvil y desechó su tablet.
Llegado
allí, abandonó horarios de comidas, de sueño, de… todo.
Los
recuerdos se empeñaban en merodear en su cabeza como nubes sucias en tarde de
borrasca. Se los sacudió como pudo, incluso a manotazos. ¡Fuera el tiempo
pasado!
Se despojó
incluso de sus ropas, pues, en su radicalismo liberador, consideró que le
suponían un agobio y un insufrible lastre. El clima amable del lugar se lo permitía
y, en la soledad del entorno, no causaba escándalo alguno un simple taparrabos.
Los árboles y los animales eran todos mudos y muy liberales.
No obstante, la
ética y la moral adquiridas le seguían apretando por dentro. Decidió darlas un hábil
esquinazo. No le fue fácil, pero… ¡a la mierda con ellas!
Incluso, su
idea de dios, era una coyunda que había que arrancar. Lo hizo, o creyó que lo
hacía.
Sin gente,
sin casa, sin país, sin horarios, sin recuerdos, sin ropas, sin principios, ni
ética, ni moral, ni dios -por fin- se
sintió libre. O, al menos, muy próximo a ello.
Entonces
respiró profundamente: inhaló con inmensa parsimonia. Exhaló pausadamente. Y se
quedó a la espera de lo que sucedía.
Aguzó el
oído. Nada de nada resonó; sólo un
inmenso silencio lo ocupaba todo.
De pronto, entendió
que la libertad radical era una intemperie muda en la que uno dejaba de
existir. Entendió que la libertad era un mero punto en el horizonte humano al
que había que tender con firme convicción, como si fuera posible alcanzarlo,
pero que su grandeza -como la de las auténticas verdades- residía en que era
inalcanzable en su integridad. Desasirse enteramente era quedarse absolutamente
solo, y eso resultaba aterrador.
Entendió
que la libertad es un pacto consigo mismo y con los demás, que hay que acordar,
sin falta, cada amanecer. Y no importa que cada anochecer comprobemos que,
invariablemente, ha sido quebrantado. Ahora estaba seguro de que en ese empeño
tenaz y en esa contrariedad constante residía su única realidad y el esencial equilibrio
de lo que llamamos Libertad.
Y
se dijo: Ojalá contáramos cada uno con un auriga como Patroclo para guiar los
caballos de nuestros anhelos hacia la irrenunciable Libertad.
j.yáñez.
“El hombre nace libre y, sin embargo, vive en
todas partes entre cadenas”. (Rousseau).