El elocuente peso del silencio.
El paso de la vida lo había convertido en un hombre metódico y pausado. Cada mañana, tras el aseo y el desayuno, entraba en su biblioteca; su celda monacal. Un cuarto interior, a salvo de ruidos, en el que una hermosa vidriera matizaba siempre la luz del mismo modo, creando una atmósfera como de ámbar; íntima y serena. Dos de las paredes configuraban una esplendida librería de madera color miel, y las otras dos estaban enteladas en un suave tono siena. Sobre una mesa rotunda de nogal, una lámpara tiffany parecía una libélula ingrávida que revoloteara sin desplazarse nunca. Aquel era su sanctasanctórum: su templo, su cripta; su mazmorra también. Allí se recluía y allí se encaraba cada día con el personaje que le ocupara, en un duelo pasional y terrible, a veces sublime y, otras, ominoso.
Allí se había enfrentado, cual Quijote a sus molinos, al Thomas Becket, de Anouilh, a El rey Lear, de Shakespeare, a Edipo Rey, de Sófocles. Al Segismundo de don Pedro Calderón de la Barca, al insigne Max Estrella, del delirante Valle Inclán. Pero también a Galileo Galilei, de Brecht, a El Tartufo, de Moliere. Y otros muchos personajes, de Arthur Miller, Tennessee Willians, Luigi Pirandello, Chejov, Henrik Ibsen y cien más. E, incluso, había hecho una interpretación arriesgada y memorable. Se trató de un sorprendente montaje de la obra “Las criadas”, de Jean Genet, que hizo palidecer de entusiasmo a la crítica más exigente. Esto le supuso su auténtica consagración a nivel mundial.
Aquel su idílico nirvana lo hacía posible la regia mayordomía que ostentaba la inefable Mariana. Era una mujer de impresionante aspecto, de mirada directa y verbo sereno y parco pero contundente. Clara, oportuna y perspicaz, Mariana se había solidificado como el alma real de la familia. Primero cuando las niñas eran pequeñas, y sobre todo ahora que, Claudia, su esposa, había decidido pasar largas temporadas en la casa de la playa. Mariana se hacía ayudar por Purita, una muchacha joven, que ella misma había seleccionado para las labores domésticas. Mariana era una institución. Había criado a Claudia cuando era una niña. Y ella se la había traído a su casa cuando se casaron. La gran mujer servía de consejera desde el silencio, de pausado equilibrio en los conflictos, de juicio superior ante las decisiones. Ella, sin ejercer de secretaria, filtraba las llamadas, contenía las visitas, y hasta seleccionaba la correspondencia, que a veces era molesta y hasta abrumadora.
Tras el paso del tiempo, él y Claudia seguían profesándose un cálido cariño, aunque, eso sí, ya desprovisto de pasiones o ardores. Se podría decir que habían alcanzado una madurada templanza que les había hecho arribar a un loable pacto en el que brillaban: independencia, respeto, lealtad y afecto. Jamás se habían sido infieles. Y eso que a él siempre lo habían asediado atractivas mujeres y a ella dandis memorables.
Al “maestro” (así lo designaban los de la profesión y no pocos más) le gustaban los boatos y halagos de la gloria. El glamur y el oropel lo fascinaban. El Círculo de Intelectuales, las tertulias de académicos, los acontecimientos sociales en el Mandarín Oriental, en el Intercontinental, o en el The Westin Palace, que citara Hemingway, lo seducían sobremanera. También le agradaba dar recepciones en su casa, cuando su trabajo se lo permitía, puesto que el sublime tacto, exquisitez y equilibrio de Mariana como “event planner” lo dejaba siempre en las cotas más altas.
Desde que Medea y Talía, sus hijas, habían levantado el vuelo del hogar, a él le encantaba, de vez en cuando, pasarse por París o Bruselas para verlas de una manera siempre breve. Allí vivían ellas con sus respectivas parejas; hombre y mujer, en cada caso. Era un emocionante placer deambular por Montmartre sintiéndose un bohemio o tomarse una copa de Moët & Chandon bien frío en la plaza Vendome mirando, tras la cristalera del hotel Ritz, la columna que erigiera Napoleón para conmemorar su triunfo en Austerlitz. Pero también le encantaba paladear una copa de brandy con unos bombones de Lady Godiva, en la Grand Place, de Bruselas. Si bien, estos placenteros periplos los hacía siempre solo. Con sus hijas, a lo sumo, comía en un selecto restaurant, hablaban un rato, se informaban mutuamente de proyectos y luego se despedían con cariño.
Su mundo era el teatro; el teatro y su público. A él había dedicado toda su vida. Por él se había dejado seducir hasta obnubilarse. Y nada había que le importara más que aquella ebria enajenación que le producía subir al escenario. Vivía, pues, para su público. Y, del fervor adicto de éste, había recibido admiración, fortuna y pleitesía. ¿Qué más podía pedir? A cambio, él, se entregaba a diario con fruición a su arte. Estudiaba y construía sus personajes con ahínco, y sufría en el intento desmedido de hacerlos suyos de un modo medular. Hasta tal punto que nada, absolutamente nada ni nadie, le importaba más que la excelsitud de su arte. En aquella arrebatadora vorágine se había sumido hasta llegar al punto de convertirse en un personaje más del deslumbrante y desmesurado gran teatro del mundo. Todas las horas del día, todos sus actos. Incluso, todos sus pensamientos y sentimientos no eran más que la obediencia ciega y penosa para ser aquel que la tiránica representación social esperaba de él. Todo un excitante y subyugador narcótico.
Cada tarde, tras un rato de reposo e interiorización de su personaje actual, Rafael, su chófer, lo esperaba en el garaje y lo conducía hasta la puerta misma del teatro. Allí se le abrían las puertas y todos, en el trayecto a su camerino, le mostraban su mejor semblante a la espera de recibir una mirada complaciente o un gesto propicio del gran divo.
Su camerino era un tabernáculo dedicado a sí mismo. Múltiples carteles recordaban sus triunfos más sonados en teatros del mundo. Su versatilidad lingüística le había permitido actuar en inglés y francés sin gran problema. Sentado frente a su espejo, constelado de lámparas, iniciaba el ritual diario de su maquillaje. Jamás había salido a escena sin él. Le había impresionado ver a los actores de la Ópera de Pekín maquillarse ante el público en el hall del teatro antes de comenzar la representación. Sí que en tales acontecimientos el maquillaje suponía algo inmensamente más profundo que el simple hecho de resaltar las facciones. Pero él creía que un actor debía conocer su rostro con minuciosidad para poder poner cada rasgo, cada rictus a merced de la representación. No le gustaba a él decir “función”, como siempre se decía entre todos los del gremio. Tampoco le agradaba aquello de desearse “mucha mierda”, haciendo alusión a cómo ensuciaban, hace años, las explanadas ante los teatros, los caballos de los múltiples carruajes que llevaban a los espectadores en los estrenos de gran éxito. Tras aquel sutil ritual, se concentraba en sí mismo y en profundo silencio entraba en una especie de éxtasis místico.
Cuando salía a escena, su enajenación ya era total, su transformación absoluta. Vivía para su impostura. Era como penetrar en un cofre de magia; en una vitrina de sueños. Allí estaba su público; la razón suma de su vida. Para ellos actuaba; para ellos sentía, hablaba: vivía. Tenía la rara habilidad de representar para personas concretas. Y así, con suma maestría, iba eligiendo, en la semioscuridad de la sala, a los espectadores uno a uno como un amante deseoso de seducir, de hipnotizar; de subyugar. Miraba y hablaba para cada persona elegida hasta que lograba que la mirada de ésta se le entregara sin reservas. Después pasaba a otra. De ese modo iba llenando el espacio de ojos refulgentes, de pequeños luceros en una centelleante galaxia. Dominaba el patio de butacas sin desatender, eso sí, a sus compañeros de escena. Era generoso y espléndido con ellos. Siempre la réplica exquisita, la intervención oportuna, el sublime matiz que les apoyara y engrandeciera. Le gustaban a él la intervención, sobre todo, con los personajes secundarios: Sempronio y Pármeno, de La Celestina; Ciutti y Brígida de Don Juan Tenorio; Enriqueta la Pisa Bien, de Luces de Bohemia. O el inefable Mercucio, de Romeo y Julieta. Este le enloquecía más que ninguno. Y así, cuando terminaba la obra, conseguía que su público se encontrase vibrante de emociones, plenamente deslumbrado, pues había asistido a algo inenarrable y ciertamente sublime.
Y así fue también aquella noche. Cuando descendió el telón, el teatro entero prorrumpió en una inmensa ovación. Como era costumbre, comenzaron a comparecer en escena todos los actores por orden de menor relevancia. Los aplausos se iban incrementando a medida que aparecían los protagonistas principales. Él debía salir en el último lugar. Entonces las ovaciones eran máximas, el público se levantaba, los bravos y los vivas resonaban por toda la sala; caían desde el graderío por las plateas y hasta el patio de butacas como una cascada vibrante y luminosa. Y así lo hizo él: sereno, riguroso, sumamente elegante.
Salió al escenario, se colocó en el centro del elenco y, de pronto, todo enmudeció para él. Sí, enmudeció. La agitación y el entusiasmo entre los espectadores seguían siendo sumos. Sus compañeros sonreían complacidos. Y todos se inclinaban configurando la correspondiente guirnalda de agradecimiento. El telón descendió y se alzó en cuatro ocasiones. Todo debía ser igual que siempre, pero él no oía nada. Creyó sentir un leve desvanecimiento. Se reafirmó en sí mismo y con la cadencia de siempre abandonó el escenario rumbo a su camerino.
Apenas salió de las tablas, los sonidos volvieron. Aquello había pasado. Se desvistió, se limpió el maquillaje, recogió sus cosas y se dispuso a regresar a casa. Rafael lo esperaba en la puerta y el trayecto de vuelta fue igual que siempre, aunque aquella noche una llovizna suave lloraba sobre los cristales y hacía brillar la calzada como una pátina irreal. A esa hora ya no deambulaba mucha gente por las calles. La ciudad comenzaba a dormirse, como a difuminarse.
Al entrar, Mariana lo miró escrutante. “¿Ha sucedido algo?”, preguntó de inmediato, más que con su voz con su incisiva mirada. “No, nada. Un poco cansado, solo eso”, respondió él a sabiendas de que a ella no podía ocultarle nada.
Ella le sirvió una cena frugal. Y él se acostó enseguida. El próximo día sería, sin duda, un nuevo día.
No fue así. El siguiente día volvió a suceder exactamente lo mismo. Y al siguiente fue igual. Podía oírlo todo: en casa, en el teatro, en la calle, en el escenario; todo menos los aplausos. En ese instante sus oídos se candaban, su cerebro parecía obturarse en las zonas en las que residiera la función del sonido.
Aquella noche, tras acostarse, dejó la lámpara encendida. Pasado un buen rato, Mariana tocó suavemente en la puerta. A ella no podía ocultarle nada. “Sí, Mariana: pasa”. La mujer entró. Sus zapatillas de paño eran como un sosiego que fuera acariciando con ternura el encerado suelo. Acercó una silla a su cama y se dispuso a escuchar con su corazón, como siempre lo hacía.
Así fue como él comenzó a hablar en alta voz pero consigo mismo.
Entonces pasó ante su mente gran parte de su vida. ¿A qué obedecía todo aquello? ¿Qué era en realidad su existencia; su entrega, sus esfuerzos, sus renuncias, sus abandonos…? Cientos de personajes interpretados; cientos de vidas fingidas. La impostura como patrón de su existencia, hasta el punto de ni siquiera poder reconocerse a sí mismo. ¿Quién era él, en realidad? ¿Merecía la pena aquella extraordinaria fama, el dinero, el reconocimiento? ¿Cuál había sido su moneda de pago? En verdad, los focos abrasaban, los aplausos y ovaciones ensordecían, los halagos empachaban hasta la voracidad y la gula más desmedidas.
El egotismo; aquel sentimiento omnipresente y exagerado de sí mismo. ¡Maldito botín! ¡Pútrido miasma! Verdadero tirano, y despiadado e implacable verdugo. ¿Merecía realmente la pena venderlo todo por los aplausos, por la admiración, por la quincalla hueca y la bisutería falsa de la vanidad?
Habló para sí mismo pero en un templado y clarividente susurro. Como un insignificante regato de montaña a quien nadie escuchara. Mariana sí que lo estaba escuchando. Lo había escuchado durante toda la vida. Ella siempre escuchaba a todos desde su penetrante silencio. Ella era, una vez más, el nítido espejo que devolvía a cada uno su verdadero rostro, la omnisciente conciencia que hacía que cada cual se hablara a sí mismo con verdad y rigor, sin falsedad alguna.
Cuando él se detuvo, ella le miró a los ojos, le sonrió, le arregló el embozo y, sin siquiera preguntarle ni decirle nada, apagó la lámpara y salió de la habitación muy suavemente. Su misión estaba consumada. Él la sintió alejarse por el pasillo con su paso inconfundible como si se dirigiera hacia la eternidad. Soñó con inmensos paseos al amanecer por una playa desierta e infinita.
El maestro nunca volvió a interpretar a nadie. Había llegado el momento de querer interpretarse a sí mismo. Tal vez el papel más importante y difícil para cualquiera que decidiera ser el actor de su propia vida. Y esta interpretación, a diferencia de todas las anteriores, solo tendría el íntimo y silencioso reconocimiento; el único reconocimiento que valía la pena.
“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Eclesiastés, Capítulo 1
J.Y.